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Authors: Hosseini Khaled

Mil Soles Esplendidos (22 page)

BOOK: Mil Soles Esplendidos
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Le duele respirar.

En alguna parte suena un acordeón.

Gracias a Dios, la píldora rosa otra vez. Luego un profundo silencio. Un silencio que se cierne sobre cuanto la rodea.

Tercera Parte
27

Mariam

—¿Sabes quién soy?

Los ojos de la muchacha parpadearon.

—¿Sabes lo que ha ocurrido?

Le tembló la boca. Cerró los ojos. Tragó saliva. Se tocó la mejilla izquierda con la mano. Trató de decir algo.

Mariam se inclinó más sobre ella.

—Por este oído —musitó la joven— no oigo nada.

Durante la primera semana, la muchacha no hizo más que dormir con la ayuda de las píldoras rosas por las que Rashid había pagado en el hospital. Murmuraba en sueños. A veces balbuceaba incoherencias, chillaba, gritaba nombres que Mariam no reconocía. Lloraba en sueños, se alteraba y apartaba las mantas a puntapiés, y ella tenía que sujetarla. A veces no hacía más que vomitar todo lo que le daba para comer.

Cuando no estaba alterada, la chica no era más que un par de ojos muy abiertos que miraban desde debajo de la manta, susurrando lacónicas respuestas a las preguntas de ellos dos. Algunos días se portaba como una niña pequeña y movía la cabeza de un lado a otro cuando uno tras otro trataban de alimentarla. Se ponía rígida cuando Mariam le acercaba una cuchara a la boca. Pero se cansaba fácilmente y acababa sometiéndose. Después de la rendición venían los largos episodios de llanto.

Rashid y Mariam le untaban una crema antibiótica en los cortes del cuello y la cara, y en las heridas suturadas de los hombros, los brazos y las piernas. Ella le ponía luego unas vendas que lavaba y reutilizaba. Y le sujetaba los cabellos cuando tenía que vomitar.

—¿Cuánto tiempo se va a quedar? —preguntó Mariam a Rashid.

—Hasta que mejore. Mírala. No está en condiciones de irse a ninguna parte. Pobrecita.

Fue él quien encontró a la chica, quien la sacó de debajo de los escombros.

—Fue una suerte que estuviera en casa —dijo. Estaba sentado en una silla plegable junto a la cama de Mariam, donde yacía la muchacha—. Una suerte para ti, quiero decir. Te saqué con mis propias manos. Tenías un trozo de metal así de grande clavado en el hombro —explicó, separando el pulgar y el dedo índice para mostrar, y doblar al menos, según la apreciación de Mariam, el tamaño real—. Así de grande. Estaba muy profundo. Pensé que tendría que usar unas tenazas para sacarlo. Pero ya estás bien. Enseguida estarás
n
au socha.
Como nueva.

Fue Rashid quien salvó unos pocos libros de Hakim.

—Casi todos estaban hechos cenizas. Me temo que el resto los robaron.

Ayudó a Mariam a cuidar de la chica durante la primera semana. Un día volvió del trabajo con una manta nueva y una almohada. Otro día, con un frasco de pastillas.

—Vitaminas —explicó.

Fue Rashid quien dio a Laila la noticia de que habían ocupado la casa de su amigo Tariq.

—Un regalo —dijo—. De uno de los comandantes de Sayyaf a tres de sus hombres. Un regalo. ¡Ja!

Los tres hombres eran en realidad muchachos de rostro juvenil y tostado por el sol. Mariam los veía al pasar, siempre con el uniforme de faena, acuclillados junto a la puerta de la casa de Tariq, fumando y jugando a las cartas, con los kalashnikovs apoyados contra la pared. El más musculoso, que se comportaba con suficiencia y desprecio, era el líder. El más joven era también el más reservado, el que parecía más reacio a adoptar el aire de impunidad de sus amigos. Había adquirido la costumbre de sonreír e inclinar la cabeza para saludar a Mariam. Al hacerlo, su petulancia superficial se desvanecía y Mariam vislumbraba cierta humildad aún no corrompida.

