Muerte en La Fenice (15 page)

Read Muerte en La Fenice Online

Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

BOOK: Muerte en La Fenice
12.37Mb size Format: txt, pdf, ePub

»"Y así, por ambas partes, la simple verdad es acallada" —dijo, citando un soneto de Shakespeare, uno de los textos a los que dedicó los siete años que pasó en Oxford para licenciarse en Literatura Inglesa—. Pero tú quieres algo, Paola, encanto —dijo cambiando de tono bruscamente—. Primero, me llama tu padre personalmente para invitarme a esta fiesta y, después, te pegas a mí como una lapa, señal de que quieres algo de mí. Y como el divino Guido está contigo, lo único que puedes desear es información. Y como sé a qué se dedica Guido, no puedo menos que suponer que tiene que ver con el escándalo que ha estremecido a nuestra bella ciudad, ha dejado mudo al mundo musical y ha eliminado de la faz del planeta a un perfecto bellaco. —La palabra surtió el efecto deseado de dejar a ambos boquiabiertos. Entonces él se tapó la boca y soltó una risita de puro placer.

—Dami, si lo sabías, ¿por qué no lo has dicho antes?

Aunque Padovani contestó con voz grave, Brunetti vio que le brillaban los ojos, quizá del alcohol, o quizá de otra cosa. Poco importaba lo que fuera, mientras explicara su último comentario.

—Cuenta —le animó Paola—. Ya decía yo que tú eras la única persona que tenía que saber cosas de él.

Padovani la contempló con frialdad.

—¿Y esperas que empañe la memoria de un hombre antes de que su cuerpo se enfríe en la tumba?

Al oírle, Brunetti pensó que esto muy bien podía acrecentar la diversión de Padovani.

—Lo que me sorprende es que hayas esperado tanto —dijo Paola.

Padovani otorgó al comentario la atención que merecía.

—Has acertado, Paola. Os lo contaré todo, siempre y cuando el simpático Guido nos consiga tres buenas copas. Si no, es posible que muy pronto empiece a lamentarme amargamente del previsible tedio al que tus padres han vuelto a condenarnos a mí y, según he podido observar con asombro, a la mitad de las presuntas celebridades de esta ciudad. —Entonces miró a Brunetti—. Pensándolo mejor, Guido, si consigues una botella entera, los tres podríamos escabullirnos a alguno de los saloncitos que tanto abundan en la casa de tus padres, cuya decoración deja bastante que desear, por cierto. —Pero aún no había terminado-: Y allí, utilizando tú el arma de tu belleza y tu marido sus espantosos métodos policiales, podréis sacarme la sórdida verdad. Después de lo cual, si os apetece, tú o quizá… —se interrumpió para lanzar una larga mirada a Brunetti—, quizá los dos, podréis hacer conmigo lo que os plazca. —De modo que era esto, descubrió Brunetti, sorprendido de que hasta ahora se le hubieran escapado todos los indicios.

Paola lanzó a Brunetti una mirada de aviso totalmente innecesaria. Al comisario le gustaba la impudicia de aquel hombre. No dudaba de que la invitación, a pesar del tono de chanza, era totalmente sincera; pero no tenía por qué ser motivo de indignación. Y partió en busca de la solicitada botella de escocés.

En prueba de la hospitalidad del conde o, quizá, de la negligencia del servicio, Guido consiguió una botella de Glenfiddich sólo con pedirla. Cuando volvió, los encontró cogidos del brazo, cuchicheando como dos conspiradores. Padovani hizo callar a Paola con un siseo y explicó a Brunetti:

—Estaba preguntando a tu esposa si, en el caso de que yo cometiera un crimen realmente horrendo, como, por ejemplo, decir a su madre lo que pienso de las cortinas, me llevarías detenido y me molerías a golpes hasta hacerme confesar.

—¿Cómo piensas que he conseguido esto? —preguntó Brunetti levantando la botella.

Padovani y Paola rieron.

