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Authors: Chuck Palahniuk

Tags: #Humor, Intriga

Monstruos invisibles (15 page)

BOOK: Monstruos invisibles
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—Llevo toda la vida luchando para, al final, llegar a un sitio como este.

El director artístico dice que nos echemos hacia delante y apoyemos los pechos en los coches.

—Todo el tiempo, mientras me hacía mayor, pensaba que ser mujer no sería. . . tan decepcionante —dice Evie.

Yo solo quería ser hija única.

El fotógrafo dice:

—Perfecto.

17

Las hermanas Rhea son tres hombres blancos de carne y hueso que se pasan el día sentadas en una suite del hotel Congress, con enaguas de nailon, los tirantes caídos en un hombro o en el otro, sus zapatos de tacón, y fumando sin parar. Kitty Litter, Sofonda Peters y la vivaz Vivienne VaVane, con mascarillas faciales de clara de huevo, escuchan esa música de chachachá que ya solo se escucha en los ascensores. Las hermanas Rhea llevan el pelo corto y liso, peinado con gomina y sujeto con horquillas, pegado a la cabeza. A veces, cuando no es verano, llevan una peluca en forma de casquete encima de las horquillas. Normalmente no saben en qué época del año viven. Nunca abren las persianas, y tienen por lo menos doce discos de chachachá apilados en el cambio automático del tocadiscos.

Todos los muebles son dorados, igual que la gran consola del tocadiscos RCA Philco, con sus cuatro patas. Se podría arar un campo con la vieja aguja del estéreo, y el brazo de metal pesa casi medio kilo.

Permitidme que os las presente:

Kitty Litter.

Sofonda Peters.

La vivaz Vivienne VaVane.

De nombre artístico las hermanas Rhea, son la familia de Brandy Alexander, según ella me contó en el despacho de la logopeda. No la primera vez que nos vimos; no fue entonces cuando lloré y le conté a Brandy cómo había perdido la cara. Tampoco fue la segunda vez, cuando Brandy llevó su costurero lleno de ideas para ocultar mi monstruosidad. Fue una de los muchos miles de veces que nos vimos a escondidas mientras yo estaba en el hospital. No nos veíamos solo en la consulta de la logopeda.

—Normalmente —me dice Brandy—, Kitty Litter se pasa el día decolorándose y depilándose el vello facial. Esa pelusa invisible puede tenerla horas metida en el cuarto de baño, pero Kitty lleva puestas sus Ray-Ban al revés, porque le encanta mirar su propio reflejo.

Las hermanas Rhea han hecho de Brandy lo que es. Brandy se lo debe todo.

Brandy cerraba la puerta del despacho de la logopeda, y si alguien llamaba, fingíamos escandalosos orgasmos. Gritábamos, jadeábamos y dábamos golpes en el suelo. Yo daba palmas con las manos para producir ese ruido como de zurra que todo el mundo conoce. Y quien llamaba, se marchaba rápidamente.

Luego volvíamos a quedarnos sentadas, maquillándonos y charlando.

—Sofonda —me contaba Brandy—, Sofonda Peters, es el cerebro de las tres. La señorita Peters se pasa el día con las uñas de porcelana metidas en el marcador esférico del teléfono de princesa, hablando con un agente o un promotor, vendiendo, vendiendo, vendiendo.

Alguien llamaba a la puerta, y yo aullaba como un gato y me daba una palmada en el muslo.

Brandy me decía que si no fuera por las hermanas Rhea estaría muerta. Cuando conocieron a la princesa reina suprema, usaba una talla treinta y seis y cantaba en playback a micrófono abierto en locales nocturnos para aficionados. Cantaba en playback «Thumbelina».

Su pelo, su cara, su movimiento de caderas al andar, todo lo inventaron las hermanas Rhea.

