Muerte en La Fenice (27 page)

Read Muerte en La Fenice Online

Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

BOOK: Muerte en La Fenice
7.48Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Has estado en su casa?

—¡Qué claraboyas! —dijo Padovani, y los dos rieron.

—¿Cómo lo conseguiría? —preguntó Brunetti, a quien habían denegado el permiso para instalar ventanas dobles.

—Desciende de una de esas antiguas familias americanas que robaron su dinero hace más de cien años y que, por lo tanto, son respetables. Un tío suyo le dejó en herencia ese apartamento que, según se dice, ganó en una partida de cartas hace cincuenta años. En cuanto a las claraboyas, trató de encontrar quien se las construyera, pero nadie quería mover ni un dedo sin el permiso. De modo que un día se subió al tejado, quitó las tejas, hizo los agujeros y puso los marcos.

—¿Y nadie la vio? —En Venecia, basta con que levantes un martillo en el exterior de un edificio para que en todo el vecindario se descuelguen los teléfonos—. ¿Nadie llamó a la policía?

—Si alguien la vio allá arriba pensaría que estaba examinando el tejado. O reparando una gotera.

—¿Y qué pasó luego?

—Cuando tuvo las claraboyas instaladas, llamó a la oficina de urbanismo, les dijo lo que había hecho y les pidió que enviaran a alguien, para que calculara el importe de la multa.

—¿Eso hizo? —se admiró Brunetti, asombrado de que una extranjera hubiera podido encontrar una solución tan italiana.

—Y ellos fueron, al cabo de varios meses. Pero, al ver la extraordinaria calidad del trabajo, no quisieron creer que lo hubiera hecho ella sola, y le pidieron que les diera los nombres de sus «cómplices». Ella insistió en que no los tenía y ellos siguieron sin creerla. Finalmente, agarró el teléfono, marcó el número del despacho del alcalde y pidió que la pusieran con «Lucio». Eso, delante de los dos arquitectos de la oficina de urbanismo que la miraban, regla en mano. Intercambió unas frases con «Lucio» y pasó el teléfono a uno de ellos, diciendo que el alcalde quería decirle una cosa. —Padovani gesticulaba mucho y pasó un imaginario teléfono al otro lado de la mesa.

»Entonces el alcalde les dijo unas palabras, y ellos subieron al tejado y tomaron las medidas de las claraboyas, calcularon el importe de la multa y regresaron a su oficina con un cheque en el bolsillo.

Brunetti lanzó una carcajada tan sonora que los clientes de las otras mesas se volvieron a mirarlos.

—Espera, que ahora viene lo mejor —dijo Padovani—. Era un cheque al portador, y ella aún está esperando el recibo de la multa. Por otra parte, me han dicho que los planos que están en los archivos de la oficina del catastro han sido modificados e incluyen las claraboyas. —Ahora rieron los dos por esta victoria de la astucia sobre la autoridad.

—¿De dónde sale todo ese dinero? —preguntó Brunetti.

—¿Ah, quién sabe? ¿De dónde sale el dinero americano? De la siderurgia. Del ferrocarril. Ya sabes lo que ocurre allí. No importa si para conseguirlo has matado o has robado; si lo conservas más de cien años, eres un aristócrata.

—¿Tan diferente es lo que pasa aquí?-preguntó Brunetti.

—Aquí, para ser aristócrata, tienes que haberlo conservado quinientos años. Y otra diferencia: en Italia, tienes que vestir bien. En Norteamérica, es difícil decir quiénes son los millonarios y quiénes los criados. —Al recordar las botas de Brett, Brunetti fue a protestar, pero nada podía detener a Padovani, que ya se había disparado otra vez—. Tienen una revista, ahora no recuerdo cómo se llama, que todos los años da la lista de los norteamericanos más ricos. Sólo dan los nombres y mencionan de dónde procede el dinero. Y es que seguramente no se atreven a poner la foto. Si alguna sale, es suficiente para hacerle creer a uno que realmente el dinero tiene que ser la raíz de todos los males o, por lo menos, del mal gusto. A las mujeres parece que las han puesto a secar encima del fuego. Y los hombres, Dios, ¿quién los viste? ¿Crees que comen plástico?

Ahorró la respuesta a Brunetti la llegada de Antonia, que les preguntó si de postre tomarían fruta o pastel. Con cierto nerviosismo, los dos dijeron que prescindirían del postre, pero tomarían café. A ella no pareció gustarle la respuesta, pero retiró el servicio sin hacer comentarios.

—Volviendo a tu pregunta —dijo Padovani cuando la mujer se fue—, el dinero no sé de dónde sale, pero parece haber mucho. Su tío era muy generoso con los hospitales y las obras benéficas de la ciudad, y ella parece seguir la tradición, aunque la mayor parte de sus donativos están destinados a restauraciones.

—Entonces eso explica la ayuda de «Lucio».

—Desde luego.

—¿Y qué sabes de su vida personal?

