Mis gloriosos hermanos (35 page)

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Authors: Howard Fast

BOOK: Mis gloriosos hermanos
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Tampoco está infestado este país, como el nuestro, de esa plaga plebeya, la escoria de los hombres libres que no trabajan ni tienen medios de vida, y esquilman a sus superiores. En realidad, las diferencias de fortuna y clase social, que eran grandes al estallar la guerra, desaparecieron casi totalmente con el sufrimiento general de todo el pueblo. Los muy ricos se pusieron del lado de los invasores, y fueron muertos o desterrados, y en el transcurso de las guerras murió tanta gente que, al final, hubo escasez de hombres más que de tierra.

Enumero esas virtudes para que el cuadro quede completo; pero debo añadir que no se puede querer a los judíos por lo que admiraríamos en otros, debido a que están demasiado envanecidos de sus propiedades. No pueden dejar que nada quede implícito, ni cortesía, ni buenos modales, ni virtudes; tienen que estar recalcando continuamente que estas cualidades derivan del hecho de que son judíos. Rinden culto a la paz, pero no permiten que nadie olvide a qué precio la conquistaron. La familia pende sobre sus cabezas como un arco de piedra; ellos lo saben, pero desprecian continuamente a los
nokrim
, por no poseer la misma virtud. Odian el poder y a los que lo esgrimen; calumnian a todo otro Dios que no sea el de ellos; y toda otra cultura que no sea la suya, les ofende.

De modo que aunque se admire profundamente sus cualidades, se concibe al mismo tiempo un ardiente odio a sus personas. A esto se agrega el hecho de que posean tan poco de ese donaire y esa delicada sabiduría que ennoblece a los seres humanos.

Hacia el anochecer llegamos a Jerusalén, noble y hermosa ciudad, coronada por el edificio sagrado de todos los judíos, el Templo. La mitad de la ciudad está dedicada al Templo, con sus numerosas construcciones, sus patios y sus calles, y los sólidos muros que lo rodean, tan sólidos como los de la misma ciudad. No es por razones de tamaño o de magnificencia arquitectónica por lo que es bella Jerusalén, sino más bien por su ubicación y su estilo, con los que contribuye a vivificar el fanático amor de su pueblo. Me acerqué a la ciudad precedido por mi guía cuando la rojiza claridad del crepúsculo bañaba las murallas, los edificios y el Templo.

Cuando traspusimos por las puertas de la ciudad llegaron a nuestros oídos, desde las salas del Templo, los cantos profundos y sonoros de los sacerdotes y levitas. A pesar de mí, a pesar de la oposición a este pueblo que ya se había arraigado en mi conciencia, no pude menos que sentirme conmovido e impresionado por la belleza de la música y la extraña dulzura que invadió a todos los judíos durante su transcurso. Tan pueril y simple era la actitud que observaban todos ellos entre si, y aun conmigo, que me vi impulsado a preguntar a Aarón ben Ley el motivo de aquella conducta.

-En un tiempo fuimos esclavos, en la tierra de Egipto –me respondió enigmáticamente.

Fue la primera vez que oí esa frase, casi siempre presente en el pensamiento de este pueblo; más tarde la discutí detalladamente con Simón el Macabeo.

Cuando entramos en la ciudad nos acompañaron varios soldados de los que montaban una guardia más bien descuidada y ligera junto a las puertas, y sin estorbarnos nos siguieron en nuestra marcha cuesta arriba hacia el Templo. Ya era de noche; los cantos se extinguieron, y por las puertas abiertas de las casas pude ver a las familias reunidas junto a las mesas para cenar. Las calles, muy limpias, eran nuevas, como la mayor parte de las casas, hechas estas últimas de piedra o ladrillos de barro y pintadas de blanco o revocadas con cal. Comparada con nuestras ciudades occidentales, Jerusalén es asombrosamente limpia, pero exceptuando el Templo, parece más bien un conjunto de aldeas que una ciudad. Los habitantes viven en libre y agradable compañía; nunca cierran las puertas; y tanto las risas como las lágrimas son de propiedad común.

