Mis cuentos preferidos de Hans Christian Andersen (56 page)

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Authors: Hans Christian Andersen

Tags: #Cuentos

BOOK: Mis cuentos preferidos de Hans Christian Andersen
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—¿Verdad que es admirable? —preguntaron los dos honrados dignatarios—. Fíjese Vuestra Majestad en estos colores y estos dibujos —y señalaban el telar vacío, creyendo que los demás veían la tela.

«¡Cómo! —pensó el Emperador—. ¡Yo no veo nada! ¡Esto es terrible! ¿Seré tonto? ¿Acaso no sirvo para emperador? Sería espantoso».

—¡Oh, sí, es muy bonita! —dijo—. Me gusta, la apruebo—. Y con un gesto de agrado miraba el telar vacío; no quería confesar que no veía nada. Todos los componentes de su séquito miraban y remiraban, pero ninguno sacaba nada en limpio; no obstante, todo era exclamar, como el Emperador: —¡oh, qué bonito!—, y le aconsejaron que estrenase los vestidos confeccionados con aquella tela, en la procesión que debía celebrarse próximamente. —¡Es preciosa, elegantísima, estupenda!— corría de boca en boca, y todo el mundo parecía extasiado con ella. El Emperador concedió una condecoración a cada uno de los dos bellacos para que se la prendieran en el ojal, y los nombró tejedores imperiales.

Durante toda la noche que precedió al día de la fiesta, los dos embaucadores estuvieron levantados, con dieciséis lámparas encendidas, para que la gente viese que trabajaban activamente en la confección de los nuevos vestidos del Soberano. Simularon quitar la tela del telar, cortarla con grandes tijeras y coserla con agujas sin hebra; finalmente, dijeron: —¡Por fin, el vestido está listo!

Llegó el Emperador en compañía de sus caballeros principales, y los dos truhanes, levantando los brazos como si sostuviesen algo, dijeron:

—Esto son los pantalones. Ahí está la casaca. —Aquí tenéis el manto… Las prendas son ligeras como si fuesen de telaraña; uno creería no llevar nada sobre el cuerpo, mas precisamente esto es lo bueno de la tela.

—¡Sí! —asintieron todos los cortesanos, a pesar de que no veían nada, pues nada había.

—¿Quiere dignarse Vuestra Majestad quitarse el traje que lleva —dijeron los dos bribones— para que podamos vestiros el nuevo delante del espejo?

Quitóse el Emperador sus prendas, y los dos simularon ponerle las diversas piezas del vestido nuevo, que pretendían haber terminado poco antes. Y cogiendo al Emperador por la cintura, hicieron como si le atasen algo, la cola seguramente; y el Monarca todo era dar vueltas ante el espejo.

—¡Dios, y qué bien le sienta, le va estupendamente! —exclamaban todos—. ¡Vaya dibujo y vaya colores! ¡Es un traje precioso! —El palio bajo el cual irá Vuestra Majestad durante la procesión, aguarda ya en la calle— anunció el maestro de Ceremonias.

—Muy bien, estoy a punto —dijo el Emperador—. ¿Verdad que me sienta bien? —y volvióse una vez más de cara al espejo, para que todos creyeran que veía el vestido.

Los ayudas de cámara encargados de sostener la cola bajaron las manos al suelo como para levantarla, y avanzaron con ademán de sostener algo en el aire; por nada del mundo hubieran confesado que no veían nada. Y de este modo echó a andar el Emperador bajo el magnífico palio, mientras el gentío, desde la calle y las ventanas, decían:

—¡Qué preciosos son los vestidos nuevos del Emperador! ¡Qué magnífica cola! ¡Qué hermoso es todo! Nadie permitía que los demás se diesen cuenta de que nada veía, para no ser tenido por incapaz en su cargo o por estúpido. Ningún traje del Monarca había tenido tanto éxito como aquél.

¡Pero si no lleva nada! —exclamó de pronto un niñ—. ¡Dios bendito, escuchad la voz de la inocencia! —dijo su padre; y todo el mundo se fue repitiendo al oído lo que acababa de decir el pequeño.

—¡No lleva nada; es un chiquillo el que dice que no lleva nada!

—¡Pero si no lleva nada! —gritó, al fin, el pueblo entero.

Aquello inquietó al Emperador, pues barruntaba que el pueblo tenía razón; mas pensó: «Hay que aguantar hasta el fin». Y siguió más altivo que antes; y los ayudas de cámara continuaron sosteniendo la inexistente cola.

El ruiseñor

(Nattergalen)

E
n China, como sabes muy bien, el Emperador es chino, y chinos son todos los que lo rodean. Hace ya muchos años de lo que voy a contar, mas por eso precisamente vale la pena que lo oigáis, antes de que la historia se haya olvidado.

