—Sí —Viktor se alisó el pelo con la mano—. No sólo las brujas habían desaparecido mucho tiempo atrás, sino que el muy idiota también se confundió de Salem. Tenía en mente el Salem de Massachussets, pero dio las coordenadas del Salem de Oregón. Los RAD se percataron del error, pero no había tiempo para cambiar de rumbo. Tuvieron que huir antes de que los acorralaran y los encerraran en la cárcel.
»Cuando llegaron a Oregón, decidieron sacar la máxima ventaja. Hicieron un fondo común con el dinero de todos, se disfrazaron de normis, construyeron Radcliffe Way y juraron protegerse unos a otros. Nos queda la esperanza de que algún día podamos volver a vivir sin escondernos pero hasta que llegue ese momento, pasar inadvertidos es crucial. Ser descubiertos nos obligaría de nuevo al exilio. Nuestros hogares, profesiones y estilos de vida serían aniquilados.
—Por eso es importante que te cubras la piel y ocultes tus tornillos y costuras —explicó Viveka.
—¿Dónde están los suyos? —preguntó Frankie.
Viveka levantó su chalina negra y guiñó un ojo. Dos relucientes tornillos le devolvieron el guiño.
Viktor bajó la cremallera de su sudadera de cuello alto y dejó a la vista sus piezas de ferretería.
—
Electrizante
—susurró Frankie, pasmada.
—Voy a preparar el desayuno —Viveka se levantó y se alisó las arrugas del vestido—. El maquillaje viene con un DVD explicativo —comentó—. Deberías ponerte a practicar cuanto antes.
Uno detrás del otro, sus padres la besaron en la frente y se dispusieron a cerrar la puerta detrás de ellos.
Viveka volvió a asomar la cabeza.
—Recuerda —dijo—, tienes que haber aprendido y asimilado todo esto antes de que empiecen las clases.
Acto seguido, cerró la puerta con suavidad.
—De acuerdo —Frankie sonrió, recordando que aquella conversación tan ilustrativa había empezado por lo mejor. ¡Iba a asistir al
instituto
!
Empleando un dedo del pie para apartar la pila de lana picante como quien aparta una ardilla muerta, Frankie apartó de su vista el espantoso traje sastre. Nadie llevaba traje sastre de lana en esa temporada.
Sólo para estar segura, consultó el ejemplar de
Teen Vogue
dedicado al regreso a clases. Tal como había sospechado, aquel año se llevaban los tejidos ligeros, los tonos intensos y los estampados de animal. Las bufandas y la bisutería exagerada eran los accesorios imprescindibles. La lana estaba tan pasada de moda que ni siquiera figuraba en la lista de la ropa
out
.
Los artículos de revista resultaban de lo más revelador. No sólo los de
Teen Vogue
, sino también los de
Seventeen
y
CosmoGirl
. Todos hablaban de ser auténtica, de mostrarse natural, de querer el propio cuerpo tal como es y ¡de volverse ecológicamente verde! Los mensajes eran todo lo contrario a los de Vik y Viv.
«Mmm».
Frankie se giró para mirarse en el espejo de cuerpo entero que se hallaba apoyado en el armario amarillo. Se abrió la bata y examinó su cuerpo musculoso y de proporciones exquisitas. Los artículos estaban en lo cierto. ¿Qué más daba que su piel fuera verde, o que sus extremidades estuvieran unidas con costuras? Según las revistas, las cuales estaban mucho más actualizadas que sus padres —sin ánimo de ofender—, se suponía que tenía que querer a su cuerpo tal y como era. ¡Y lo quería! Por lo tanto, si los normis leían revistas (lo que obviamente hacían, puesto que ahí aparecían), la querrían a ella también. Lo natural estaba de moda.
Además, Frankie era la niñita perfecta de papá. ¿Quién no desearía la perfección?
EL ARTISTA SEDUCTOR
A pesar de lo temprano de la hora, Melody y Candace salieron a Radcliffe Way con la energía ilimitada de dos chicas que han estado encerradas en un todoterreno durante catorce horas. Sorprendentemente, el vecindario era un hervidero de actividad. Al final de la calle, unos niños daban vueltas al callejón sin salida en sus bicicletas y unas cuantas puertas más abajo, una familia entera de deportistas jugaba al fútbol en el jardín delantero.
—¿Será una sola familia? —preguntó Melody al aproximarse a la cavernosa vivienda de piedra, donde no menos de diez atractivos chicos melenudos embestían con el balón.
—Los padres deben de haberlos tenido de dos en dos —especuló Candace mientras se ahuecaba el pelo.
De pronto, el juego aminoró el ritmo y luego se detuvo, mientras el pelotón observaba a las hermanas Carver pasar de largo.
—¿Por qué todo el mundo se nos queda mirando? —masculló Melody sin apenas mover los labios.
