Mis cuentos preferidos de Hans Christian Andersen (6 page)

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Authors: Hans Christian Andersen

Tags: #Cuentos

BOOK: Mis cuentos preferidos de Hans Christian Andersen
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Aquella idea le preocupaba; le habría gustado no poco poseer unos anteojos como los descritos; utilizándolos bien, tal vez fuera posible ver el mismo corazón de las personas, lo cual resultaría aún más interesante que saber los acontecimientos del próximo año. Éstos se sabrían al cabo, mientras que aquello quedaría siempre oculto. «Sólo imagino toda la hilera de caballeros y señoras de primera fila: ¡si pudiese uno ver en sus corazones! Tendría que haber una abertura, una especie de escaparate. ¡Cómo recorrerían mis ojos las tiendas! Aquella dama posee seguramente un gran negocio de confección; la otra tiene la tienda vacía, pero no le vendría mal una limpieza general. Pero encontraría también buenos establecimientos. ¡Ay, sí! —suspiró—, sé de uno en que todo es excelente, lástima del empleado que hay en él; es lo único malo de la tienda. De todas partes me llamarían: ¡Venga, acérquese más, por favor! ¡Oh, si pudiese filtrarme en ellos como un minúsculo pensamiento!».

No necesitaron más los chanclos; el joven se contrajo e inició un viaje absolutamente insólito por los corazones de los espectadores de la primera fila. El primer corazón por el que pasó pertenecía a una dama; sin embargo, en el primer momento creyó encontrarse en un instituto ortopédico, como suelen llamarse esos establecimientos en los que el médico arregla deformidades humanas y endereza a las personas. Estaba en el cuarto de cuyas paredes cuelgan los moldes en yeso de los miembros deformes; con la única diferencia de que en el instituto se moldean al entrar el paciente, mientras en el corazón no se moldeaban y guardaban hasta que los interesados habían vuelto a salir. Eran vaciados de amigas, cuyos defectos, corporales y espirituales, se guardaban allí.

Rápidamente pasó a otro corazón, que le hizo el efecto de un venerable y espacioso templo. La blanca paloma de la inocencia aleteaba sobre el altar; ¡qué deseos sintió de hincarse de rodillas! Pero inmediatamente hubo de trasladarse al tercer corazón, aunque seguía oyendo las notas del órgano y tenía la impresión de haberse vuelto un hombre nuevo y mejor; no se sentía indigno de penetrar en el siguiente santuario, que le mostró una pobre buhardilla con una madre enferma. Por la abierta ventana, el sol bendito de Dios; magníficas rosas le hacían señas desde la pequeña maceta del tejado, y dos pájaros de color azul celeste cantaban alegrías infantiles, mientras la doliente madre pedía bendiciones para su hija.

Andando a gatas entróse luego en una carnicería abarrotada. No hacía sino toparse con carne y más carne. Era el corazón de un hombre rico y prestigioso, cuyo nombre anda en todas las bocas.

A continuación penetró en el corazón de su mujer, palomar viejo y derruido. El retrato del hombre servía de veleta; estaba en combinación con las puertas, las cuales se abrían y cerraban según giraba el hombre.

Vino después un salón de espejos, tal como el que tenemos en el palacio de Rosenborg; sólo que los cristales aumentaban en proporciones desmesuradas. En el centro del recinto, sentado en el suelo como un Dalai-Lama, estaba el insignificante YO de la persona, contemplando maravillado su propia talla.

Luego creyó entrar en un estrecho alfiletero lleno de punzantes alfileres, y no tuvo más remedio que pensar: «Seguramente es el corazón de una solterona». Pero era el de un joven guerrero, poseedor de numerosas condecoraciones y de quien se decía: es hombre de alma y corazón.

