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Authors: John Boyne

Tags: #Aventuras, histórico

Motín en la Bounty (19 page)

BOOK: Motín en la Bounty
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—Tunante.

Confieso no haber dado un brinco tan grande en toda mi vida como el que di cuando mi lectura clandestina se vio interrumpida por una voz baja y serena. Tan absorto me hallaba en las palabras del capitán que no había oído los pasos que se acercaban por el pasillo ni advertido que se abría más la puerta, y no supe cuánto tiempo había estado allí, leyendo la carta, antes de que él hablase.

—Señor Christian —dije, y mi rostro se ruborizó mientras recogía las cartas y procuraba disimular mi indiscreción—. El capitán me ha mandado en busca de estas cartas. Hay un barco que…

—¿Y te ha indicado que las leyeras antes de llevárselas? —preguntó sin alzar la voz.

—No, señor —contesté, tratando de parecer ofendido ante la sugerencia pero sabiendo muy bien que me sería difícil fingir inocencia; la prueba estaba ahí, a la vista—. ¡Y no he hecho tal cosa! Sólo…

—Quizá quería que comprobaras que está bien escrita, con tu vasta educación, quiero decir. ¿Es elegante la redacción y eficaz la prosa?

—Señor Christian —dije dando un paso adelante y negando con la cabeza, sabedor de que la única forma de salir de aquel embrollo era abandonarme a su merced—. No pretendía hacerlo, señor, palabra que no. Ha caído abierta ante mis ojos. Sólo he leído un par de líneas y ya me disponía a subir a cubierta…

Sin embargo no me escuchaba, pues él mismo había abierto la carta y la leía con rapidez, con las negras pupilas de aquí para allá mientras asimilaba el contenido. Y desde luego no le resultó difícil, pues le dio la vuelta para leer el dorso con mayor presteza que yo.

—¿Va a informar al capitán, señor? —me aventuré a preguntar, temiéndome que el orgullo del señor Bligh por no haber azotado a ningún hombre a bordo iba a verse echado por tierra y yo sería su primera víctima desdichada.

Él exhaló con fuerza por la nariz y lo consideró.

—¿Cuántos años tienes, Tunante?

—Catorce, señor —respondí bajando la vista avergonzado, para que sintiera más lástima de mí.

—Cuando yo tenía tu edad, me llevé un montón de manzanas de casa de los vecinos. Me las comí de una sentada, sin saber que las habían dejado ahí para los cerdos porque se habían puesto malas un par de días antes. Me pasé casi toda la semana en cama, debatiéndome entre el dolor de estómago y el del trasero, y en todo ese tiempo mi padre no me castigó, ni me reprochó nada, sino que me cuidó hasta que recobré la salud. Y cuando estuve de nuevo en pie, totalmente restablecido, me llevó a su estudio y me dio una buena tunda, de tal manera que, incluso ahora, cuando veo una manzana me pongo enfermo de sólo recordarlo. Pero nunca más volví a robar, Tunante. Ni siquiera se me ocurrió.

Asentí en silencio, refrenando mi lengua, pues me sonó como uno de esos discursos que no pretenden respuesta.

—Lleva esas cartas a cubierta —añadió al cabo de un instante—. No comentaré este incidente con el capitán, pues recuerdo mis tiempos de muchacho y sé bien lo fácil que resulta cometer un error.

Solté un profundo suspiro de alivio pues, por más que no quisiera que me azotaran, tampoco deseaba que la tripulación me considerara un fisgón o que el capitán tuviese mala opinión de mí.

—Gracias, señor Christian —repuse—. No volveré a hacerlo, le juro que no.

—Sí, sí —respondió despachándome con un ademán—. Bueno, a cubierta, chico. Y quién sabe, Tunante; quizá algún día habré de pedirte un favor y tú no podrás negármelo, ¿eh? —añadió en voz baja.

Yo titubeé en la puerta.