El palacio del Emperador era el más espléndido del mundo entero, todo él de la más delicada porcelana. Todo en él era tan precioso y frágil, que había que ir con mucho cuidado antes de tocar nada. El jardín estaba lleno de flores maravillosas, y de las más bellas colgaban campanillas de plata que sonaban para que nadie pudiera pasar de largo sin fijarse en ellas. Sí, en el jardín imperial todo estaba muy bien pensado, y era tan extenso, que el propio jardinero no tenía idea de dónde terminaba. Si seguías andando, te encontrabas en el bosque más espléndido que quepa imaginar, lleno de altos árboles y profundos lagos. Aquel bosque llegaba hasta el mar, hondo y azul; grandes embarcaciones podían navegar por debajo de las ramas, y allí vivía un ruiseñor que cantaba tan primorosamente, que incluso el pobre pescador, a pesar de sus muchas ocupaciones, cuando por la noche salía a retirar las redes, se detenía a escuchar sus trinos.

—¡Dios santo, y qué hermoso! —exclamaba; pero luego tenía que atender a sus redes y olvidarse del pájaro; hasta la noche siguiente, en que, al llegar de nuevo al lugar, repetía:—. ¡Dios santo, y qué hermoso!

De todos los países llegaban viajeros a la ciudad imperial, y admiraban el palacio y el jardín; pero en cuanto oían al ruiseñor, exclamaban: —¡Esto es lo mejor de todo!

De regreso a sus tierras, los viajeros hablaban de él, y los sabios escribían libros y más libros acerca de la ciudad, del palacio y del jardín, pero sin olvidarse nunca del ruiseñor, al que ponían por las nubes; y los poetas componían inspiradísimos poemas sobre el pájaro que cantaba en el bosque, junto al profundo lago.

Aquellos libros se difundieron por el mundo, y algunos llegaron a manos del Emperador. Se hallaba sentado en su sillón de oro, leyendo y leyendo; de vez en cuando hacía con la cabeza un gesto de aprobación, pues le satisfacía leer aquellas magníficas descripciones de la ciudad, del palacio y del jardín. «Pero lo mejor de todo es el ruiseñor», decía el libro.

«¿Qué es esto? —pensó el Emperador—. ¿El ruiseñor? Jamás he oído hablar de él. ¿Es posible que haya un pájaro así en mi imperio, y precisamente en mi jardín? Nadie me ha informado. ¡Está bueno que uno tenga que enterarse de semejantes cosas por los libros!».

Y mandó llamar al mayordomo de palacio, un personaje tan importante, que cuando una persona de rango inferior se atrevía a dirigirle la palabra o hacerle una pregunta, se limitaba a contestarle: «¡P!». Y esto no significa nada.

—Según parece, hay aquí un pájaro de lo más notable, llamado ruiseñor —dijo el Emperador—. Se dice que es lo mejor que existe en mi imperio; ¿por qué no se me ha informado de este hecho?

—Es la primera vez que oigo hablar de él —se justificó el mayordomo—. Nunca ha sido presentado en la Corte.

—Pues ordeno que acuda esta noche a cantar en mi presencia —dijo el Emperador—. El mundo entero sabe lo que tengo, menos yo.

—Es la primera vez que oigo hablar de él —repitió el mayordomo—. Lo buscaré y lo encontraré.

¿Encontrarlo?, ¿dónde? El dignatario se cansó de subir Y bajar escaleras y de recorrer salas y pasillos. Nadie de cuantos preguntó había oído hablar del ruiseñor. Y el mayordomo, volviendo al Emperador, le dijo que se trataba de una de esas fábulas que suelen imprimirse en los libros.

—Vuestra Majestad Imperial no debe creer todo lo que se escribe; son fantasías y una cosa que llaman magia negra.

—Pero el libro en que lo he leído me lo ha enviado el poderoso Emperador del Japón —replicó el Soberano—; por tanto, no puede ser mentiroso. Quiero oír al ruiseñor. Que acuda esta noche a, mi presencia, para cantar bajo mi especial protección. Si no se presenta, mandaré que todos los cortesanos sean pateados en el estómago después de cenar.

—¡Tsing-pe! —dijo el mayordomo; y vuelta a subir y bajar escaleras y a recorrer salas y pasillos, y media Corte con él, pues a nadie le hacía gracia que le patearan el estómago. Y todo era preguntar por el notable ruiseñor, conocido por todo el mundo menos por la Corte.

Finalmente, dieron en la cocina con una pobre muchachita, que exclamó: —¡Dios mío! ¿El ruiseñor? ¡Claro que lo conozco! ¡qué bien canta! Todas las noches me dan permiso para que lleve algunas sobras de comida a mi pobre madre que está enferma. Vive allá en la playa, y cuando estoy de regreso, me paro a descansar en el bosque y oigo cantar al ruiseñor. Y oyéndolo se me vienen las lágrimas a los ojos, como si mi madre me besase. Es un recuerdo que me estremece de emoción y dulzura.

—Pequeña fregaplatos —dijo el mayordomo—, te daré un empleo fijo en la cocina y permiso para presenciar la comida del Emperador, si puedes traernos al ruiseñor; está citado para esta noche.

Todos se dirigieron al bosque, al lugar donde el pájaro solía situarse; media Corte tomaba parte en la expedición. Avanzaban a toda prisa, cuando una vaca se puso a mugir.

