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Authors: Joseph Gelinek

Tags: #Intriga, Policíaco

Morir a los 27 (41 page)

BOOK: Morir a los 27
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—El cocinero se llama Rami. ¡Rami! ¡Rami Khayat es el cocinero del
Revenge
!

—¿Y quién demonios es Rami? —preguntó Perdomo totalmente confuso.

—¿Recuerdas que te conté que tuve un restaurante en Cadaqués? —exclamó la reportera—. ¿El que perdí jugando al póquer a manos de un concejal de urbanismo?

—Sí, me acuerdo —afirmó el inspector—. ¡No me digas que ese cocinero del que me hablaste, al que tanto echabas de menos, es el mismo que ahora prepara los estofados que se come mister Download!

—¡Tiene que ser él! —proclamó Amanda—. ¿Cuántos cocineros tunecinos llamados Rami Khayat puede haber en el mundo? ¡Con razón no sabía nada de él desde hace tiempo! ¡El bueno de Rami está ahora mismo ganándose la vida a bordo de un barco pirata! ¡Es increíble!

Perdomo sintió cómo su corazón se disparaba a ciento cincuenta pulsaciones por minuto. Aún no tenía claro cómo lograrían ponerse en contacto con el cocinero tunecino, ni si Amanda lograría convencer a su antiguo chef para que colaborase en la investigación. Pero había que intentarlo por todos los medios posibles, se dijo, ya que por el momento era la única manera de llegar hasta O'Rahilly. Y el irlandés —la huella de oreja no dejaba casi lugar a dudas— tenía que ser investigado.

—Habíame de ese cocinero —dijo el inspector, mientras marcaba el número de teléfono de Villanueva, a quien quería solicitarle que le confirmara la identidad del sujeto—. Si tiene tanto talento como me has dicho, ¿cómo es posible que esté trabajando para un delincuente?

—¿A quién estás llamando? —preguntó Amanda antes de responder.

Si había algo que sacaba de sus casillas a la periodista era tener que mantener una conversación con una persona que hablaba al tiempo con otra por teléfono. Perdomo le hizo un gesto con la mano para que bajara la voz.

—¿Villanueva? —dijo—. Podríamos estar ante un inesperado golpe de suerte, Amanda afirma conocer a uno de los tripulantes del barco de O'Rahilly. El quinto de la lista, el cocinero. Ponte en contacto con la Policía Judicial de Copenhague y con la de Estocolmo y pídeles que te confirmen el nombre y el apellido del chef. ¿Con quién tienes que hablar? En Dinamarca tengo un contacto. Intenta que te pasen con el inspector Bent Nielsen, se portó muy bien cuando hicimos las gestiones para liberar a los activistas de Greenpeace que irrumpieron en el banquete de la reina Margarita. Si consigues que los daneses o los suecos nos faciliten el teléfono móvil del tal Rami, el próximo año de tu gimnasio Pilates corre de mi bolsillo.

En cuanto Perdomo se despidió del subinspector, Amanda empezó a suministrarle toda la información que recordaba acerca del tunecino.

—Rami tiene antecedentes penales —le aclaró—, por eso no le resulta fácil que le contraten en un restaurante de dos o tres estrellas
Michelin
, que es donde debería estar. En los locales de segunda, que son los que podrían hacer la vista gorda, no le pagarían lo que se merece, y por eso ha debido de coger este trabajo. Si no recuerdo mal, este año cumple sesenta y ya no está para que le suelten cuatro cuartos a fin de mes.

Las cejas de Perdomo se habían enarcado notablemente, nada más oír que el cocinero había tenido problemas con la justicia.

—¿Qué clase de antecedentes tiene tu chef? —preguntó el inspector.

La periodista bajó la cabeza, como si se avergonzara de lo que iba a decir.

—Mató a su novia —reveló—, una francesa con la que estuvo viviendo cuando residía en Yerba.