—¿Usted, señor? Pero ¿qué iba a poder hacer yo? Usted es un oficial y yo un simple…

—Sí, ya lo sé —me atajó sacudiendo la cabeza—. Es una idea ridícula. Aun así, tengámoslo presente, ¿de acuerdo? Sólo por si acaso.

No me quedó más remedio que asentir y salir corriendo hacia cubierta, desde donde oía al capitán Bligh llamarme a gritos, a punto de perder la paciencia, tan grande era mi retraso. Y aquí estoy ahora, perorando sobre cómo cualquier cambio en la rutina puede resultar de enorme interés al interrumpir el aburrimiento cotidiano de la vida en el mar. Sin embargo, aunque me pasé el resto de ese día en la yola con el señor Fryer, navegando hacia el
British Queen
, donde entregamos nuestras cartas y presentamos nuestros respetos antes de volver a la
Bounty
, ¿recuerdo acaso algo de lo que se dijo o se hizo durante todo ese tiempo y ese trayecto? No. Pues durante todo el episodio no fui capaz de pensar en otra cosa que en mi gratitud hacia el señor Christian por no haberme delatado, y decidí que si en algún momento requería en efecto algo de mí —cosa harto improbable—, haría cuanto estuviese en mi mano por saldar mi deuda.

¡Qué muchacho tan ignorante era! No sabía nada del mundo, francamente, ni de las costumbres de los hombres.

13

Cuando vivía en Portsmouth, en el establecimiento del señor Lewis, no solía pensar en el mar, un vecino tan familiar que ninguno de nosotros se fijaba en él, pero mis días estaban colmados del clamor de los marineros que paseaban por la ciudad, flirteaban con las mujeres, bebían en las tabernas y provocaban sólo Dios sabe cuántos problemas cuando arribaban a puerto al cabo de meses, años quizá, en el mar con una sola idea metida entre ceja y ceja. Pero cuando sus sucias necesidades se habían visto satisfechas, esos hombres, que después de haber pasado tanto tiempo juntos cabría esperar que agradecieran una temporadita separados, bebían en grupo, y mis hermanos y yo los oíamos hablar desde la ventana que daba sobre la taberna Twisty Piglet.

—Era aterrador —decía uno acerca de su antiguo capitán—. Aunque viva cien años, no pienso volver a servir con él. Lo juro una vez y tantas como sea necesario.

—Si lo viera pasar ahora mismo por esta calle —respondía otro—, me levantaría y le escupiría en toda la cara y le diría discúlpeme, señor, lamento decirle que no me había percatado de que estaba usted delante de mí.

Y luego había siempre un tercero, sentado a la mesa con menos bebida que sus camaradas, que negaba con la cabeza y decía en voz tan baja que yo tenía que asomar la cabeza en la ventana y aguzar los oídos para oírlo:

—Si viera al capitán Fulanito ahora, a ese apestoso cabrón, y creedme, amigos, que su senda y la mía volverán a cruzarse pronto, lo rajaría del vientre a la garganta y le cortaría la lengua. Y cuando lo dejara sangrando en la cloaca, le haría comer el látigo de nueve colas.

Esa forma de expresarse era un imán para un chaval como yo, y llegué a la conclusión de que todos los capitanes de la Armada de Su Majestad eran una suerte de monstruos violentos en extremo, gente que infundía tanto odio en los hombres a su servicio que era asombroso que lograra pasar años en el mar y regresar con vida. Por eso al principio había temido al capitán Bligh, pues ¿qué sabía yo sobre hombres como él, aparte de lo que había oído de marineros borrachines y desgraciados? A medida que transcurrían los meses, por supuesto, descubrí que el comandante no era en absoluto como había imaginado, y me preguntaba si no sería tan sólo que había tenido la suerte de encontrar al único capitán amable en la armada, o si tal vez los hombres se equivocaban y eran todos como él. Quizá, me decía, eran los hombres quienes eran malos. Fuera como fuere, había llegado a respetar y apreciar al capitán, pese al rencor que sentía por la humillación padecida en el Ecuador, y pensaba que cuando llegara el día en que nuestras sendas se separaran —pues sin duda lo harían, ya que nada me convencería de regresar a Inglaterra— lamentaría decirle adiós.