Hasta que una mañana cayeron misiles sobre la casa. Más tarde se rumoreó que los habían lanzado los hazaras de Wahdat. Durante un tiempo, los vecinos fueron encontrando trozos de los muchachos.

—Se lo estaban buscando —dijo Rashid.

La chica había tenido una suerte increíble al escapar con heridas relativamente leves, pensaba Mariam, teniendo en cuenta que el misil había dejado su casa convertida en ruinas humeantes. Lentamente, la joven fue mejorando. Empezó a comer más, a cepillarse el pelo ella sola, a bañarse. Empezó a compartir las comidas con Mariam y Rashid.

Pero de repente le venía a la cabeza un recuerdo y se sumía en un silencio sepulcral o períodos de malhumor. De retraimiento y desmayos. De rostro pálido y cansado. De pesadillas y súbitos accesos de pena. De vómitos.

Y a veces, de arrepentimiento.

—No debería estar aquí —dijo un día.

Mariam estaba cambiando las sábanas. La chica la observaba desde el suelo, con las rodillas llenas de heridas apretadas contra el pecho.

—Mi padre quería sacar las cajas. Los libros. Dijo que pesaban demasiado para mí. Pero yo no le dejé. Estaba impaciente. Debería haber estado dentro de casa cuando ocurrió.

Mariam sacudió la sábana limpia y dejó que se posara sobre la cama. Miró a la joven, sus rizos castaños, su esbelto cuello, sus ojos verdes, sus altos pómulos y sus labios carnosos. Mariam recordaba haberla visto en la calle de pequeña, trotando tras su madre camino del
tandur,
a caballito en los hombros de su hermano más joven, el que tenía un mechón de pelos en la oreja. Jugando a las canicas con el hijo del carpintero.

La chica la miraba como si esperara que Mariam le transmitiera un fragmento de sabiduría, que le dijera unas palabras de aliento. Pero ¿qué sabiduría podía ofrecerle ella? ¿Qué aliento? Mariam recordó el día en que enterraron a Nana y el escaso consuelo que había hallado en las palabras del ulema Faizulá, cuando le había citado el Corán. «Bendito Aquel en Cuyas manos está el reino, y Aquel que tiene poder sobre todas las cosas, que creó la muerte y la vida con las que puede ponerte a prueba.» O cuando le había dicho, hablando del sentimiento de culpa: «Esos pensamientos no te hacen ningún bien, Mariam
yo.
Te destruirán. No fue culpa tuya. No fue culpa tuya.»

¿Qué podía decirle a aquella joven para aliviar su carga?

Al final Mariam no tuvo que decir nada, porque la chica hizo una mueca y se puso a gatas diciendo que iba a vomitar.

—¡Espera! Aguanta, iré por una cazuela. En el suelo no. Acabo de limpiar... Oh. Oh.
Jodaya.
Dios.

Y luego, un día, aproximadamente un mes después de la explosión que había matado a los padres de la chica, un hombre llamó a la puerta. Le abrió Mariam. El desconocido se explicó.

—Ha venido a verte un hombre —anunció Mariam.

La chica alzó la cabeza de la almohada.

—Dice que se llama Abdul Sharif.

—No conozco a nadie que se llame así.

—Bueno, pues pregunta por ti. Tienes que bajar y hablar con él.

28

Laila

Laila se sentó frente a Abdul Sharif, que era un hombre delgado y de cabeza pequeña, con una nariz protuberante llena de hondas cicatrices, igual que las mejillas. Los cortos cabellos castaños parecían clavados en su cuero cabelludo como alfileres en un acerico.

—Tienes que perdonarme,
hamshira
—dijo, ajustándose el cuello de la camisa y secándose la frente con un pañuelo—. Me temo que todavía no estoy recuperado del todo. Aún me quedan cinco días más de esas... ¿cómo las llaman?... sí, píldoras de sulfamida.