Completamente desconcertado salió el pobre pecador del último corazón de la serie; no era capaz de ordenar sus pensamientos, y pensó que su excesiva imaginación le había jugado una mala pasada. «¡Dios mío! —suspiró—, debo tener propensión a la locura. Además, aquí hace un calor asfixiante, la sangre se me sube a la cabeza». Entonces se acordó de su peripecia de la noche anterior, cuando la cabeza se le había quedado aprisionada entre los barrotes de la reja. «¡Allí lo cogí de seguro! —pensó—. Tengo que ponerle remedio cuanto antes. Un baño ruso me aliviaría. ¡Si pudiese estar ahora en la tabla más alta del baño de vapor!».

Y ahí lo tenéis en la tabla más alta del baño de vapor, pero con todos los vestidos, botas y chanclos. Las ardientes gotas de agua que caían del techo le daban en la cara.

«¡Uy!», gritó, saltando precipitadamente para meterse bajo la ducha fría. El guardián soltó un estridente grito al ver a aquel individuo vestido.

El estudiante tuvo la suficiente presencia de ánimo para decirle en voz baja:

—¡Es una apuesta!

Pero lo primero que hizo en cuanto estuvo en su habitación fue aplicarse al pescuezo un gran vejigatorio español y tumbarse de espaldas, para que le saliese del cuerpo la locura.

A la mañana siguiente tenía toda la espalda ensangrentada; era cuanto había sacado de los chanclos de la Suerte.

5. La metamorfosis del escribiente

Entretanto, el vigilante nocturno, a quien a buen seguro no habéis olvidado, pensaba en los chanclos que había encontrado y dejado luego en el hospital. Fue a reclamarlos, pero como ni el teniente ni nadie más de su calle los reconocieron por suyos, los entregó a la policía.

—Se parecen exactamente a los míos —dijo uno de los escribientes, examinando el par encontrado y poniéndolo al lado del suyo—. Creo que ni un zapatero los distinguiría.

—¡Señor escribiente! —dijo un subalterno, entrando con unos papeles.

El escribiente se volvió y se puso a hablar con el otro; después miró nuevamente los chanclos, pero le resultaba ya imposible afirmar si los suyos eran los de la derecha o los de la izquierda.

«¿Deben de ser los mojados?» —pensó; pero se equivocó, pues eran los de la Suerte. ¿O creéis tal vez que un policía no puede equivocarse? Se los calzó, metióse los papeles en el bolsillo y se llevó algunos escritos bajo el brazo, para leerlos y copiarlos en su casa. Pero como era domingo por la mañana y hacía buen tiempo, pensó: «Una excursión a Frederiksberg me sentaría bien». ¡Pensado y hecho!

No podéis imaginar un hombre más plácido y diligente que aquel joven; justo es, pues, que le concedamos pasear a su gusto. Después de tantas horas de permanecer sentado, indudablemente la salida le hará bien.

Comenzó la excursioncita sin pensar en nada; por eso los chanclos no tuvieron ocasión de poner en efecto su virtud mágica. En el camino se encontró con un conocido, uno de nuestros jóvenes poetas, el cual le comunicó que al día siguiente emprendería su viaje veraniego.

—De modo que se marcha —dijo el escribiente—. Es usted un hombre feliz y libre. Puede volar adonde quiera, mientras nosotros estamos aquí encadenados.

—Pero su cadena está sujeta al árbol del pan —replicó el poeta—. No tienen que preocuparse por el día de mañana, y si llegan a viejos, cobran una pensión.

—Sin embargo, ustedes llevan la mejor parte, —repuso el escribiente—. Es un placer estarse tranquilo componiendo poemas; todo el mundo les dirige palabras amables, y son dueños de su vida y de sus actos. Me gustaría que probase a lo que sabe, el ocuparse en esos estúpidos procesos.

El poeta meneó la cabeza, el escribiente hizo lo mismo, y se separaron sin haberse convencido mutuamente.

«Son gente original esos poetas —dijo el escribiente—. Me gustaría transformarme en una naturaleza como la suya y volverme poeta. Estoy seguro de que no escribiría estas elegías que ellos escriben. ¡Qué precioso día de primavera para un poeta! El aire es límpido y translúcido, las nubes se deslizan blandamente, y los prados nos envían sus aromas. ¡Cuántos años hacía que no gozaba de un momento como éste!».

