Read Mis gloriosos hermanos Online
Authors: Howard Fast
¡Con qué frecuencia envidié a mis hermanos Eleazar, Jonatás y Judas, cuya labor era la comparativamente sencilla de hacer la guerra!
Pero yo también tuve mi parte de guerra, como veremos luego. Un día abandoné mi tarea de juzgar y fui a ver a Rubén y Eleazar que trabajaban en una fragua abierta instalada por ellos en la ladera.
Hierro, martillo y fuego, y dos hombres, los más fuertes de Judea, golpeando el insensato metal y musitando bendiciones; aquellas antiguas bendiciones tan viejas como Caín, que fue el primero en forjar metales. Me saludaron a través de una lluvia de chispas. Eran un par de hombres felices, Rubén, el indómito sobreviviente de aquellos hijos de Esaú, y Eleazar, que no tenía dudas, ni temores, ni siquiera odios, sino solamente amor a todas las cosas y una veneración a Judas y a mí que era casi adoración. No era su función dudar, sino combatir y enseñar a combatir. Se había congregado allí ese grupo de curiosos que siempre se encuentra en una forja; había niños, adultos, mujeres, estas últimas tanto por el fuego como por los dos herreros, y hombres de barba blanca que habían ido para criticar. Y estaban asimismo los negros etíopes que habían acudido a admirar y aplaudir.
-Mira, Simón -gritó Eleazar, alzando por encima de la concurrencia un hierro calentado al rojo-, estos negros nos están haciendo lanzas arrojadizas. ¡Pero no son para mí!
-¿Tú qué prefieres, Eleazar? -preguntó alguien.
Mi hermano sumergió el hierro en un cubo de agua, que desprendió nubes de vapor. Luego levantó del suelo un enorme martillo.
-Esto es lo que prefiero: un martillo.
Era una potente masa de hierro, con un mango hecho de doce varillas, unidas y soldadas. Los hombres lo sopesaron. Las mujeres trataron de alzarlo, pero no pudieron y celebraron con risas su impotencia. Los niños lo tocaron. Eleazar miraba y resplandecía de orgullo. Levantó el martillo y lo hizo girar por encima de la cabeza, sosteniéndolo por la correa. Finalmente la concurrencia se dispersó, riendo con una mezcla de placer y aprensión. Rubén tenía más del doble de años que Eleazar, pero ambos eran iguales en la cándida admiración con que trataban el hierro, y en el deleite que sentían con la sumisión del metal y con los objetos que salían de sus manos.
Así era mi hermano, mi hermano Eleazar...
Fue a yerme una pareja del pueblo de Carmel, del lejano sur.
El marido, Adán ben Lázaro, alto, moreno, aguileño, inflexible, como muchos de los que viven cerca de los beduinos, me dijo:
-¿Y tú eres el Macabeo?
-No, el Macabeo es mi hermano Judas. ¿Eres nuevo en Mará que no conoces a Simón ben Matatías?
-Soy nuevo, y vengo a que me juzgue un niño.
La mujer, que era hermosa y llena, aunque agotada y dolorida, no dijo nada.
-Pues yo soy el que juzga -dije-. Si quieres otro juicio, ve a pedírselo a los griegos.
-Eres áspero, Simón ben Matatías, como lo fue tu padre el adón.
-Soy lo que soy.
-Lo mismo que él -gritó de pronto la mujer, señalando al marido-. A los hombres de Israelíes vaciaron el alma para llenarla de odio. Ya no le quiero; sepáranos y haznos extraños.
-¿Por qué? -pregunté a la mujer.
-¿Debo decírtelo, cuando todas las palabras están empapadas en sangre?
-Dímelo o no, es lo mismo -repuse-, porque yo no hago ni deshago matrimonios. Vete a ver para eso a los rabinos o a los kohanim; a los ancianos, y no a mí.