—Estupendo, Amanda. Ayer, una ex amante psicópata que me ataca con un spray antidisturbios; hoy, un cocinero asesino. ¿Qué va a ser lo siguiente, que estás a sueldo de la mafia rusa?

—Tengo una vida muy complicada, Perdomo —se justificó la reportera—. Pero yo soy así, seductora y peligrosa, como una Angelina Jolie de noventa kilos.

—Dame más detalles del crimen —dijo Perdomo—. Tu cocinero mató a una mujer. ¿Cómo? ¿Y por qué motivo?

—Homicidio involuntario. Dejó una setas venenosas en la cocina, sin advertir a la chica de que lo eran, y ella murió intoxicada. Estuvo un montón de años en la cárcel.

—¿Y crees que…?

—¿Quería cargársela? —interrumpió la mujer—. Imposible. Cuando yo le conocí, aún llevaba la foto de su adorada Marguerite en la cartera. Es un episodio que le ha marcado de por vida. ¡Fue un accidente! ¡Su novia no tenía que haber vuelto hasta el fin de semana siguiente, pero se peleó con sus padres y adelantó la vuelta!

Perdomo se alejó unos pasos de Amanda, como si desconfiara de ella, y empezó a juguetear mecánicamente con las fichas de póquer que ésta había dejado sobre la mesa. Por fin preguntó:

—Cuando tú y tu marido contratasteis al tal Rami para el restaurante, ¿estabais al tanto de su condena por homicidio?

—No es algo que Rami vaya pregonando a los cuatro vientos, ¿sabes? —dijo la periodista, dolida—. El único requisito que le exigimos fue que cocinara bien, ¡y el cabronazo nos hizo una exhibición de prueba que todavía me relamo al acordarme de ella! Lo cierto es que hay otro chef tunecino en Europa tan bueno como él, pero se ha vendido a la cocina italiana. Me refiero a Hassen, que prepara los mejores espaguetis a la carbonara de toda Roma. Rami, en cambio, sigue fiel a los platos que le cocinaba su abuela cuando era pequeño. Es comida especiada, muy sabrosa, algo fuerte, pero al mismo tiempo deliciosamente sutil. Su
leblebi
no tiene rival en toda la cuenca del Mediterráneo y sus huevos revueltos con
bottarga
y salsa de tomate a la pimienta son una obra maestra. Pero ¿sabes qué es lo mejor de Rami? —añadió—. Su carácter. Sosegado y al mismo tiempo luminoso, como la isla que le vio nacer. ¿Has estado en Yerba?

—Me temo que viajo mucho menos que tú —admitió el inspector.

—Pero seguro que la has visto en cine —apuntó Amanda—. Yerba era el planeta Tattoine, en
La guerra de las galaxias
. Es la isla más grande del norte de África, y un lugar maravilloso para relajarte y darle gusto a los sentidos. Rami es igual que su isla, la única persona del mundo a la que he visto cocinar en silencio durante horas. De vez en cuando te sonríe (eso es cuando añade sus toquecitos de magia a los platos que está cocinando) y el resto del tiempo permanece callado, dejando que aprendas su arte por el camino más simple y más directo, que es viendo cómo se desenvuelve en la cocina.

Al cabo de treinta minutos y media docena de anécdotas sobre el cocinero tunecino, el teléfono de Perdomo comenzó a vibrar. Villanueva había hablado con el inspector Nielsen, de la policía danesa, y éste le había facilitado sin mayores dificultades el teléfono móvil de Rami Khayat.

—¡Perfecto! —exclamó Perdomo, exultante—. Ahora hay que ver qué uso le damos a este teléfono. Por muy buena persona que sea tu cocinero, su jefe es el irlandés, y le debe de estar pagando un buen sueldo. Por tanto, su lealtad está con él y con el resto de los tripulantes, con los que habrá establecido vínculos fuertes: no hay nada que una más a los hombres que una estancia de largos meses en el mar. Queda descartada la posibilidad de meter a Rami en el ajo; no puede ni siquiera sospechar que andamos detrás de O'Rahilly.

