Mis cuentos preferidos de Hans Christian Andersen (28 page)

Read Mis cuentos preferidos de Hans Christian Andersen Online

Authors: Hans Christian Andersen

Tags: #Cuentos

BOOK: Mis cuentos preferidos de Hans Christian Andersen
12.12Mb size Format: txt, pdf, ePub

Eso es, ¿dónde se habían metido? Pues corrían por el campo, apagando los fuegos fatuos que acudían, bonachones, a organizar la procesión de las antorchas.

—¿Qué significan estas corridas? —gritó el viejo duende—. Acabo de procuraros una madre, y vosotros podéis elegir a la que os guste de las tías.

Pero los jóvenes replicaron que preferían pronunciar un discurso y brindar por la fraternidad. Casarse no les venía en gana. Y pronunciaron discursos, bebieron a la salud de todos e hicieron la prueba del clavo para demostrar que se habían zampado hasta la última gota. Quitándose luego las chaquetas, se tendieron a dormir sobre la mesa, sin preocuparse de los buenos modales. Mientras tanto, el viejo duende bailaba en el salón con su joven prometida e intercambiaba con ella los zapatos, lo cual es más distinguido que intercambiar sortijas.

—¡Qué canta el gallo! —exclamó la vieja elfa, encargada del gobierno doméstico—. ¡Hay que cerrar los postigos, para que el sol no nos abrase!

Y se cerró la colina.

En el exterior, los lagartos subían y bajaban por los árboles agrietados, y uno de ellos dijo a los demás.

—¡Cuánto me ha gustado el viejo duende nórdico!

—¡Pues yo prefiero los chicos! —objetó la lombriz de tierra; pero es que no veía, la pobre.

La pastora y el deshollinador

(Hyrdinden og skorstensfejeren)

¿
H
as visto alguna vez uno de estos armarios muy viejos, ennegrecidos por los años, adornados con tallas de volutas y follaje? Pues uno así había en una sala; era una herencia de la bisabuela, y de arriba abajo estaba adornado con tallas de rosas y tulipanes. Presentaba los arabescos más raros que quepa imaginar, y entre ellos sobresalían cabecitas de ciervo con sus cornamentas. En el centro, habían tallado un hombre de cuerpo entero; su figura era de verdad cómica, y en su cara se dibujaba una mueca, pues aquello no se podía llamar risa. Tenía patas de cabra, cuernecitos en la cabeza y una luenga barba. Los niños de la casa lo llamaban siempre el
«Sargento-mayor-y-menor-mariscal-de-campo-pata-de-chivo
»; era un nombre muy largo, y son bien pocos los que ostentan semejante titulo; ¡y no debió de tener poco trabajo, el que lo esculpió!

Y allí estaba, con la vista fija en la mesa situada debajo del espejo, en la que había una linda pastorcilla de porcelana, con zapatos dorados, el vestido graciosamente sujeto con una rosa encarnada, un dorado sombrerito en la cabeza y un báculo de pastor en la mano: era un primor. A su lado había un pequeño deshollinador, negro como el carbón, aunque asimismo de porcelana, tan fino y pulcro como otro cualquiera; lo de deshollinador sólo lo representaba: el fabricante de porcelana lo mismo hubiera podido hacer de él un príncipe, ¡qué más le daba!

He ahí, pues, al hombrecillo con su escalera, y unas mejillas blancas y sonrosadas como las de la muchacha, lo cual no dejaba de ser un contrasentido, pues un poquito de hollín le hubiera cuadrado mejor. Estaba de pie junto a la pastora; los habían colocado allí a los dos, y, al encontrarse tan juntos, se habían enamorado. Nada había que objetar: ambos eran de la misma porcelana e igualmente frágiles.

A su lado había aún otra figura, tres veces mayor que ellos: un viejo chino que podía agachar la cabeza. Era también de porcelana, y pretendía ser el abuelo de la zagala, aunque no estaba en situación de probarlo. Afirmaba tener autoridad sobre ella, y, en consecuencia, había aceptado, con un gesto de la cabeza, la petición que el
«Sargento-mayor-y-menor-mariscal-de-campo-pata-de-chivo
» le había hecho de la mano de la pastora.