Como podéis observar, se había transformado en poeta; no es que fuese nada extraordinario, pues es un disparate figurarse a los poetas como seres diferentes de los demás humanos; cabe muy bien que entre éstos haya naturalezas mucho más poéticas que algunas grandes personalidades reputadas de tales. La diferencia consiste sólo en que el poeta posee una memoria espiritual mejor y más potente, es capaz de retener las ideas y los sentimientos hasta darles forma clara y precisa por medio de la palabra; en cambio, los demás no son capaces de hacerlo. Pero el paso de una naturaleza ordinaria a otra mejor dotada supone siempre una transición, y ésta es la transición que experimentó nuestro escribiente.

«¡Qué maravillosa fragancia! —exclamó—. Me recuerda las violetas de tía Elena. Era yo un chiquillo entonces. ¡Cuánto tiempo hace que no había pensado en aquellos días! La pobre y bondadosa mujer vivía detrás de la Bolsa. Siempre tenía una rama o unos brotes en agua, por rudo que fuese el invierno. Las violetas olían, mientras yo aplicaba una perra chica calentada al cristal helado de la ventana para hacerme una mirilla. Era una vista preciosa. Fuera, en el canal, se alineaban los barcos inmovilizados por el hielo, sin tripulantes a bordo; toda la dotación se reducía a una chillona corneja. Pero, cuando empezaban a soplar los vientos primaverales, todo se animaba; entre cantos y hurras, aserraban el hielo, calafateaban los barcos y los aparejaban, y muy pronto se hacían a la mar hacia tierras extrañas. Yo me quedé y estoy condenado a seguir aquí, encerrado en la Comisaría, mirando cómo los demás sacan los pasaportes para trasladarse al extranjero. Es mi destino. ¿Qué hacerle?». Y suspiró profundamente. De pronto quedó suspenso: «¡Dios santo! ¿Qué me pasa? Jamás pensé ni sentí estas impresiones; debe ser el aire de primavera, angustioso y agradable al mismo tiempo». Y se sacó los papeles del bolsillo. «Esto me hará pensar en otras cosas», dijo, dejando correr la mirada por el papel. «La Señora de Sigbrith; tragedia original en cinco actos», leyó. «¿Qué significa esto? Y, sin embargo, es de mi puño y letra. ¿Es posible que haya escrito yo esta obra?». «La intriga del muro o El día de la penitencia; farsa musical». «Pero, ¿de dónde salen estas cosas? ¡Me lo habrán metido en el bolsillo! Aquí hay una carta». Era de la dirección del teatro, en que le rechazaban las obras en un lenguaje muy poco cortés. «¡Hum!», dijo el escribiente sentándose en un banco. Sus ideas estaban llenas de vida, y su corazón, de sentimiento; maquinalmente cogió una de las flores más cercanas; era una margarita vulgar; en un momento reveló todo aquello que, para explicarlo, los naturalistas emplean varias sesiones; le habló del mito de su nacimiento, de la fuerza de la luz solar, que extiende sus delicadas hojas y la obliga a esparcir su aroma. Entonces pensó él en las luchas de la vida, que tantos sentimientos despiertan también en nuestro pecho. El aire y la luz eran los amantes de la flor, pero la luz era el preferido, a ella se dirigía la flor, y si la luz se extinguía, ella plegaba sus pétalos y se dormía mecida por el aire. «A la luz es a quien debo mi hermosura», decía la flor. «Pero respiras gracias al aire», le susurró la voz del poeta.