Amanda se quedó mirando el papel, en el que Perdomo había anotado el número de teléfono del tunecino, y vio que era danés.

—Lo primero que se preguntará si le llamo —observó la periodista— es cómo demonios he conseguido su móvil.

—Y tú le dirás —indicó Perdomo— que te lo dio un amigo común y que ya no recuerdas quién fue. Hablas con él, le dices lo mucho que le echas de menos y procuras tirarle un poco de la lengua, sin que se note.

—¿Tirarle de la lengua? —preguntó la mujer—. Define tirarle de la lengua,
my dear
. ¿Qué queremos saber exactamente?

—Qué vida se hace en el barco —respondió el inspector—, cada cuánto tiempo se acerca a la costa… esto último es esencial, ya que sería el único momento en que podríamos entrar al
Revenge
.

—¿Sin orden judicial? —preguntó, atónita, la periodista.

Perdomo no supo qué decir. La posibilidad de ser sorprendido por la tripulación a bordo del barco, sin mandamiento de ningún tipo, le helaba la sangre, pero O'Rahilly se había convertido en un sospechoso demasiado claro y era necesario obtener, al precio que fuera, una muestra de su ADN. Hoy en día era posible extraer material genético a partir de casi cualquier cosa: desde una camiseta sudada a un fragmento de uña cortada, pasando por sellos (siempre que hubieran sido lamidos previamente), chicle, colillas de cigarrillo, maquinillas de afeitar usadas o pelos que conservaran la raíz. Para obtener este tipo de material era necesario entrar al
Revenge
, y Perdomo sopesó durante unos momentos la posibilidad de encargar el trabajo a un tercero. Desde hacía unos años, se habían puesto de moda los llamados «vampiros del ADN», profesionales que se dedicaban a conseguir material genético de personas que se negaban a cederlo de forma voluntaria. La mayoría de ellos eran contratados por gente con dinero, ansiosa por reconstruir su árbol genealógico o por demostrar que el linaje de su familia se originaba en algún personaje histórico, ya fuera éste san Juan Evangelista o Adriano, el emperador. Los vampiros seguían en silencio a sus víctimas durante días, a veces semanas, como auténticos depredadores genéticos, hasta que la víctima se descuidaba y dejaba un objeto impregnado de sudor o de saliva a merced de su voraz cazador. A partir de ese momento, sólo había que introducir la muestra en una bolsa de plástico y hacérsela llegar al cliente, para que éste la enviara al laboratorio y obrase en función de los resultados. El inspector no pudo evitar acordarse de cómo él mismo había ejercido momentáneamente de vampiro genético, cuando decidió incautarse del botellín de plástico del que había bebido el siniestro director del Ritz. Pero ahora había además que quebrantar la ley, entrando al
Revenge
sin orden judicial. La operación era demasiado delicada para encargársela a un desconocido, por lo que Perdomo decidió asumir el riesgo personalmente. La voz de Amanda le sacó de sus cavilaciones.

—¿Quieres que llame a Rami ocultando mi número? —preguntó.

—De ningún modo —respondió Perdomo—. Las personas tienden a desconfiar de las llamadas no identificadas. ¿Crees que él conservará tu número en la agenda del teléfono?

—Si fuera así, creo que ya me habría llamado, pues llegamos a ser muy amigos. No, no me mires de esa manera, no hubo nada inconfesable entre nosotros. Yo era su jefa, es cierto, pero como enseguida me di cuenta de que Rami no se limitaba a compartir recetas conmigo, sino que me enseñó el arte de estar en la cocina, nuestra relación era más bien de maestro-Padawan. ¿Quieres que le llame ya?

—¿Para qué demorarlo? —dijo Perdomo—. Recuerda, el tono tiene que ser el de dos viejos amigos que se reencuentran al cabo del tiempo.