Pasemos a cuando me cruzo con dos coches de bomberos mientras circulo por la autopista en dirección a la ciudad, alejándome de la casa de Evie, que está en llamas. Por el retrovisor del Fiat Spider de Manus, la casa de Evie es una hoguera cada vez más pequeña. El dobladillo rosa-melocotón de la bata de Evie se ha pillado con la puerta del coche, y las plumas de avestruz me hacen cosquillas, movidas por el fresco aire de la noche que se cuela alrededor del parabrisas del descapotable.

Huelo a humo de arriba abajo. La escopeta que hay en el asiento del conductor apunta hacia el suelo.

Mi cargamento amoroso, oculto en el maletero, no dice una sola palabra.

Y solo queda un sitio al que ir.

No puedo llamar por teléfono y pedir que me pongan con Brandy. La operadora no me entendería; por eso vamos camino del hotel Congress.

Pasemos a cómo todo el dinero que tienen las hermanas Rhea sale de una muñeca llamada Katty Kathy. Esa es otra de las cosas que Brandy me contó mientras fingíamos orgasmos en la consulta de la logopeda. Katty Kathy es una muñeca, una de esas muñecas de color carne con medidas imposibles. Si fuera una mujer de verdad mediría 115-40-66. Si fuera una mujer de verdad, Katty Kathy tendría que hacerse la ropa a medida. Seguro que habéis visto esta muñeca. Se vende desnuda, envuelta en plástico de burbujas, y cuesta solo un dólar, pero su ropa vale una fortuna. Así de realista es la cosa. Puedes comprar cerca de cuatrocientos vestiditos independientes que se mezclan y combinan para crear tres elegantes conjuntos. En este sentido, la muñeca se parece increíblemente a la vida. Incluso da miedo.

Fue Sofonda Peters quien tuvo la idea. Se inventó a Katty Kathy, hizo el prototipo, vendió la muñeca y cerró los tratos. Sofonda está como casada con Kitty y Vivienne, pero hay dinero suficiente para las tres.

Katty Kathy se vende de maravilla porque es una muñeca que habla, pero en lugar de una cuerdecita lleva una cadena de oro en la espalda. Cuando tiras de la cadena, dice:

«Ese vestido es muy bonito, si es que a ti te gusta tener ese aspecto».

«Tu corazón es mi piñata. »

«¿Vas a ponerte eso?»

«Creo que sería bueno para nuestra relación que viésemos a otras personas. »

«Bésame, bésame. »

«No me toques el pelo. »

Las hermanas Rhea ganaron un pastón. La torerita de Katty Kathy la mandaron coser en Camboya por diez centavos, y la venden en Estados Unidos por dieciséis dólares. La gente los paga.

Pasemos a cuando estoy aparcando el Fiat, con mi cargamento amoroso en el maletero, en una calle lateral, y subo por Broadway hacia el portero del hotel Congress. Soy una mujer con media cara que llega a un hotel de lujo, a uno de esos enormes palacios de terracota construidos hace cien años, donde los porteros llevan chaqués con galones dorados en los hombros. Yo llevo puesto un salto de cama y una bata. Voy sin velos. La mitad de la bata, pillada con la puerta del coche, ha ido arrastrándose por la autopista durante treinta kilómetros. Las plumas de avestruz huelen a humo, y hago lo posible por ocultar que llevo una escopeta debajo del brazo.

Además, he perdido un zapato, una de las chinelas de tacón.

El portero, con su chaqué, ni siquiera me mira. Me veo el pelo reflejado en la gran placa de bronce que dice hotel Congress. El aire fresco de la noche me ha chafado mi peinado estilo mantequilla batida, y tengo el pelo hecho un asco.

Pasemos a mí, en el mostrador del hotel, intentando poner ojitos seductores. Dicen que la gente se fija antes que nada en los ojos. Tengo la atención del auditor de noche, del conserje, del director y de un empleado. La primera impresión es muy importante. Debe de ser por cómo voy vestida, o por la escopeta. Sirviéndome del agujero que tengo en la garganta, con la lengua colgando y la cara entera una pura cicatriz, digo:


Gerl terk nahdz gah ssid
.