—Tendrás un marido —dijo el chino a la muchacha— que estoy casi convencido, es de madera de ébano; hará de ti la
«Sargento-mayor-y-menor-mariscal-de-campo-pata-de-chivo
». Su armario está repleto de objetos de plata, ¡y no digamos ya lo que deben contener los cajones secretos!

—¡No quiero entrar en el oscuro armario! —protestó la pastorcilla—. He oído decir que guarda en él once mujeres de porcelana.

—En este caso, tú serás la duodécima —replicó el chino—. Esta noche, en cuanto cruja el viejo armario, se celebrará la boda, ¡cómo yo soy chino! —. E, inclinando la cabeza, se quedó dormido.

La pastorcilla, llorosa, levantó los ojos al dueño de su corazón, el deshollinador de porcelana.

—Quisiera pedirte un favor. ¿Quieres venirte conmigo por esos mundos de Dios? Aquí no podemos seguir.

—Yo quiero todo lo que tú quieras —respondióle el mocito.—. Vámonos enseguida, estoy seguro de que podré sustentarte con mi trabajo.

—¡Oh, si pudiésemos bajar de la mesa sin contratiempo! —dijo ella—. Sólo me sentiré contenta cuando hayamos salido a esos mundos.

Él la tranquilizó, y le enseñó cómo tenía que colocar el piececito en las labradas esquinas y en el dorado follaje de la pata de la mesa; sirvióse de su escalera, y en un santiamén se encontraron en el suelo. Pero al mirar al armario, observaron en él una agitación; todos los ciervos esculpidos alargaban la cabeza y, levantando la cornamenta, volvían el cuello; el
«Sargento-mayor-y-menor-mariscal-de-campo-pata-de-chivo
» pegó un brinco y gritó al chino:

—¡Se escapan, se escapan!

Los pobrecillos, asustados, se metieron en un cajón que había debajo de la ventana.

Había allí tres o cuatro barajas, aunque ninguna completa, y un teatrillo de títeres montado un poco a la buena de Dios. Precisamente se estaba representando una función y todas las damas, oros y corazones, tréboles y espadas, sentados en las primeras filas, se abanicaban con sus tulipanes; detrás quedaban las sotas, mostrando que tenían cabeza o, por decirlo mejor, cabezas, una arriba y otra abajo, como es costumbre en los naipes. El argumento trataba de dos enamorados que no podían ser el uno para el otro, y la pastorcilla se echó a llorar, por lo mucho que el drama se parecía al suyo.

—¡No puedo resistirlo! —exclamó—. ¡Tengo que salir del cajón! —. Pero una vez volvieron a estar en el suelo y levantaron los ojos a la mesa, el viejo chino, despierto, se tambaleó con todo el cuerpo, pues por debajo de la cabeza lo tenía de una sola pieza.

—¡Qué viene el viejo chino! —gritó la zagala azorada, cayendo de rodillas.

—Se me ocurre una idea —dijo el deshollinador—. ¿Y si nos metiésemos en aquella gran jarra de la esquina? Estaremos entre rosas y espliego, y si se acerca le arrojaremos sal a los ojos.

—No serviría de nada —respondió ella—. Además, sé que el chino y la jarra estuvieron prometidos, y siempre queda cierta simpatía en semejantes circunstancias. No; el único recurso es lanzarnos al mundo.

—¿De verdad te sientes con valor para hacerlo? —preguntó el deshollinador—. ¿Has pensado en lo grande que es y que nunca podremos volver a este lugar?

—Sí —afirmó ella.

El deshollinador la miró fijamente y luego dijo:

—Mi camino pasa por la chimenea. ¿De veras te sientes con ánimo para aventurarte en el horno y trepar por la tubería? Saldríamos al exterior de la chimenea; una vez allí, ya sabría yo apañármelas. Subiremos tan arriba, que no podrán alcanzarnos, y en la cima hay un orificio que sale al vasto mundo.

Y la condujo a la puerta del horno.

—¡Qué oscuridad! —exclamó ella, sin dejar de seguir a su guía por la caja del horno y por el tubo, oscuro como boca de lobo.