Pudimos subir sin ser detenidos hasta la entrada exterior del Templo, aunque tuvimos que dejar los animales en un establo, unos cien metros más abajo.

Dos hombres de túnicas blancas, servidores del Templo, que son llamados levitas y que se jactan de ser descendientes de la antigua tribu de Ley, nos interceptaron el paso cortésmente, pero con firmeza, y haciendo caso omiso de mi presencia informaron a mi guía que el extranjero no podía pasar.

-Naturalmente -asintió Aarón ben Ley, con ese repugnante tono de mudo desprecio-, naturalmente, puesto que es romano.

Pero como es un embajador que viene a ver al Macabeo, ¿dónde lo va a ver si el Macabeo no lo recibe aquí?

Nos condujeron entonces hasta el palacio de Simón, un edificio que en nuestra tierra no seria llamado precisamente palacio. Era una casa de piedra, limpia y espaciosa, recientemente construida en la ladera de la colina, junto a una profunda hondonada que la separaba del Templo. Los muebles, escasos y sencillos, eran de cedro, y los cortinajes de gruesa lana, teñida de brillantes colores.

Me recibió una mujer de mediana edad, bastante hermosa; era la esposa del etnarca. Con los ojos y el cabello negros, siempre reservada en mi presencia, no tenía el aspecto típico de las mujeres judías.

Sólo más tarde, después de haber leído un manuscrito que agregaré a este informe, pude deducir la clase de relación que la unía con su esposo; porque si bien se profesaban un profundo respeto, no parecía haber mucho amor entre ellos. El etnarca tiene cuatro hijos, todos muchachos altos y bien formados; la familia vive una existencia tan simple que casi se podría tildar de rigurosa. La hija se casó hace varios anos.

Uno de los hijos, llamado Judas, me condujo a mis habitaciones, y al poco rato un esclavo trajo una bañera con agua salada y caliente.

Me quité la tierra del viaje y me tendí, satisfecho, a descansar, y mientras lo hacía trajeron vino y fruta fresca, que dejaron sobre una mesita baja junto a mi lecho. Luego me dejaron solo durante casi una hora, y pude gozar de un reposo que aprecié profundamente.

Doy todos estos detalles para señalar, una vez más, de qué manera curiosa se mezclan la virtud con la maldad en este pueblo increíble. Es muy poco probable que en Roma, en Alejandría o en Antioquía, un extranjero pueda llegar tan fácilmente hasta el primer ciudadano del país; ni tampoco sería su recepción tan inmediata ni tan atenta. Nadie me preguntó cuál era el motivo de mi visita, ni para qué quería ver al Macabeo, y ni siquiera cómo me llamaba.

Nadie me pidió documentos, ni salvoconductos, ni poderes. Me recibieron sencillamente como a un extranjero fatigado, y me trataron con esa formalidad codificada con la que acuerdan ciertos derechos a todos los extranjeros.

Transcurrida una hora, se presentó el Macabeo, o etnarca, en persona. Era la primera vez que veía a ese hombre casi legendario, Simón, hijo de Matatías, único superviviente de los cinco hermanos Macabeos. Como indudablemente cualquier acción que resuelva seguir el Senado tendrá que ser por intermedio de él, trataré de describir minuciosamente su aspecto y su personalidad.