Laila se colocó en el asiento de modo que el oído bueno, el derecho, quedara más cerca del hombre.

—¿Era usted amigo de mis padres?

—No, no —se apresuró a decir Abdul Sharif—. Perdóname. —Alzó un dedo y bebió un largo trago de agua del vaso que Mariam había dejado frente a él—. Supongo que debería empezar por el principio. —Se secó los labios y luego otra vez la frente—. Soy un hombre de negocios. Tengo tiendas de ropa, sobre todo de caballero.
Chapans,
sombreros,
tumbans,
trajes, corbatas... de todo. Dos tiendas aquí en Kabul, en Taimani y Shar-e-Nau, aunque éstas acabo de venderlas. Y dos en Pakistán, en Peshawar. Allí tengo también el almacén. Así que viajo mucho. Lo que en los tiempos que corren... —Meneó la cabeza y rió entre dientes con gesto cansado—. Bueno, digamos que es toda una aventura.

»Me hallaba en Peshawar recientemente por mis negocios, recogiendo pedidos y haciendo inventario, esa clase de cosas. Y también visitando a mi familia. Tenemos tres hijas,
alhamdulel
á
.
Las mandé a Peshawar con mi esposa cuando los muyahidines empezaron a enfrentarse entre ellos. No quería que sus nombres se añadieran a la lista de
shahid.
Ni tampoco el mío, para ser sincero. Muy pronto iré a reunirme con ellas,
inshal
á
.

»El caso es que debía volver a Kabul hace dos miércoles, pero la suerte quiso que cayera enfermo. No te molestaré con detalles,
hamshira,
sólo te diré que cuando me disponía a hacer mis necesidades, las más sencillas, me sentí como si salieran astillas de cristales. No le desearía algo así ni al propio Hekmatyar. Mi esposa, Nadia
yan,
que Alá la bendiga, me suplicó que fuera al médico, pero yo pensé que se me pasaría tomándome aspirinas y bebiendo mucha agua. Nadia
yan
insistió y yo me negué una y otra vez. Ya sabes el dicho: «Un asno terco necesita un arriero igual de terco.» Me temo que esta vez ganó el asno. Que era yo.

Se bebió el resto del agua y le tendió el vaso a Mariam.

—Si no es mucha
zahmat...

Mariam lo cogió y fue a llenarlo.

—Ni que decir tiene que debería haberle hecho caso. Siempre ha sido la más sensata de los dos, que Alá le conceda larga vida. Cuando fui al hospital, ardía de fiebre y temblaba como un árbol
beid
azotado por el viento. Apenas me sostenía en pie. La doctora dijo que tenía envenenamiento de la sangre. Aseguró que de haber tardado dos o tres días más, mi mujer se habría quedado viuda.

»Me ingresaron en una unidad especial, reservada para personas muy graves, supongo. Oh,
tashakor.
—Cogió el vaso que le ofrecía Mariam y se sacó una enorme píldora blanca del bolsillo de la chaqueta—. ¡Qué grandes son!

Laila lo observó tomarse la pastilla. Era consciente de que respiraba agitadamente y notaba las piernas muy pesadas, como si le hubieran atado unos plomos a los pies. Se dijo que el hombre aún no había acabado, que en realidad aún no le había dicho nada. Pero evidentemente el hombre seguiría hablando, y ella tuvo que resistirse al impulso de levantarse y salir, salir antes de que le dijera cosas que no quería oír.

Abdul Sharif dejó el vaso sobre la mesa.

—Allí fue donde conocí a tu amigo, Mohamad Tariq Walizai.

El corazón de Laila se aceleró. ¿Tariq en un hospital? ¿En una unidad especial? ¿Para personas muy graves?

Laila tragó una saliva seca y áspera. Se agitó en el asiento. Tenía que armarse de valor. De lo contrario, temía volverse loca. Desvió sus pensamientos de hospitales y unidades especiales y pensó que no había oído el nombre completo de Tariq desde que ambos se habían inscrito en un curso de farsi años atrás. El profesor pasaba lista después del timbre y decía su nombre: Mohamad Tariq Walizai. A la sazón, a Laila le había parecido de una cómica solemnidad.