—Estamos ahora en la chimenea —explicóle él—. Fíjate: allá arriba brilla la más hermosa de las estrellas.

Era una estrella del cielo que les enviaba su luz, exactamente como para mostrarles el camino. Y ellos venga trepar y arrastrarse. ¡Horrible camino, y tan alto! Pero el mozo la sostenía, indicándole los mejores agarraderos para apoyar sus piececitos de porcelana. Así llegaron al borde superior de la chimenea y se sentaron en él, pues estaban muy cansados, y no sin razón.

Encima de ellos extendíase el cielo con todas sus estrellas, y a sus pies quedaban los tejados de la ciudad. Pasearon la mirada en derredor, hasta donde alcanzaron los ojos; la pobre pastorcilla jamás habla imaginado cosa semejante; reclinó la cabecita en el hombro de su deshollinador y prorrumpió en llanto, con tal vehemencia que se le saltaba el oro del cinturón.

—¡Es demasiado! —exclamó—. No podré soportarlo, el mundo es demasiado grande. ¡Ojalá estuviese sobre la mesa, bajo el espejo! No seré feliz hasta que vuelva a encontrarme allí. Te he seguido al ancho mundo; ahora podrías devolverme al lugar de donde salimos. Lo harás, si es verdad que me quieres.

El deshollinador le recordó prudentemente el viejo chino y el
«Sargento-mayor-y-menor-mariscal-de-campo-pata-de-chivo
», pero ella no cesaba de sollozar y besar a su compañerito, el cual no pudo hacer otra cosa que ceder a sus súplicas, aun siendo una locura.

Y así bajaron de nuevo, no sin muchos tropiezos, por la chimenea, y se arrastraron por la tubería y el horno. No fue nada agradable.

Una vez en la caja del horno, pegaron la oreja a la puerta para enterarse de cómo andaban las cosas en la sala. Reinaba un profundo silencio; miraron al interior y… ¡Dios mío!, el viejo chino yacía en el suelo. Se había caído de la mesa cuando trató de perseguirlos, y se rompió en tres pedazos; toda la espalda era uno de ellos, y la cabeza, rodando, había ido a parar a una esquina. El
«Sargento-mayor-y-menor-mariscal-de-campo-pata-de-chivo
» seguía en su puesto con aire pensativo.

—¡Horrible! —exclamó la pastorcita—. El abuelo roto a pedazos, y nosotros tenemos la culpa. ¡No lo resistiré! —y se retorcía las manos.

—Aún es posible pegarlo —dijo el deshollinador—. Pueden pegarlo muy bien, tranquilízate; si le ponen masilla en la espalda y un buen clavo en la nuca quedará como nuevo; aún nos dirá cosas desagradables.

—¿Crees? —preguntó ella. Y treparon de nuevo a la mesa.

—Ya ves lo que hemos conseguido —dijo el deshollinador—. Podíamos habernos ahorrado todas estas fatigas.

—¡Si al menos estuviese pegado el abuelo! —observó la muchacha—. ¿Costará muy caro?

Pues lo pegaron, sí señor; la familia cuidó de ello. Fue encolado por la espalda y clavado por el pescuezo, con lo cual quedó como nuevo, aunque no podía ya mover la cabeza.

—Se ha vuelto usted muy orgulloso desde que se hizo pedazos —dijo el
«Sargento-mayor-y-menor-mariscal-de-campo-pata-de-chivo
»—. Y la verdad que no veo los motivos. ¿Me la va a dar o no?

El deshollinador y la pastorcilla dirigieron al viejo chino una mirada conmovedora, temerosos de que agachase la cabeza; pero le era imposible hacerlo, y le resultaba muy molesto tener que explicar a un extraño que llevaba un clavo en la nuca. Y de este modo siguieron viviendo juntas aquellas personitas de porcelana, bendiciendo el clavo del abuelo y queriéndose hasta que se hicieron pedazos a su vez.

El abeto

(Grantræet)

A
llá en el bosque había un abeto, lindo y pequeñito. Crecía en un buen sitio, le daba el sol y no le faltaba aire, y a su alrededor se alzaban muchos compañeros mayores, tanto abetos como pinos.