—Acostúmbrate —repuso Candace también por lo bajo —. La gente te mira fijamente cuando eres guapa —sonrió a modo de saludo a los jóvenes que por ahí se hallaban todos ellos con sus adorables matas de color marrón y un rubor tan intenso en las mejillas que podría proceder de un colorete de Maybelline. El humo de la barbacoa, del tamaño de un tanque, hacía circular el penetrante olor a costillas asadas por todo el vecindario, a una hora en que la mayoría de la gente no había terminado aún su primera taza de café.
Melody se agarró su estómago vacío. Una buena comida a modo de desayuno sonaba genial en ese preciso instante.
—Me encantaste en el catálogo de J. Crew del mes pasado —dijo Candace elevando la voz.
Los chicos intercambiaron miradas de perplejidad.
—¡Candace! —Melody dio una palmada a su hermana en el brazo.
—Diviértete un poco, ¿no? —Candace se echó a reír al tiempo que hacía sonar sobre la acera las plataformas plateadas de su madre.
—Cuando pasamos, todos nos miran como si viniéramos de otro planeta.
—Es que
venimos
de otro planeta —Candace se ajustó las tiras del cuello de su overol de Missoni.
—Igual es porque vas vestida de sábado por la noche un domingo por la mañana.
—Pues yo estoy segura de que es porque tú vas vestida hoy del viaje por carretera de ayer — replicó Candace—. Nada mejor para hacer amigos que una camiseta gris sudada y unos jeans extra grandes.
Melody contempló la posibilidad de contraatacar, pero optó por abstenerse. No cambiaría nada. Candace siempre seguiría con la creencia de que la belleza exterior era la clave del éxito. Y Melody siempre abrigaría la esperanza de que la gente fuera más profunda que todo eso.
Recorrieron en silencio lo que quedaba de Radcliffe Way. La serpenteante calle atravesaba una especie de bosque o barranco las viviendas a ambos lados tenían jardines delanteros cubiertos de hierba y densos y selváticos matorrales en los patios traseros. Pero ahí terminaban las similitudes. Como en el caso de los leños de la cabaña de la familia Carver, únicos y diferentes entre sí, cada una de las casas contaba con características particulares que la hacían diferente a las demás.
El cubo de hormigón gris al final de la calle estaba cercado con una espantosa maraña de cables y líneas telefónicas la antigua mansión de estilo victoriano se encontraba a la sombra de un dosel de enormes hojas de arce del que se desprendía una incesante ráfaga de semillas con forma de hélice que, como un helicóptero, caían sobre el suelo cubierto de musgo una piscina con fondo negro y docenas de fuentes con criaturas marinas en miniatura hacían las delicias de los residentes en el número 9 de Radcliffe Way: aunque el sol se ocultaba bajo un edredón de nubes plateadas, los dueños de la casa estaban en el exterior, nadando y salpicando por todas partes como un banco de delfines juguetones.
Por momentos, iba saltando a la vista que Salem era un pueblo que aplaudía la individualidad, un lugar en el que verdaderamente se vivía y se dejaba vivir. Melody sintió una punzada de añoranza en el estómago. Su antigua nariz habría encajado allí.
—¡Mira! —señaló el coche multicolor que pasó junto a ellas a gran velocidad. Las portezuelas negras provenían de un Mercedes cupé el cofre blanco, de un BMW la cajuela plateada era de un Jaguar el techo descapotable, Lexus las llantas blancas, Bentley el equipo de sonido, Bose y la música, clásica. Un emblema de cada marca colgaba del espejo retrovisor. La placa acertadamente rezaba: MUTT (como los coches utilizados en las «carreras monstruosas», muy populares en Estados Unidos).
—Ese cacharro parece un anuncio de Benetton en movimiento.
—O un choque múltiple en Rodeo Drive —Candace tomó una foto con su iPod y se la envió por e-mail a sus amigas de Beverly Hills. Éstas respondieron al instante, con una fotografía de lo que estaban haciendo. De seguro tendría que ver con el centro comercial, porque Candace aceleró el paso una vez que giraron por Staghorn Road y empezó a preguntar a las personas de menos de cincuenta años acerca de los lugares que frecuentaba la gente bien.
La respuesta fue unánime: el Riverfront. Pero no estaría en apogeo hasta pasadas unas cuantas horas.
Tras una relajada parada para tomar un café con leche y varias pausar para echar una ojeada a tiendas de ropa (cuyos artículos Candace tachó de «incomprables»), se acercó por fin el mediodía. Con ayuda del plano de Beau y la amabilidad de los desconocidos, las dos hermanas fueron recorriendo el adormecido pueblo hasta llegar a Riverfront, llenas de cafeína y dispuestas a anunciar su presencia a la gente bien de Salem.
—¿Es esto? —Candace se detuvo en seco, como si se hubiera estrellado contra un panel de cristal—. ¿Éste es el epicentro del noroeste chic? —les gritó al carrito de helados, al parque infantil y al edificio de ladrillo que albergaba un tiovivo.
—Mmm, huele a vestíbulo de cine —anunció Melody, aspirando el aire impregnado del aroma a palomitas de maíz y
hot-dogs
.
—Por mucho que te hayas operado, sigues siendo Narizotas —comentó Candace en plan de broma.