La periodista marcó con gestos muy teatrales la serie de números que les había facilitado Villanueva y cuando escuchó el primer tono de llamada, le guiñó con gesto picaro un ojo a Perdomo.

—Nunca pensé —dijo ella en voz baja— que averiguarías tan pronto lo bien que se me da el francés.

—Ponió en manos libres —le susurró el inspector.

Pero la periodista le hizo saber por gestos que su móvil no tenía altavoz. ¿Qué otra cosa podía esperarse de una persona que había sustituido el ordenador personal por una Moleskine?

Lo que siguió fue una conversación en francés, de veinticinco minutos de duración, de gran intensidad emocional, de la que Perdomo entendió sólo palabras sueltas. No sólo era verdad que Amanda hablaba un francés casi perfecto, sino que lo hacía, además, a una velocidad de vértigo. De cuando en cuando, al oír cómo la locuacidad insaciable de la periodista impedía que el tunecino pudiera articular palabra, Perdomo le hacía gestos a la periodista, para que permitiera intervenir al chef. Entonces, Amanda se frenaba durante uno o dos minutos, para volver a desencadenar enseguida su incesante verborrea, en la que se mezclaban a partes iguales evocaciones del pasado, preguntas sobre el presente y conjeturas sobre el futuro. Nada más colgar, Amanda adoptó el semblante más adusto de su repertorio y dijo:

—Ya sé la manera en que podemos entrar al
Revenge
.

58

The winner takes it all

—Soy todo oídos —respondió escéptico Perdomo.

—Rami me ha dicho que, desde hace meses, el
Revenge
nunca se acerca a la costa. El abastecimiento se hace mediante barcos nodriza, que les proveen de combustible, agua y comida. La vida a bordo se ha hecho extraordinariamente aburrida, y para compensarlo, O'Rahilly organiza, semanalmente, partidas de póquer Texas. Como a los tripulantes ya los ha pelado, el irlandés se ha visto obligado a traer jugadores de fuera. Todos los sábados por la noche sale una lancha de Helsingor (la ciudad danesa, situada en la boca misma del estrecho) con ocho o nueve jugadores y los acerca hasta el barco. Las partidas suelen durar hasta las cinco o seis de la mañana, y al terminar, los pobres incautos que habían creído que podían derrotar a mister Download, regresan a Malmó o a Copenhague con el rabo entre las piernas.

—Pero yo no sé jugar al póquer —confesó impotente Perdomo.

—Ojalá fuera ésa la única dificultad a la que nos enfrentamos —repuso Amanda—. Las partidas están montadas en forma de torneo. Cada jugador recibe el mismo número de fichas y juega hasta que le limpian todo el
stack
y se tiene que levantar de la mesa. Al final quedan sólo dos jugadores y el que sale vencedor se lleva todo el dinero.

—¿De cuánto estamos hablando? —preguntó Perdomo procurando disimular su ansiedad.

—De una barbaridad —dijo Amanda—. El
buy-in
, o cantidad que hay que depositar al comienzo de la partida para poder sentarse a la mesa, era hasta la semana pasada de cincuenta mil euros. Como su torneo está empezando a ponerse de moda, O'Rahilly lo acaba de doblar a cien mil. Dado que las partidas son de nueve jugadores, el ganador se lleva casi un millón.

—¡Cien mil euros sólo por sentarse a jugar! —exclamó Perdomo, casi sin aliento. Parecía como si la cifra que le acababa de dar Amanda le hubiera golpeado en la boca del estómago—. ¿Tú sabes a cuánto se reduce el sueldo de un policía?

—Yo tampoco los tengo —admitió Amanda—. Pero puesto que no nos vamos a sentar a esa mesa con ánimo de lucro, sino para intentar resolver un homicidio, yo que tú pediría ayuda a la única persona que conozco para la que cien mil euros son, en este momento, poco menos que calderilla, y que además tiene más interés que nadie en encontrar al culpable.

BOOK: Morir a los 27
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