Es un hombre muy alto, de más de seis pies de estatura, de cuerpo bien proporcionado, y de inmensa fuerza física. Debe de tener algo menos de sesenta años. Casi calvo, conserva en el cabello y la barba restos de ese color rojo que es una peculiaridad de su familia, y también de muchos de los llamados
kohanim
, que son descendientes de la tribu de Leví. Es de rostro ancho y enérgico y nariz curva, que recuerda al pico de un halcón. Tiene unos ojos incisivos, de color azul claro, cejas hirsutas y pobladas y una boca de labios llenos y fuertes, casi gruesos. Su barba es bastante canosa y a diferencia de la mayoría de los judíos, que se recortan la barba no muy larga, él la lleva en toda su longitud natural, como un enorme abanico que le cubre el pecho y que, aunque parezca extraño, realza su majestuosa dignidad. Sus manos también llaman la atención, porque son grandes y bien formadas, lo mismo que sus hombros, de un ancho imponente. En conjunto es uno de los hombres más notables e impresionantes que he conocido; y basta verlo para comprender la devoción y el respeto increíbles que le dispensan los judíos.

Aquella tarde llevaba una sencilla túnica blanca, sandalias y un gorrito azul. Se presentó sin hacerse anunciar, y sin escolta; descorrió el cortinaje de lana que separaba mi aposento del resto de la casa, y entró con paso vacilante, como disculpándose, como si al interrumpir mi reposo estuviese cometiendo un acto de imperdonable gravedad. Teniendo en cuenta tanto la condición política de aquel hombre como su apariencia física, tuve que decidir en aquel momento cuál sería la actitud a seguir que mejor conviniera a mi cometido y a los intereses de Roma. En general ese pueblo sabe muy poco de Roma. Allí no basta, como en Siria o en Egipto, nombrar al augusto Senado para obtener en respuesta respeto y obediencia. Además yo había acudido solo, sin séquito ni guardia; lo hice, desde luego, por mi propia voluntad, porque tengo la convicción de que no hay nada que acreciente tanto el prestigio de Roma en las ciudades como el hecho de que sus legados transiten por todas partes sin llevar soldados, apoyándose no en las lanzas sino en el largo, poderoso e inflexible brazo del Senado. Pero allí me era preciso destacar esta circunstancia, porque estaba en presencia de un hombre que muy probablemente la ignoraba; y habiendo comprendido esa necesidad, desafié a aquel hombre poderoso abordándolo fríamente y con sequedad.

Le informé de que el Senado me había enviado a Judea para entrevistar al Macabeo y tenderle la mano, que era la mano de Roma y del Senado, si él quería aceptarla. Hablé sin amabilidad, dejando en cambio que se infiltrara en mi tono de voz una áspera insinuación de dominio y poderío; le señalé, de paso, que Cartago y Grecia y ciertas otras naciones habían llegado a la conclusión de que era preferible estar en paz con Roma que guerrear con ella.

Era, sin discusión, la conducta más apropiada a seguir con aquel hombre, pero debo informar con toda sinceridad que el etnarca no pareció alterarse demasiado. Se mostró más interesado en averiguar si me habían tratado bien en Judea que en las relaciones entre nuestros dos países; y cuando me referí a la insolencia de mi guía, sonrió y asintió con la cabeza.

-Conozco bien a ese hombre, a Aaron ben Leví -dijo-; es un deslenguado. Espero que lo perdones, porque es un viejo con un pasado más glorioso que su presente. Fue en su tiempo un gran arquero.

-¿Y sin embargo la única recompensa que le das es la pobreza y la oscuridad? -inquirí.

El Macabeo alzó las cejas, como si yo hubiese dicho algo totalmente ininteligible, pero tuvo la urbanidad de no hacerme ver que estaba hablando en jerigonza.

-¿Recompensa? ¿Por qué tengo que recompensarlo?

-Porque fue un gran soldado.

-¿Pero por qué tengo que recompensarlo? Él no luchó por mí. Luchó por la alianza, por Judea, como lo hicieron todos los judíos. ¿Debo hacer una excepción con él?

Yo ya me había acostumbrado al callejón irracional sin salida en el que siempre desemboca toda disputa o discusión que se mantiene con esa gente sobre cualquier tema. Estaba, además, muy cansado, y al advertirlo el Macabeo, me dio las buenas noches y me invitó a acudir al día siguiente a su sala de audiencias, para verlo juzgar al pueblo, porque de ese modo podría familiarizarme más rápidamente con las costumbres y los problemas del país.