—Una de las enfermeras me contó lo que le había ocurrido —prosiguió Abdul Sharif al tiempo que se daba golpes en el pecho con el puño, como tratando de facilitar el paso de la pastilla—. Con la de veces que he estado en Peshawar, he aprendido bastante bien el urdu. El caso es que me contó que tu amigo se encontraba en un camión lleno de refugiados, veintitrés exactamente, que se dirigían a Peshawar. Cerca de la frontera, se vieron atrapados en un fuego cruzado. Un misil dio en el camión. Seguramente era uno perdido, pero nunca se sabe con esa gente, nunca se sabe. Sólo hubo seis supervivientes y a todos los ingresaron en la misma unidad del hospital. Tres personas murieron en las veinticuatro horas siguientes. Dos de ellas se recuperaron, dos hermanas, según creo, y les dieron el alta. Tu amigo el señor Walizai era el último. Llevaba allí casi tres semanas cuando yo llegué.

Así que estaba vivo. Pero ¿eran graves sus heridas?, se preguntó Laila con desesperación. Lo bastante graves para hallarse ingresado en una unidad especial, evidentemente. Laila notó que había empezado a sudar, que tenía el rostro acalorado. Trató de pensar en otra cosa, en algo agradable, como el viaje a Bamiyán con Tariq y
babi
para ver los budas. Pero en lugar de eso se le presentó la imagen de los padres de Tariq: la madre atrapada en el camión volcado, gritando el nombre de su hijo en medio de la humareda, con los brazos y el pecho envueltos en llamas, y la peluca fundiéndose en su cabeza...

Laila tuvo que tomar aire varias veces seguidas.

—Estaba en la cama contigua a la mía. No había paredes, sólo una cortina entre los dos, así que lo veía bastante bien.

De repente Abdul Sharif sintió la imperiosa necesidad de toquetear su alianza de boda. Y empezó a hablar más despacio.

—Tu amigo tenía heridas graves, muy muy graves, ¿comprendes? Le salían tubos de todas partes. Al principio... —Carraspeó un poco—. Al principio pensé que había perdido las dos piernas en el ataque, pero una enfermera me dijo que no, que sólo la derecha, que la izquierda era de una herida antigua. También tenía lesiones internas. Ya lo habían operado tres veces, para cortarle trozos del intestino y no recuerdo qué más. Y tenía quemaduras muy graves. Sólo diré eso. Estoy seguro de que tienes ya tu dosis de pesadillas,
hamshira.
No es necesario que yo venga a aumentarla.

Así que Tariq ya no tenía piernas. Era un torso con dos muñones. Sin piernas. Laila sintió que iba a desmayarse. Con un esfuerzo lento y desesperado, arrojó sus pensamientos fuera de la habitación, por la ventana, lejos de aquel hombre, para enviarlos más allá de la calle, más allá de la ciudad, de manera que sus casas y bazares de azoteas planas, su laberinto de callejuelas estrechas, se convirtieron en castillos de arena.

—Estaba drogado la mayor parte del tiempo. Por el dolor, claro. Pero cuando se le pasaban los efectos tenía momentos de lucidez. Sufría, pero pensaba con claridad. Yo le hablaba desde mi cama. Le dije quién era, de dónde era. Creo que él se alegró de tener a un
hamwatan
a su lado.

»Sobre todo hablaba yo, porque a él le costaba un gran esfuerzo. Tenía la voz ronca y creo que le dolía hasta el simple hecho de mover los labios. Así que le hablé de mis hijas y de nuestra casa en Peshawar, y también de la galería que mi cuñado y yo estamos construyendo en la parte de atrás. Le conté que había vendido las tiendas de Kabul y que volvía aquí para terminar con el papeleo. No era una gran conversación, pero lo distraía. Al menos a mí me gusta pensar que era así.

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