-¿Sabrán comprender los ancianos? -dijo fríamente el marido-. Escucha, Simón, y luego envíame a donde quieras, al infierno o a los brazos de tu hermano, el Macabeo.
-Hace doce años que estamos casados -dijo la mujer-, y teníamos una hija y tres hijos.
Hablaba con un tono parecido al sonsonete de los que relataban cuentos en los mercados.
-Eran brillantes, robustos y hermosos; benditos en mi corazón, en mi hogar y ante los ojos de Dios. Entonces el alcaide, que se llamaba Lampos, instaló un altar griego en la plaza del mercado, y ordenó que el pueblo acudiera a arrodillarse y a quemar incienso.
Pero él -se volvió hacia el marido señalándolo acusadoramente con el dedo-, él no quiso doblegarse, y el griego sonrió con placer...
-Con placer -asintió Adán ben Lázaro, sin inmutarse-. Era el hombre indicado para el sur. Porque si hay hombres duros en Judea, mas duros son los del sur.
-Mató a mi hijita -prosiguió la esposa-, y colgó el cuerpo en una viga, en la puerta de mi casa, para que la sangre gotease en el umbral. Los mercenarios se quedaron allí todo el día y toda la noche, comiendo, bebiendo y vigilando, para impedir que descolgáramos el cuerpo y le diéramos sepultura...
Lo dijo sin derramar una lágrima. Yo juzgaba al aire libre, sentado en una roca, y a veces la gente se detenía a escuchar. Aquel día se fueron reuniendo cada vez en mayor cantidad, a medida que la mujer proseguía su relato, hasta que se formó una audiencia numerosa y apretada.
-Estuvieron vigilando siete días, y cuando llegó el sábado, Lampos degolló con sus propias manos a mi hijito menor y lo colgó junto al cuerpo de la niña, que ya estaba descompuesto y fétido.
Pero nosotros teníamos que seguir viviendo allí. Los mercenarios rodeaban la casa, y permanecían día y noche con las lanzas entrelazadas, para que no pudiera pasar ni un ratón. Luego, al tercer sábado acudió Apolonio a ver a su alcaide, y hubo entonces gran algazara...
Se le extinguió la voz; no lloró ni reveló emoción. Solamente se le extinguió la voz.
-Hubo gran alboroto -prosiguió el marido-; a los griegos les gusta divertirse. Con sus propias manos Apolonio degolló a otro de mis hijos, porque, decía, el pueblo que no se arrodillaba ni ante Dios ni ante los hombres era una abominación para el mundo.
Matar a los niños, añadió, era misericordioso, porque de ese modo la humanidad vería llegar el momento en que estaría libre para siempre de judíos; entonces todo el mundo se llenaría de risas.
-La semana siguiente -continuó la mujer con su terrible sonsonete-, mataron a mi primogénito y lo colgaron junto a los otros.
Estaban todos en fila, los cuatro cuerpos, y los pájaros los picoteaban. Pero no podíamos bajarlos, no podíamos bajarlos, y la carne que había salido de mis entrañas se pudría. Por eso lo odio, a mi marido, lo odio tanto como a los
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, porque su excesivo orgullo destruyó todo lo que amaba.
No lloró, pero del grupo que escuchaba se elevó un angustioso suspiro.
-Tiene demasiado orgullo -concluyó la mujer-; demasiado orgullo.
Hubo un silencio que pareció muy largo, roto solamente por el llanto de aquellos a quienes no les preocupaba mucho llorar.
Pero yo no podía juzgar aquel caso y así lo dije, haciéndole una seña a Ragesh que estaba a mi lado, escuchando.
-Ven a juzgar -le dije-. Tú eres un hombre de edad y eres rabí.
Ragesh movió negativamente la cabeza, y los dos esposos permanecieron inmóviles en el centro del grupo, como dos almas perdidas y eternamente atormentadas. Hasta que se adelantó Judas apartando a la concurrencia y se detuvo delante de la mujer. Su joven y bello rostro reflejaba una intensa pena y un gran amor. Toda la muerte y la matanza que la mujer había evocado parecieron esfumarse ante la presencia de aquel hombre, que era la verdadera encarnación de la vida. Judas le tomó las dos manos y las besó.