—Guíanos, Paola —dijo el crítico—, a un sitio en el que podamos gozar de la bebida, si no los unos de los otros.

Paola, siempre práctica, respondió llanamente:

—Iremos al cuarto de costura —y los sacó del salón principal por una robusta puerta. Después, cual Ariadna, los precedió por un largo pasillo, torció a la izquierda, recorrió otro pasillo, cruzó la biblioteca y entró en una salita en la que había varios sillones tapizados de brocado dispuestos en semicírculo delante de un gran televisor.

—¿El cuarto de costura? —preguntó Padovani.

—Lo era, antes de «Dinastía» —explicó Paola.

Padovani se dejó caer en el sillón más resistente, apoyó los pies en la mesa de marquetería y dijo:

—Adelante con el interrogatorio, chicos —utilizando el inglés, influido sin duda por la sola presencia del televisor. Como ninguno de los dos decía nada, les animó-: ¿Qué es lo que queréis saber del finado aunque no llorado, por lo menos, que yo sepa, maestro?

—¿Quién podía desear su muerte? —preguntó Brunetti.

—Vas derecho al grano, ¿eh? No me sorprende que Paola capitulara tan pronto. En respuesta a tu pregunta, puedo decir que la lista de nombres es tan larga como la guía telefónica. —Dejó de hablar un momento y presentó el vaso en demanda de whisky. Brunetti escanció una dosis generosa, luego se sirvió a sí mismo y, por último, menor cantidad, a Paola—. ¿Quieres que te la dé cronológicamente, por nacionalidades o desglosada por tipo de voz o preferencia en materia de sexo? —Dejó el vaso en el brazo del sillón y prosiguió lentamente-: Wellauer tenía una larga historia, y las razones por las que la gente lo odiaba se remontan a tiempos lejanos. Probablemente, habréis oído el rumor de que fue nazi durante la guerra. Puesto que nada podía hacer para detenerlos, como buen alemán que era, simplemente, se desentendió de ellos. Y a nadie pareció importarle. En absoluto. A nadie le importan ya esas cosas. Ahí tenéis a Waldheim.

—He oído rumores —dijo Brunetti.

Padovani tomó un sorbo mientras elegía las palabras.

—Bien. ¿Qué os parece si procedemos por nacionalidades? Puedo nombraros por lo menos a tres norteamericanos, dos alemanes y media docena de italianos que estarán encantados de saberlo muerto.

—Eso no significa forzosamente que hubieran llegado a matarlo —dijo Paola.

Padovani asintió concediéndole la razón en esto. Se quitó los zapatos, dobló las rodillas y se sentó encima de sus pies. Él podía abominar del gusto de la condesa, pero nunca ensuciaría su nuevo brocado.

—Que era un nazi es indiscutible. Su segunda mujer se suicidó, lo cual puede interesarte. La primera lo plantó a los siete años de matrimonio y, a pesar de que el padre era uno de los hombres más ricos de Alemania, Wellauer se avino a concederle el divorcio en condiciones más que generosas. En aquel entonces se habló de cosas sórdidas, cosas sórdidas de índole sexual, pero eso fue cuando todavía se creía que las cosas de índole sexual podían ser sórdidas. Antes de que me preguntéis, os diré que no sé qué cosas eran.

—¿Nos lo dirías si lo supieras? —preguntó Brunetti. Padovani se encogió de hombros.

—Pasemos ahora al terreno profesional. Era un chantajista notorio en materia sexual. Una lista de las sopranos y mezzosopranos que han cantado con él os daría una idea: jóvenes anónimas y prometedoras que un buen día interpretaban una Tosca o una Dorabella y de las que no volvía a hablarse. Pero era tan buen director que se le permitían estas veleidades. Además, la mayoría de la gente no distingue entre un gran cantante y un cantante sólo competente, de modo que pocos se daban cuenta, y a otra cosa. Y tengo que reconocer que todas eran, por lo menos, competentes. Algunas llegaron a ser grandes cantantes, pero probablemente también lo hubieran sido sin él.