A poca distancia, un muchachito golpeaba con un palo en un foso lleno de barro; las gotas de agua saltaban por entre las ramas verdes, y el escribiente pensó en los millones de animalitos que, encerrados en aquellas gotas, eran proyectados al aire, lo cual, considerando su volumen, significaba lo que para nosotros ser disparados a la región de las nubes. Pensando en el cambio que se había originado en su persona, el escribiente sonrió y dijo: «Debo dormir y soñar. Pero es muy extraño eso de estar soñando de modo tan natural y saber que se trata sólo de un sueño. ¡Si al menos lo recordase mañana, cuando despierte! Ahora me parece estar extraordinariamente bien dispuesto. ¡Lo veo todo tan claramente y me siento tan excitado!, y, sin embargo, estoy seguro de que si al despertarme recuerdo algo, será una estupidez; ya me ha ocurrido otras veces. Con las magnificencias que se ven y oyen en sueños, sucede lo que con el oro de los seres infernales. Cuando a uno se lo dan, es rico y espléndido, pero mirado a la luz del día no son más que piedras y hojas secas. ¡Ay! —suspiró melancólico, contemplando los pájaros cantores que saltaban alegremente de rama en rama—, ¡ésos son más dichosos que yo! ¡Volar! Éste sí que es un arte maravilloso. Feliz quien nació con él. Si me fuera dado metamorfosearme, lo haría en alondra».

En el mismo instante se le contrajeron los faldones de la levita y las mangas, transformándose en alas; los vestidos se trocaron en plumas, y los chanclos, en garras. El se dio cuenta, riéndose para sus adentros. «Bueno, ahora puedo convencerme de que estoy soñando, aunque nunca había tenido un sueño tan disparatado». Y remontándose a las ramas, se puso a cantar; pero en su canto no había poesía, pues su naturaleza poética había desaparecido. Como todo aquel que hace las cosas a conciencia, los chanclos no podían llevar a cabo dos funciones simultáneamente: quiso ser poeta, y lo fue; quiso ser pajarillo, y se convirtió en ave, pero cesando la propiedad anterior.

«Esto es lo más delicioso de todo —dijo—. De día estoy en la comisaría, sumido en la lectura de los expedientes más serios; de noche puedo soñar que vuelo, convertido en alondra, en los jardines de Frederiksberg. ¡Habría asunto para escribir una comedia!».

Bajó de nuevo para posarse en la hierba, y, volviendo la cabeza en todas direcciones, se puso a picotear los tallitos flexibles que, en proporción a su actual tamaño, le parecían largos como ramas de palmeras africanas.

Aquello duró unos instantes; luego lo envolvió la noche oscura: un objeto enorme —así se lo pareció— fue arrojado sobre él. Era una gorra con que un grumete quiso atrapar al pajarillo. Una mano que se metió por debajo, cogió al escribiente por la espalda y las alas, forzándolo a piar. En su primer momento de susto gritó con todas sus fuerzas: —¡Mocoso desvergonzado! ¡Soy funcionario de la policía!—. Pero el muchacho no oyó más que un «¡pío-pío!». Dando un golpe al pájaro en el pico, se alejó con él.

En el paseo se encontró con dos escolares de la clase superior, me refiero a la clase social, entendámonos; pues como alumnos figuraban entre los de la cola. Compraron el pájaro por ocho chelines y de esta manera el escribiente fue a parar al seno de una familia de la calle de los Godos, de Copenhague.

«¡Menos mal que todo esto es un sueño! —dijo el escribiente—, de otro modo me enfadaría de verdad. Primero fui poeta, ahora soy alondra; seguramente fue la naturaleza poética la que me convirtió en este animalito. Sea como fuere, no deja de ser muy desagradable caer en manos de esta chiquillería. Me gustaría saber cómo terminará todo esto».

Los niños lo llevaron a una habitación hermosísima, donde los recibió sonriente una señora muy gorda. No se mostró muy contenta, empero, de que trajeran un pájaro tan vulgar como la alondra, pero, en fin, por aquel día les permitiría meterlo en la jaula desocupada que colgaba de la ventana. —. Tal vez le guste a «Papaíto» —añadió, dirigiendo una sonrisa a un gran papagayo verde que se columpiaba muy orondo en su anillo, dentro de la preciosa jaula de latón—. Hoy es el cumpleaños de «Papaíto» —dijo con tonta ingenuidad—, y el pajarillo del campo lo va a felicitar.

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