—Ay, cuánta gracia —Melody puso los ojos en blanco.
—No, para nada —resopló Candace—. Esto no tiene ninguna gracia. De hecho, es una auténtica pesadilla.
¡Escucha!
—señaló el tiovivo. Una frenética música de organillo —imprescindible en las bandas sonoras del cine de terror y las escenas de payasos psicópatas— se burlaba de ellas con su alegre ritmo, amenazante y festivo.
—La única persona de más de ocho años y de menos de cuarenta es ese cretino de ahí — Candace señaló a un chico solitario sentado en un banco de madera—. Y me parece que está
llorando.
Tenía los hombros encorvados y la cabeza le colgaba sobre un bloc de dibujo. Levantaba los ojos para echar rápidas ojeadas al tiovivo que giraba sin cesar luego, continuaba garabateando.
Las axilas de Melody se empaparon de sudor, pues su cuerpo reconoció al chico antes que su cerebro.
—Larguémonos de aquí —dijo mientras tiraba del delgado brazo de Candace.
Demasiado tarde. Los labios de su hermana se curvaron con deleite y sus sandalias de plataforma se mantuvieron bien pegadas a la hacer, salpicada de chicles.
—¿No es ése…?
—¡No! Ya vámonos —insistió Melody mientras tiraba de su hermana con más fuerza—. Creo que vi ahí atrás unos almacenes Bloomingdale’s. Vamos.
—¡Sí, es él! —Candace arrastró a Melody en dirección al chico. Sonriendo de oreja a oreja, lo llamó:
—¡Eh, vecino!
El chico levantó la cabeza y se retiró de la cara un mechón de pelo castaño. A Melody se le encogió el estómago. De cerca, era todavía más mono.
Unas grandes gafas negras rodeaban sus impresionantes ojos avellana, otorgándoles el aspecto de fotografías de relámpagos en un cielo oscuro, enmarcadas de negro. Tenía la clásica apariencia de un superhéroe disfrazado de
nerd
para pasar de incógnito.
—Te acuerdas de mi hermana, la de la ventana, ¿verdad? —preguntó Candace con un rastro de venganza, como si Melody tuviera la culpa de que Riverfront fuera un horror.
—Eh… hola… soy Melody —acertó a decir sin poder evitar que las mejillas le ardieran.
—Jackson —el chico bajó los ojos.
Candace pellizcó la camiseta blanca de cuello redondo del vecino.
—Por poco no te reconocemos con la camiseta puesta.
Jackson esbozó una sonrisa nerviosa incómodo, clavó los ojos en su dibujo.
—Eres, no sé,
superlindo
—ronroneó Candace, cuando en realidad quería decir que era un nerd que no estaba nada mal—. ¿No tendrás por casualidad un hermano mayor que vea bien… o que lleve lentes de contacto? —añadió.
—No —el cutis liso y pálido de Jackson se sonrojó—. Soy hijo único.
Melody se ciñó los brazos al cuerpo para ocultar el sudor de las axilas.
—¿Qué estás dibujando? —preguntó. Sin ser la más emocionante de las preguntas, era mejor que cualquier cosa que a Candace se le pudiera ocurrir.
Jackson consultó su bloc de dibujo como si lo viera por primera vez.
—El tiovivo, nada más. Ya sabes, girando.
Melody examinó la mancha borrosa de tonos pastel. En el interior del nebuloso arco iris se adivinaban sutiles siluetas de niños y de caballos de cartón. El dibujo tenía un toque vaporoso, escurridizo, como el persistente recuerdo de un sueño que aparece y desaparece en destellos fragmentados a lo largo del día.
—Es muy bueno, en serio —alabó con sinceridad—. ¿Llevas mucho tiempo haciéndolo?
Jackson se encogió de hombros.
—Media hora, o algo así. Estoy esperando a mi madre. Tenía una reunión por aquí cerca, de modo que…
Melody soltó una risita.
—No, me refiero a que si llevas mucho tiempo dibujando. Ya sabes, como de hobby.
—Ah —Jackson se pasó una mano por el pelo. Los mechones alborotados volvieron a caer en el mismo sitio, como las cartas cuando se barajan—. Bueno, no sé, unos años.
—Qué bien —Melody asintió.
—Sí —repuso Jackson también asintiendo.
—Genial —Melody volvió a asentir.
—Gracias—repuso Jackson asintiendo de nuevo.
—De nada —Melody asintió.
La música de organillo, que llegaba desde el tiovivo a todo volumen, de pronto sonó aún más alta. Como si al procurarles una distracción tratara de salvarlos de sus monosilábicos gestos de asentimiento.
—Y, eh, ¿de dónde son? —Jackson preguntó a Candace mientras examinaba su exótica vestimenta.
—De Beverly Hills —respuso ella, como si resultara tan obvio que debiera haberlo adivinado.
—Nos mudamos a Salem por mi asma —anunció Melody.
—Muy sexy, Mel, di que sí —Candace suspiró, dándose por vencida.