Esto no le parecía a Brunetti razón suficiente como para provocar un asesinato.

—A unos los ayudó, pero a otros los hundió, especialmente hombres y mujeres jóvenes de tendencias similares a las mías. El maestro se creía irresistible para cualquier mujer. Yo, en tu lugar, investigaría la cuestión sexual. Tal vez no esté ahí la respuesta, pero parece un buen sitio para empezar. De todos modos, eso podría ser simple consecuencia de una exposición excesiva a este medio —dijo señalando con el vaso el enorme televisor que se alzaba delante de ellos.

Pareció comprender lo insatisfactorio de su información, y agregó:

—En Italia hay por lo menos tres personas que tenían buenas razones para odiarle. Pero ninguna está en condiciones de haberle causado daño alguno. Una canta en el coro de la compañía de ópera de Bari. Hubiera podido llegar a ser un importante barítono verdiano, de no haber cometido el error, en los atroces sesenta, de no ocultar al maestro sus preferencias sexuales. Incluso dicen que se insinuó al propio maestro, aunque me cuesta creer que pueda haber alguien tan cretino. Probablemente, es una fábula. Cualquiera que fuera la razón, se afirma que Wellauer dio su nombre a un periodista amigo suyo, y al poco tiempo empezó la campaña. Por eso hoy este hombre canta en Bari. En el coro.

»La segunda persona da clases de teoría en el conservatorio de Palermo. No sé a ciencia cierta qué hubo entre ellos. Era un director joven que había tenido muy buena prensa hasta que, hace diez años, tras unos meses de críticas devastadoras, su carrera se truncó. Reconozco que de este caso no tengo información directa, pero se mencionó el nombre de Wellauer en relación con las críticas.

»El tercer caso es un eco lejano en la memoria del chismorreo, pero se refiere a una persona que, según se dice, vive aquí. —Al ver su gesto de sorpresa, rectificó—. No aquí, en el
palazzo
. En Venecia. Pero no creo que esté en condiciones de haber hecho nada, ya que tiene casi ochenta años y dicen que nunca sale de casa. Y no estoy seguro de conocer bien el caso, ni siquiera de recordarlo.

Al ver la expresión de Paola, levantó el vaso y explicó en tono de disculpa:

—Es este mejunje. Destruye las neuronas. O se las come. —Agitó el licor en el vaso y se quedó mirando las pequeñas olas, como si esperase que desataran la marea de los recuerdos.

»Os diré lo que recuerdo, o creo recordar. Se llama Clemenza Santina. —Al ver que sus oyentes no daban señales de reconocer el nombre, explicó-: Era una soprano muy famosa antes de la guerra. Su historia se parece a la de la norteamericana Rosa Ponselle: fue descubierta cantando en un
music-hall
con sus dos hermanas, y a los pocos meses actuaba en la Scala. Tenía una de esas voces naturales, perfectas, que aparecen muy de tarde en tarde. Pero no grabó nada, por lo que lo único que queda es el recuerdo que conservan los que la oyeron cantar. —Observó que daban señales de impaciencia y volvió al tema—. Hubo algo entre ella y Wellauer, o entre Wellauer y una de las hermanas, no recuerdo qué, ni quién me lo contó, pero es posible que ella tratara de matarlo o lo amenazara, —Agitó el vaso, y Brunetti observó lo borracho que estaba—. Bueno, lo cierto es que mataron a alguien, o se murió, o quizá sólo hubo amenazas. Quizá me acuerde por la mañana. O quizá no sea importante.

—¿Qué te ha hecho pensar en ella? —preguntó Brunetti.

—El que cantara La Traviata con él. Antes de la guerra. Alguien, no recuerdo quién, me dijo que hace poco habían tratado de hacerle una entrevista. Déjame hacer memoria. —Volvió a consultar con el vaso y de nuevo el recuerdo llegó flotando—. Narciso, eso es. Hacía un reportaje de grandes cantantes del pasado, y fue a verla, pero ella no quiso hablar con él, y estuvo muy desagradable. Ni siquiera le abrió la puerta, creo que me dijo. Y entonces me contó lo que había averiguado sobre ella y Wellauer, antes de la guerra. En Roma, creo.