Pero el pequeño abeto sólo suspiraba por crecer; no le importaban el calor del sol ni el frescor del aire, ni atendía a los niños de la aldea, que recorran el bosque en busca de fresas y frambuesas, charlando y correteando. A veces llegaban con un puchero lleno de los frutos recogidos, o con las fresas ensartadas en una paja, y, sentándose junto al menudo abeto, decían: «¡Qué pequeño y qué lindo es!». Pero el arbolito se enfurruñaba al oírlo.

Al año siguiente había ya crecido bastante, y lo mismo al otro año, pues en los abetos puede verse el número de años que tienen por los círculos de su tronco.

¡Ay!, ¿por qué no he de ser yo tan alto como los demás? —suspiraba el arbolillo—. Podría desplegar las ramas todo en derredor y mirar el ancho mundo desde la copa. Los pájaros harían sus nidos entre mis ramas, y cuando soplara el viento, podría mecerlas e inclinarlas con la distinción y elegancia de los otros.

Éranle indiferentes la luz del sol, las aves y las rojas nubes que, a la mañana y al atardecer, desfilaban en lo alto del cielo.

Cuando llegaba el invierno, y la nieve cubría el suelo con su rutilante manto blanco, muy a menudo pasaba una liebre, en veloz carrera, saltando por encima del arbolito. ¡Lo que se enfadaba el abeto! Pero transcurrieron dos inviernos más y el abeto había crecido ya bastante para que la liebre hubiese de desviarse y darle la vuelta. «¡Oh, crecer, crecer, llegar a ser muy alto y a contar años y años: esto es lo más hermoso que hay en el mundo!», pensaba el árbol.

En otoño se presentaban indefectiblemente los leñadores y cortaban algunos de los árboles más corpulentos. La cosa ocurría todos los años, y nuestro joven abeto, que estaba ya bastante crecido, sentía entonces un escalofrío de horror, pues los magníficos y soberbios troncos se desplomaban con estridentes crujidos y gran estruendo. Los hombres cortaban las ramas, y los árboles quedaban desnudos, larguiruchos y delgados; nadie los habría reconocido. Luego eran cargados en carros arrastrados por caballos, y sacados del bosque.

¿Adónde iban? ¿Qué suerte les aguardaba?

En primavera, cuando volvieron las golondrinas y las cigüeñas, les preguntó el abeto:

—¿No sabéis adónde los llevaron ¿No los habéis visto en alguna parte?

Las golondrinas nada sabían, pero la cigüeña adoptó una actitud cavilosa y, meneando la cabeza, dijo:

—Sí, creo que sí. Al venir de Egipto, me crucé con muchos barcos nuevos, que tenían mástiles espléndidos. Juraría que eran ellos, pues olían a abeto. Me dieron muchos recuerdos para ti. ¡Llevan tan alta la cabeza, con tanta altivez!

—¡Ah! ¡Ojalá fuera yo lo bastante alto para poder cruzar los mares! Pero, ¿qué es el mar, y qué aspecto tiene?

—¡Sería muy largo de contar! —exclamó la cigüeña, y se alejó.

—Alégrate de ser joven —decían los rayos del sol—; alégrate de ir creciendo sano y robusto, de la vida joven que hay en ti.

Y el viento le prodigaba sus besos, y el rocío vertía sobre él sus lágrimas, pero el abeto no lo comprendía.

Al acercarse las Navidades eran cortados árboles jóvenes, árboles que ni siquiera alcanzaban la talla ni la edad de nuestro abeto, el cual no tenía un momento de quietud ni reposo; le consumía el afán de salir de allí. Aquellos arbolitos —y eran siempre los más hermosos— conservaban todo su ramaje; los cargaban en carros tirados por caballos y se los llevaban del bosque.

Other books

Be Mine by Rick Mofina
Double Jeopardy by Bobby Hutchinson
The Oracle's Queen by Lynn Flewelling
Macbeth by William Shakespeare
Intern by Sandeep Jauhar
Faithless by Karin Slaughter
Perfect Timing by Catherine Anderson