Todos se quedan congelados por mis cautivadores ojos.

No sé cómo, pero de pronto la escopeta está sobre el mostrador, sin apuntar a nadie en particular.

El director se acerca con su chaqueta de marinero azul y su chapita de latón donde pone «Señor Baxter», y dice:

—Podemos darle todo el dinero que hay en el cajón, pero nadie sabe abrir la caja fuerte de la oficina.

La escopeta apunta directamente a la chapita del señor Baxter, lo cual no pasa desapercibido. Chasqueo los dedos y señalo un trozo de papel, para que me lo pase. Con la pluma sujeta a una cadena, escribo:

¿cuál es la suite de las hermanas Rhea? no me hagan llamar a todas las puertas de la planta quince. es medianoche.

—Es la suite quince G —dice el señor Baxter, con las manos llenas de dinero que yo no quiero, inclinado hacia mí sobre el mostrador—. Los ascensores se encuentran a su derecha.

Pasemos a cuando yo soy Daisy Saint Patience, el primer día que Brandy y yo pasamos juntas. El día del pavo congelado, cuando llevo todo el verano esperando a que alguien me pregunte qué me ha pasado en la cara, y se lo cuento todo a Brandy.

Brandy me sentó en la silla, aún caliente donde ella había posado el culo, cerró la puerta de la logopeda y me bautizó con el nombre de mi futuro. Daisy Saint Patience. Y no quiso saber cuál era mi nombre antes de entrar por la puerta. Yo era la legítima heredera de la casa de moda internacional, la Casa de Saint Patience.

Brandy no paraba de hablar. Nos estábamos quedando sin aire, porque hablaba mucho; y no me refiero solo a Brandy y a mí, sino al mundo entero. El mundo se quedaba sin aire, por lo mucho que Brandy hablaba. La Amazonia no daba abasto.

—Quién seas tú, momento a momento, no es más que una historia —decía Brandy.

Lo que yo necesitaba era una nueva historia.

—Déjame hacer por ti lo que las hermanas Rhea hicieron por mí —decía Brandy.

Dame coraje.

Flash.

Dame corazón.

Flash.

Así que pasemos a mí cuando soy Daisy Saint Patience y subo en ese ascensor, y a Daisy Saint Patience recorriendo el ancho pasillo alfombrado hasta la suite 15-G. Daisy llama y nadie contesta. A través de la puerta se oye el chachachá.

La puerta se abre quince centímetros, pero con la cadena puesta.

Tres caras blancas aparecen en la abertura, una encima de la otra: Kitty Litter, Sofonda Peters y la vivaz Vivienne VaVane, con la piel brillante de tan hidratada. Llevan el pelo corto y oscuro, completamente alisado con horquillas y pelucas.

Las hermanas Rhea.

No sé quién es quién. El tótem de las drag-queen dice a través de la abertura de la puerta:

—No nos quites a la reina suprema.

—Es lo único que tenemos en la vida.

—Aún no está terminada. No hemos hecho ni la mitad, y aún nos queda mucho trabajo con ella.

Hago aparecer y desaparecer rápidamente la escopeta entre la tela de chiffon rosa, y la puerta se cierra de golpe.

Se oye cómo retiran la cadena. Y la puerta se abre por completo.

Pasemos a una noche, bastante tarde, viajando desde ningún lugar en Wyoming hasta quién sabe dónde en Montana, cuando Seth dice que cuando nacemos nuestros padres se sienten Dios. Les debemos la vida y pueden controlarnos.

—Luego, la pubertad te convierte en Satán —dice—, solo porque quieres algo mejor.