Su atención a la higiene a bordo era algo digno de verse, pues nunca en la historia de la cristiandad ha existido un hombre tan atento a la limpieza. De vez en cuando mandaba formar a los hombres y les examinaba las uñas por temor a que estuvieran sucias, y cualquiera que no pasara su revista se encontraba frotándose los dedos en un cubo de agua hasta que quedaban en carne viva al sol de mediodía. Las rodillas de la tripulación —sí, y las mías también de cuando en cuando— estaban cubiertas de ampollas debido al tiempo que pasábamos sobre ellas frotando las cubiertas con cepillo, pero el capitán insistía en que un barco impecable nos mantendría a todos con buena salud y conduciría al éxito nuestro viaje, que era su verdadero objetivo. Y una velada en que el señor Elphinstone preguntó durante la cena si era cierto que el capitán Cook desinfectaba las cubiertas con vinagre, el señor Bligh aseguró que así era y pareció mortificado por haber olvidado hacerlo él también, por lo que exigió que se llevara a cabo antes de que pasara una hora. Pero si había algo de lo que se enorgulleciera —y la carta a su esposa que, para mi vergüenza, yo había leído así lo destacaba—, era de que no se hubiese castigado a ningún hombre durante los meses que llevábamos de travesía. Hubo desde luego momentos de tensión y casi todos los días se oía la voz de un oficial advirtiendo a un hombre que pusiera empeño o sabría lo que es bueno, pero no había habido ni azotes ni golpes desde que zarpáramos de Spithead antes de Navidad, y yo sabía muy bien que el capitán confiaba en que la cosa siguiera así hasta nuestro regreso, o más bien su regreso, a Inglaterra, fuera eso cuando fuere.

Así pues, no me sorprendió la expresión de tristeza y decepción que se plasmaba en su rostro la tarde que traspusimos el grado 47 de latitud, cuando toda la dotación fue convocada en cubierta para el juicio de Matthew Quintal.

Dios sabe que no soy ni he sido nunca un muchacho violento. Cierto que a lo largo de los años tuve mi buena ración de peleas con mis hermanos, pero eran siempre asuntillos sin trascendencia, insultos que conducían a algún que otro puñetazo seguido de un forcejeo en el suelo con mucho aspaviento de brazos y piernas. Sin embargo, no tardábamos en poner fin a esos episodios cuando veíamos con cuánto placer nos contemplaba el señor Lewis, que se sentaba en su sitio junto a la chimenea y nos observaba con sus ojos de loco, riendo como una vieja y exclamando «Eso es, Turnstile, dale fuerte» o «No tengas piedad, Michael Jones, tírale de la nariz y retuércele las orejas». Los hermanos nos peleábamos, claro que sí, pero lo hacíamos por nosotros mismos, no para su diversión, y cuando él se involucraba enseguida nos separábamos, nos estrechábamos la mano y nos declarábamos en paz, para alejarnos rodeando con un brazo los hombros del otro. Y me alegraba que acabase así, pues no me gustan las peleas y no me produce placer alguno observar el sufrimiento de otros.

Pero ¿Matthew Quintal? Ay, se me hizo difícil no regodearme al ver cómo lo llevaban ante la tripulación a fin de que respondiera a las acusaciones para las que yo sabía que no tendría respuesta, pues de todos los marineros a bordo era el que menos me agradaba y al que más temía. ¿Por qué motivo? Porque lo conocía de antes, he ahí el motivo.