—¡Oh! —exclamaron los cortesanos—. ¡Ya lo tenemos! ¡Qué fuerza para un animal tan pequeño! Ahora que caigo en ello, no es la primera vez que lo oigo.

—No, eso es una vaca que muge —dijo la fregona Aún tenemos que andar mucho.

Luego oyeron las ranas croando en una charca.

—¡Magnífico! —exclamó un cortesano—. Ya lo oigo, suena como las campanillas de la iglesia.

—No, eso son ranas —contestó la muchacha—. Pero creo que no tardaremos en oírlo.

Y en seguida el ruiseñor se puso a cantar.

—¡Es él! —dijo la niña—. ¡Escuchad, escuchad! ¡Allí está! —y señaló un avecilla gris posada en una rama.

—¿Es posible? —dijo el mayordomo—. Jamás lo habría imaginado así. ¡Qué vulgar! Seguramente habrá perdido el color, intimidado por unos visitantes tan distinguidos.

—Mi pequeño ruiseñor —dijo en voz alta la muchachita—, nuestro gracioso Soberano quiere que cantes en su presencia.

—¡Con mucho gusto! —respondió el pájaro, y reanudó su canto, que daba gloria oírlo.

—¡Parece campanitas de cristal! —observó el mayordomo.

—¡Mirad cómo se mueve su garganta! Es raro que nunca lo hubiésemos visto. Causará sensación en la Corte.

—¿Queréis que vuelva a cantar para el Emperador? —preguntó el pájaro, pues creía que el Emperador estaba allí.

—Mi pequeño y excelente ruiseñor —dijo el mayordomo tengo el honor de invitarlo a una gran fiesta en palacio esta noche, donde podrá deleitar con su magnífico canto a Su Imperial Majestad.

—Suena mejor en el bosque —objetó el ruiseñor; pero cuando le dijeron que era un deseo del Soberano, los acompañó gustoso.

En palacio todo había sido pulido y fregado. Las paredes y el suelo, que eran de porcelana, brillaban a la luz de millares de lámparas de oro; las flores más exquisitas, con sus campanillas, habían sido colocadas en los corredores; las idas y venidas de los cortesanos producían tales corrientes de aire, que las campanillas no cesaban de sonar, y uno no oía ni su propia voz.

En medio del gran salón donde el Emperador estaba, habían puesto una percha de oro para el ruiseñor. Toda la Corte estaba presente, y la pequeña fregona había recibido autorización para situarse detrás de la puerta, pues tenía ya el título de cocinera de la Corte. Todo el mundo llevaba sus vestidos de gala, y todos los ojos estaban fijos en la avecilla gris, a la que el Emperador hizo signo de que podía empezar.

El ruiseñor cantó tan deliciosamente, que las lágrimas acudieron a los ojos del Soberano; y cuando el pájaro las vio rodar por sus mejillas, volvió a cantar mejor aún, hasta llegarle al alma. El Emperador quedó tan complacido, que dijo que regalaría su chinela de oro al ruiseñor para que se la colgase al cuello. Mas el pájaro le dio las gracias, diciéndole que ya se consideraba suficientemente recompensado.

—He visto lágrimas en los ojos del Emperador; éste es para mi el mejor premio. Las lágrimas de un rey poseen una virtud especial. Dios sabe que he quedado bien recompensado —y reanudó su canto, con su dulce y melodioso voz.

—¡Es la lisonja más amable y graciosa que he escuchado en mi vida! —exclamaron las damas presentes; y todas se fueron a llenarse la boca de agua para gargarizar cuando alguien hablase con ellas; pues creían que también ellas podían ser ruiseñores. Sí, hasta los lacayos y camareras expresaron su aprobación, y esto es decir mucho, pues son siempre más difíciles de contentar. Realmente, el ruiseñor causó sensación.

Se quedaría en la Corte, en una jaula particular, con libertad para salir dos veces durante el día y una durante la noche. Pusieron a su servicio diez criados, a cada uno de los cuales estaba sujeto por medio de una cinta de seda que le ataron alrededor de la pierna. La verdad es que no eran precisamente de placer aquellas excursiones.

La ciudad entera hablaba del notabilísimo pájaro, y cuando dos se encontraban, se saludaban diciendo el uno: «Rui», y respondiendo el otro: «Señor»; luego exhalaban un suspiro, indicando que se habían comprendido. Hubo incluso once verduleras que pusieron su nombre a sus hijos, pero ni uno de ellos resultó capaz de dar una nota.

Un buen día el Emperador recibió un gran paquete rotulado: «El ruiseñor».

—He aquí un nuevo libro acerca de nuestro famoso pájaro —exclamó el Emperador. Pero resultó que no era un libro, sino un pequeño ingenio puesto en una jaula, un ruiseñor artificial, imitación del vivo, pero cubierto materialmente de diamantes, rubíes y zafiros. Sólo había que darle cuerda, y se ponía a cantar una de las melodías que cantaba el de verdad, levantando y bajando la cola, todo él un ascua de plata y oro. Llevaba una cinta atada al cuello y en ella estaba escrito: «El ruiseñor del Emperador del Japón es pobre en comparación con el del Emperador de la China».

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