Pasemos al interior de la suite 15-G, con sus muebles dorados y la música de bossa nova y chachachá y el humo de tabaco, y a las hermanas Rhea revoloteando por la habitación con sus enaguas de nailon, con las cintas caídas sobre uno u otro hombro. Lo único que tengo que hacer es señalar la escopeta.

—Sabemos quién eres, Daisy Saint Patience —dice una de ellas, encendiendo un cigarrillo—. Con una cara así, Brandy no sabe hablar de otra cosa.

La habitación está llena de ceniceros grandes, grandes ceniceros de cristal glaseado, tan grandes que basta con vaciarlos una vez cada dos años.

La que tiene un cigarrillo encendido, extiende una mano larga con las uñas de porcelana y dice:

—Soy Pio Rhea.

—Yo soy Dia Rhea —dice otra, que está junto al estéreo.

La que lleva el cigarrillo, Pio Rhea, dice:

—Son nuestros nombres artísticos. —Señala a la tercera de las Rhea, que está en el sofá, comiendo comida china en un envase de cartón—. Esa —dice, señalando— es la señorita Se Come A Sí Misma Para Engordar; puedes llamarla Gono Rhea.

Con la boca llena de algo nada agradable para la vista, Gono Rhea dice:

—Encantada.

Poniendo el cigarrillo en todas partes menos en la boca, Pio Rhea dice:

—La reina no necesita tus problemas esta noche. Esa chica estupenda no necesita más familia que nosotras.

Sobre el tocadiscos hay una fotografía, con marco de plata, de una chica muy guapa delante de una pantalla reflectora, sonriendo a una cámara invisible, con un fotógrafo invisible que le dice:

Dame pasión.

Flash.

Dame alegría.

Flash.

Dame juventud y energía, inocencia y belleza.

Flash.

—La primera familia de Brandy, su familia de verdad, no la quería; por eso la adoptamos —dice Dia Rhea.

Señalando con su largo dedo hacia la sonriente fotografía de la rubia encima del tocadiscos, Dia Rhea dice:

—Su verdadera familia cree que está muerta.

Pasemos a una vez, cuando yo tenía cara, y salí en portada de la revista
BabeWear
.

Volvamos a la suite 15-G y a la fotografía de la rubia encima del tocadiscos: soy yo, es mi portada, la portada de la revista
BabeWear
colocada en un marco, y a Dia Rhea señalándome con un dedo.

Volvamos a nosotras en la consulta de la logopeda, con la puerta cerrada, cuando Brandy habla de la suerte que ha tenido al encontrar a las hermanas Rhea. No todo el mundo tiene la oportunidad de nacer por segunda vez y crecer por segunda vez, y esta vez en una familia que le ofrezca cariño.

—Kitty Litter, Sofonda y Vivienne —dice Brandy—. Se lo debo todo.

Pasemos a la suite 15-G y a Gono Rhea señalándome con sus palillos chinos y diciendo:

—No se te ocurra alejarla de nosotras. Aún no hemos terminado con ella.

—Si Brandy se va contigo —dice Pio Rhea—, tendrá que pagarse sus estrógenos. Y su vaginoplastia. Y su labioplastia. Por no hablar de su electrólisis del escroto.

Dirigiéndose a la fotografía del tocadiscos, a la estúpida cara sonriente que hay en el marco de plata, Dia Rhea dice:

—Y eso no es nada barato. —Dia Rhea coge la fotografía, la sostiene delante de mí, mirandóme a los ojos, y dice—: Así es como quería ser Brandy, para parecerse a la zorra de su hermana. Esto era hace dos años, antes de que le hicieran la cirugía láser para afinarse las cuerdas vocales y alisarse la tráquea. Hizo que le retirasen tres centímetros el cuero cabelludo para que el nacimiento del pelo quedase en el lugar exacto. Le pagamos una operación de cejas, para que le limasen el hueso frontal por encima de los ojos para quitarle a la señorita Macho el caballete que tenía. Le pagamos el contorno de la mandíbula y la feminización de la frente.

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