Les aseguro que no se trata de un giro inesperado del relato. Se preguntarán cómo es posible que haya escrito tantas páginas sin mencionar que conocía previamente a uno de los tripulantes de nuestro feliz barco. Bueno, no he sido tan engañoso como cabría pensar, porque cuando digo que lo conocía me refiero a los de su calaña, y por la expresión de sus ojos y la forma en que me miraba sabía que llegaría el momento en que me exigiría aquello que antes me había visto obligado a dar pero que ya no estaba dispuesto a ofrecer contra mi voluntad.

Dondequiera que fuese, sentía sus ojos en mí. Cuando estaba en cubierta, baldeándola o aprendiendo (como hacía entonces) los secretos de las velas y los modos de navegación, notaba su mirada clavada en la espalda, atravesándome. Bajo cubierta en las noches tormentosas, si me hallaba en el camarote general de los hombres oyendo tocar el violín, podía estar seguro de que lograría sentarse a mi lado y me obligaría a cantar una canción, algo que yo odiaba, pues mi voz siempre ha estado muy abajo en mi lista de talentos y haría caer un cuervo del cielo si la alzara demasiado.

—Oh, ya basta —exclamaba Quintal llevándose las manos a las orejas y agitando la cabeza como si oyera los gemidos de un alma en pena, pese a haber sido él quien había insistido en que cantara—. Cállate ya, Tunante, o nos condenarás a todos a la sordera. Que una voz tan espantosa pueda emerger de un chico tan lindo… quién lo habría dicho, ¿eh, muchachos?

Los hombres reían, por supuesto, al tiempo que me zarandeaban para hacerme callar. El peso de sus cuerpos me infundía temor, pues me recordaba mi hogar, mientras que yo procuraba por todos los medios no recordar aquel sitio o las cosas que había hecho y me había visto obligado a hacer allí. Y siempre que sucedía algo similar, podía estar seguro de que era Quintal quien provocaba la escena y Quintal quien la llevaría a su conclusión.

—No te caigo muy bien, ¿verdad, Tunante? —me preguntó en cierta ocasión, y yo me encogí de hombros, incapaz de mirarlo a los ojos.

—No me gusta ni me disgusta ningún marinero —repliqué—. No soy hombre de opiniones.

—Pero ¿crees que podría llegar a gustarte? —preguntó entonces, inclinándose para mirarme tan amenazadoramente que no pude sino salir corriendo en busca de refugio en mi litera junto al camarote del capitán, y no me importa admitir que di gracias al Señor en más de una ocasión por su afortunado emplazamiento.

El mar estaba sereno la tarde que se nos convocó en cubierta. En realidad, se le acusaba de un delito cometido dos días antes, pero hasta que hubimos capeado los temporales —cuyo número iba en aumento; de hecho, hasta tal punto resultaba un lujo que las aguas estuvieran en calma que era una lástima desperdiciarlo en asuntos como aquél— había sido imposible leerle los cargos. Tanto el capitán como el resto de la tripulación estaban en cubierta, y Quintal se hallaba ante el señor Bligh con la cabeza gacha.

—Señor Elphinstone —exclamó el capitán con lo que me pareció un tono algo teatral; los hombres en la popa lo oyeron, de eso no cabe duda—. ¡Enumere los cargos!

Elphinstone dio un paso al frente y miró desdeñosamente a Quintal; tras él, los señores Christian y Heywood estaban juntos, como de costumbre —pues esos dos eran como un par de guisantes en una vaina, el uno tan impecable con el cabello peinado con pomada y el uniforme almidonado; el otro con aspecto de haber pasado seis veces por la quilla antes del desayuno por andar toqueteándose los granos—, y el señor Fryer se hallaba detrás de ellos, incluso más preocupado de lo habitual, como el desgarbado mierdecilla que era.

—Matthew Quintal —anunció el señor Elphinstone—. Comparece hoy ante nosotros acusado del delito de hurto. Afirmo que robó usted un queso y, al ser requerido por ello, se mostró insubordinado ante un oficial.

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