Creo conveniente exponer en este punto algunos detalles relativos al titulo y la posición de este Simón ben Matatías porque de esta manera se podrá comprender mejor un incidente que ocurrió al otro día en la sala de justicia. No puedo suministrar toda la claridad necesaria al efecto, porque hay algo en las relaciones tanto políticas como personales que practican los judíos entre sí, que es completamente extraño a nuestra manera de vivir y de pensar; pero presentaré algunos aspectos de la cuestión.

Simón es el Macabeo, es decir, el heredero de un titulo raro y curioso que le fue conferido primeramente al hermano menor, Judas, y que actualmente ha recaído en toda la familia, de tal manera, que el padre, Matatías, y los cinco hermanos, son todos conocidos familiarmente como «los Macabeos». El significado exacto de este titulo es muy oscuro. Simón afirma que se otorga a los conductores surgidos del pueblo y que permanecen fieles al pueblo; es decir, fieles desde el punto de vista judío, desde el punto de vista de un pueblo que aborrece el orden y desprecia la autoridad. Sin embargo, otros judíos con quienes discutí el punto no están de acuerdo, y en definitiva la palabra recibe tantas explicaciones que pierde todo significado. Lo cual no implica que no imponga respeto. Hay un solo Macabeo, que es el etnarca Simón, pero el mendigo más bajo puede detenerlo en la calle, discutir con él, y hablarle de igual a igual. Yo puedo atestiguarlo, lo he visto con mis propios ojos. En este país, donde todos los hombres leen, charlan y filosofan, no puede formarse una capa superior y culta de seres humanos, un grupo como el que es riqueza y gloria de Roma; esta extraña y escandalosa democracia judía es tan persistente y diabólica que debe ser mirada como una enfermedad contra la que ningún país es inmune.

En cuanto al gobierno que encabeza Simón, es tan débil que casi no existe. Simón parece ser la más alta autoridad, ya que a él le someten, para que los juzgue, todos los casos de disputa, grandes y leves. Sin embargo, él es responsable, humilde y servilmente, ante un cuerpo de ancianos, adones y rabies, como se llaman ellos, que constituyen la gran asamblea. A diferencia del cuerpo que formáis vosotros, augustos personajes, esta asamblea no puede legislar, ya que la ley es considerada como un contrato celebrado entre los hombres y Jehová. Tampoco puede declarar la guerra, lo que se hace reuniendo a millares de judíos y exponiendo directamente ante ellos la cuestión. Por insensato que parezca este procedimiento, es el que usan frecuentemente.

Al día siguiente Simón ocupó su sitial para impartir justicia, y yo presencié la sesión desde un extremo de la sala, tranquilamente sentado pero observando cuidadosamente todo lo que acontecía.

Lo hice cumpliendo mi deber de delegado, porque considero que la descripción de un pueblo debe hacerse lo más detalladamente posible e incluyendo abundantes aspectos contradictorios; y más aún cuando se trata de una raza tan astuta y complicada como la de los judíos. En el transcurso de la sesión ocurrió un incidente de tanto interés que me siento inducido a reproducirlo. Se presentó ante el Macabeo un curtidor que traía consigo a un muchacho asustado, un pillete beduino de las tantas tribus bárbaras que vagan por el desierto del sur. El muchacho había huido cinco veces, y otras tantas el curtidor había recuperado su legítima propiedad, varias de ellas a costa de considerables sumas de dinero. Como es muy natural, el curtidor estaba agraviado; pero la ley le prohibía hacer lo que en Roma hubiera sido una medida normal para la tranquilidad pública, o sea, desollar al muchacho y colgar el pellejo en un lugar público, para que sirviera de lección y de advertencia a otras propiedades.

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