-Llora -le dijo suavemente-; llora, madre mía, llora.
Ella meneó la cabeza.
-Llora, porque yo te amo.
Pero ella volvió a sacudir la cabeza, desahuciada y maldita.
-Llora, porque perdiste cuatro hijos y ganaste cien. ¿No soy yo tu hijo y tu amante? Llora entonces por mí, de lo contrario, el dolor de tus hijos me pesará en el corazón y me destruirá. Llora por mí y por la sangre de mis manos. Yo también soy orgulloso, y llevo el orgullo colgado del cuello como una piedra.
Llegó lentamente; primero sus largos ojos negros se fruncieron ligeramente, luego se humedecieron y por último brotaron las lágrimas. Enseguida cayó al suelo, emitiendo gemidos prolongados.
El esposo la levantó, llorando junto con ella. Judas se volvió y se marchó, pasando por entre la concurrencia que se apartó para abrirle paso. Se marchó con la cabeza gacha y los hombros caídos.
Tuvieron lugar dos sucesos: mi hermano Eleazar se casó, y llegó la noticia de Jerusalén de que Apolonio había reunido a tres mil mercenarios para marchar contra Efraín. No era un ejército muy grande, pero lo integraban soldados profesionales, adiestrados, disciplinados e implacables; y era enorme comparado con los pocos centenares de que disponíamos nosotros. No se crea que no teníamos miedo; los judíos estamos envueltos en una piel curiosamente sensible, y nuestros temores parece que penetran más profundamente que los temores de los demás, lo mismo que nuestra vergüenza y ese orgullo por el cual nos odian los
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. Un velo de tristeza cayó sobre Mará, y a medida que pasaban las horas, después de recibida la noticia, fueron desapareciendo todas las risas de Efraín.
Sin embargo, todavía nos quedaba algún respiro. Nuestro país es pequeño, pero cada valle es un mundo en si mismo, y al igual que las montañas, son innumerables. Cada milla de extensión considerada en línea recta puede transformarse en diez o veinte millas cuando tiene que ser recorrida por un hombre, caminando, trepando o arrastrándose. Hay una gran ruta que corre de norte a sur, desde las ciudades de Siria hasta las ciudades de Egipto, y otro camino que va de Jerusalén al mar; pero todo lo demás son senderos, tortuosas veredas que corren por las montañas, a veces suficientemente anchas como para que pase un carro y otras tan angostas que apenas puede transitar por ellas un solo hombre a pie.
Los caminos y los senderos serpentean por el fondo de los valles, formando sinuosos recodos; nosotros que conocemos el país y hemos sido criados en él, acortamos camino por las lomas y los cerros, pero los hombres que visten armaduras tienen que ir por el fondo de los valles, tomando el camino más largo. No había, por lo tanto, treinta millas de Jerusalén a Efraín, sino tres días de viaje, aun a marchas forzadas. Y nosotros aprovechamos al máximo esos tres días.
No bien llegó la información de que Apolonio estaba en marcha, Judas convocó una asamblea de todo el pueblo; hombres y mujeres, niños y ancianos. Fue la primera de las numerosas reuniones que se hicieron durante la resistencia. Judas despachó mensajeros, y casi inmediatamente comenzó a afluir la gente a la hondonada, de forma oval y cubierta de cedros, de Mará. Comenzaron a llegar en las primeras horas de la mañana, y al caer la tarde seguían acudiendo al valle, jóvenes, viejos y mujeres con criaturas en los brazos. Las pocas aldeas aisladas de Efraín quedaron completamente vacías y las poblaciones vecinas de Leboná, Karim y Yoshéi cruzaron las montañas y se volcaron íntegramente en Mará. El pueblo fue saliendo de sus cuevas, de sus chozas, de sus tiendas, de sus toscas guaridas, y hora tras hora, fue llenando el valle.