—¿Te dijo dónde vive?

—No. Pero puedo llamarle por la mañana y preguntárselo.

O el alcohol o la fase de languidez en que había entrado la conversación habían apagado la chispa de Padovani, que ahora, a los ojos de Brunetti, a medida que iba perdiendo vivacidad, se convirtió en un hombre de mediana edad con una barbita poblada y una barriga incipiente, sentado con las piernas debajo del cuerpo y enseñando dos dedos de pantorrilla por encima de los calcetines de seda negra. El comisario observó que Paola parecía cansada, ¿o quizá era sólo la fatiga de mantener una charla chispeante con su antiguo compañero de universidad? El propio Brunetti se encontraba en el punto crucial en el que lo situaba el alcohol: si seguía bebiendo, pronto se sentiría confuso y alegre y, si dejaba de beber, estaría despejado y sombrío. Optó por la segunda posibilidad y dejó el vaso en el suelo, debajo de la silla, seguro de que algún criado lo encontraría antes de la mañana.

También Paola dejó el vaso y adelantó el cuerpo hacia el borde del asiento. Miró a Padovani, esperando que se levantara, pero él esbozó un ademán de despedida, agarró la botella de encima de la mesa y se sirvió un buen trago.

—Terminaré esto antes de volver a la jarana.

Brunetti se preguntó si estaría él tan cansado de aquella charla burbujeante como parecía estarlo Paola. Los tres intercambiaron unas cuantas trivialidades ingeniosas y Padovani prometió llamarles por la mañana, si conseguía la dirección de la soprano.

Paola llevó a Brunetti por el laberinto del
palazzo
, de regreso hacia la luz y la música. Ahora había más gente en el salón principal y la música había subido de volumen, para mantenerse al nivel de la conversación.

Brunetti miró en derredor, intuyendo un aburrimiento anticipado al ver y oír a todas aquellas personas bien vestidas, bien alimentadas y bien informadas. Intuyó que Paola percibía su estado de ánimo y estaba a punto de sugerir que se fueran cuando descubrió a una conocida. De pie en la barra, con el cigarrillo en una mano y la copa en la otra, estaba la doctora que había reconocido a Wellauer y dictaminado su muerte. En aquella ocasión, Brunetti ya se había preguntado cómo una persona que llevaba pantalón vaquero podía sentarse en la platea. Ahora vestía, poco más o menos, al mismo estilo: pantalón gris y chaqueta negra, con una falta de interés por su aspecto que Brunetti hubiera creído imposible en una italiana.

Dijo a Paola que había visto a una persona con la que deseaba hablar y ella le respondió que buscaría a sus padres para darles las gracias. Se separaron y él cruzó el salón hacia la doctora, cuyo nombre había olvidado. Ella no trató de disimular que se acordaba de quién era él.

—Buenas noches, comisario —dijo cuando él estuvo a su lado.

—Buenas noches, doctora —respondió él, y agregó, como si ya hubieran rendido tributo suficiente a los formulismos-: Me llamo Guido.

—Y yo, Bárbara.

—Qué pequeña es la ciudad —observó él, amparándose en la banalidad de la observación para eludir, hombre ceremonioso, la decisión de usar el
tu
o el
lei
.

—Antes o después, todos acabamos por encontrarnos —convino ella, rehuyendo el tratamiento con no menos habilidad.

Other books

A Fresh Start by Martha Dlugoss
The Blood List by Sarah Naughton
Twisted Trails by Orlando Rigoni
Unexpected Bride by Lisa Childs
The Gilder by Kathryn Kay
America America by Ethan Canin
Alice Munro's Best by Alice Munro
Suspicions of the Heart by Hestand, Rita.