Nunca se había visto nada parecido; era un flujo, una inundación lenta pero continua de personas. Posteriormente realizamos asambleas de cien mil hombres, pero aquella primera vez se congregaron en Mará quince mil personas para escuchar la palabra de Judas, que les habló desde lo alto de una roca. Parecía realmente una hueste poderosa, aquel conjunto de mujeres de mirada inquieta, de niños silenciosos y de jóvenes impacientes.
La gran masa de gente producía un ruido sordo semejante al que haría una corriente de agua turbulenta pero lejana. Judas alzó los brazos pidiendo silencio y el ruido se apagó; se oía solamente la respiración de los presentes y el silbido del viento en los árboles. Anochecía, y la dorada luz del crepúsculo inundaba el valle; el cielo, blanco, aparecía cruzado de franjas rosadas; dos gavilanes volaron en círculo, ascendieron y se dejaron caer. Los árboles se doblaban impulsados por la brisa, como si quisieran rociarnos con su fragancia. La inefable dulzura de Judea derramó su hechizo sobre la muchedumbre y les calmó el ánimo; las madres, fatigadas por el peso de los niños, se acomodaron en el suelo y toda la concurrencia se aplacó, se suavizó, como si recibieran sustento y apoyo de la dulce tierra y el dulce aire que los había nutrido. Por encima de ellos, en el borde de la roca, se hallaba Judas, alto, de caderas delgadas, vestido de blanco, pantalón y chaqueta, con su largo cabello castaño rojizo flotando al viento. Hijo y padre, joven y viejo, extraña mezcla de amable y bravío, de humilde y arrogante, de dócil e indómito...
Dijo aquellas palabras que están escritas:
-Un ejército de mercenarios avanza hacia Efraín para destruirnos, y nosotros, pequeños como somos, saldremos a aplastarlos de raíz, porque es el alcaide de toda Judea el que los guía. Vamos a ajustar nuestras cuentas con el rey, y si él nos manda a tres mil hombres vivos, nosotros le devolveremos a tres mil hombres muertos, y quedaremos en paz.
Hablaba en hebreo, la vieja lengua en la que se dicen mejor las mejores cosas.
Todo el mundo tenía los ojos fijos en Judas; nadie se movía, y casi podía decirse que nadie respiraba.
-No sólo se ha colmado nuestra copa -prosiguió Judas-, sino que ya desborda. ¿Por qué vienen a nuestro país a robarnos? ¿No somos seres humanos, que debemos presenciar el asesinato de nuestros hijos sin derramar una lágrima? Que se vayan de nuestra tierra y que no nos molesten más, de lo contrario nos convertiremos en un pueblo de terrible cólera.
Pero en aquel momento no había cólera en su voz, sino pena, una pena simple y directa.
El pueblo murmuro:
-Amén. Así sea.
-Los que tengan una casa que siga en pie, que se vayan a su casa –dijo Judas-. Quiero solamente a los que no tengan nada que perder, salvo las cadenas que los atan. Los que tengan una bolsa de oro, que se la guarden y que no vengan con nosotros. Los que amen a sus hijos más que a la libertad, que se vayan, que nadie les reprochará su vergüenza, y los que estén comprometidos, que se vayan a reunirse con sus prometidas, que nosotros estamos comprometidos con la libertad. Pero si hay alguno, uno solo, que quiera dar su vida por nuestra causa, y le advierto que con toda seguridad tendrá que darla, porque mi plan es de muerte y nada más que de muerte, que ese hombre vaya a buscarme luego a mi tienda. Necesito uno, solamente uno.
Hizo una pausa, recorriendo a la concurrencia con la mirada, y luego prosiguió:
-Los que vayan a luchar que formen aquí, en Mará. Los demás irán a las colinas, a las cavernas y a los bosques, y se ocultarán hasta que hayamos terminado de pelear.