Padovani lo miró con extrañeza, porque hacía rato que se había dado cuenta de lo poco que esta conversación tenía que ver con la muerte de Wellauer. Pero ello no era razón para no decir lo que supiera. Al fin y al cabo, el mayor encanto del chismorreo es lo que tiene de superfluo.

—Muy poco. Nadie sabe nada con certeza. Al parecer, ha tenido casi siempre esta inclinación, pero prácticamente nada se sabe de su vida de antes de que viniera a vivir aquí.

—¿Y eso fue cuándo?

—Hará unos siete años. Es decir, entonces fijó su domicilio, pero ya había vivido aquí, con su tío, cuando era niña.

—Eso explica que hable el veneciano.

Padovani se rió.

—Es extraño oír hablarlo a alguien que no sea de aquí, ¿eh?

—Sí.

En ese momento, Antonia trajo los cafés, y dos vasitos de grappa que, según les dijo, eran obsequio de la casa. Aunque a ninguno de los dos le apetecía el fuerte licor, hicieron como que bebían y lo elogiaron calurosamente. Ella se alejó, desconfiada, y Brunetti observó que se volvía a mirarlos antes de entrar en la cocina, como si esperase que se echaran la grappa en el zapato.

—¿Qué más se sabe de su vida privada? —preguntó Brunetti, francamente interesado.

—La mantiene muy en secreto. Tengo un amigo en Nueva York que estudió con ella. En Harvard, por supuesto. Y, luego, en Yale. Al terminar los estudios, ella se fue a Taiwán y, después, al continente. Fue una de los primeros arqueólogos occidentales que llegó a China. En el ochenta y tres u ochenta y cuatro. Entonces ya había escrito su primer libro, que salió estando ella en Taiwán.

—¿No es muy joven para haber hecho tanto?

—Sí, seguramente. Pero es muy, muy competente.

Pasó Antonia, que llevaba cafés a la mesa de al lado, y Brunetti le hizo una seña como si escribiera en el aire. La mujer asintió.

—Confío en que algo de esto te sirva —dijo Padovani con sinceridad.

—Yo también —respondió Brunetti, reacio a admitir que ello no era probable y también que las dos mujeres le interesaban.

—Si crees que puedo hacer algo más, no tienes más que llamarme —dijo Padovani, y agregó-: Podríamos volver a este sitio. Pero tráete a dos de tus policías más fornidos, para que me protejan de… Ah,
signora
Antonia —dijo con toda naturalidad a la mujer que traía la nota a Brunetti—. Hemos almorzado divinamente, y ya estoy deseando volver. —El resultado del halago dejó estupefacto a Brunetti. Por primera vez, Antonia les sonrió. Fue una radiante efusión de puro placer que reveló unos hoyuelos en las mejillas y unos dientes perfectos y resplandecientes. Brunetti envidió a Padovani aquella técnica; le resultaría preciosa para interrogar a sospechosos.

CAPÍTULO XXI

El intercity avanzaba despacio por el puente que unía Venecia con el continente y poco después pasaba a la derecha del horror industrial de Marghera. Como el que no puede dejar de hurgarse con la lengua en la muela que le martiriza, Brunetti no podía apartar la mirada del bosque de grúas y chimeneas ni de la bruma infecta que cruzaba las aguas de la laguna en dirección a la isla de la que él venía.

Después de Mestre, áridos campos invernales sucedieron a la pesadilla industrial, pero no era mucho más risueño el panorama. Después de la devastadora sequía del verano, la mayoría de los campos seguían cubiertos de maíz, que no había sido recolectado porque estaba seco, ya que hubiera resultado muy caro regarlo.

El tren entró en la estación con sólo diez minutos de retraso, y Brunetti llegó a tiempo a la cita con el doctor. El consultorio estaba en un edificio moderno, no lejos de la universidad. A Brunetti, por ser veneciano, no se le ocurrió usar el ascensor, y subió a pie hasta el tercer piso. Cuando empujó la puerta, encontró la sala de espera desierta, salvo por una mujer con bata blanca que estaba sentada a una mesa.

—El doctor le recibirá enseguida —dijo ella, sin preguntarle quién era. ¿Tanto se notaba?, se dijo Brunetti una vez más.

El doctor Treponti era un hombre pequeño y pulcro con barbita oscura y ojos castaños, ligeramente agrandados por los gruesos cristales de las gafas. Tenía mejillas redondas y prietas de ardilla y barriguita de marsupial. No sonrió a Brunetti, pero le tendió la mano. Señaló un sillón situado al otro lado de la mesa, esperó a que su visitante se instalara en él antes de sentarse a su vez y entonces preguntó:

—¿Qué desea saber?

Brunetti sacó del bolsillo interior una pequeña foto publicitaria del director de orquesta y la mostró al médico.

—¿Es el hombre que vino a verle? ¿El que dice usted que era austriaco?

El doctor tomó la foto, la miró un momento y la devolvió a Brunetti.

—Sí; es él.

—¿Por qué vino a verle, doctor?

—¿No va a decirme quién es, por qué le interesa a la policía y si su nombre no es Hilmar Doerr?

Brunetti estaba asombrado de que una persona pudiera vivir en Italia y no haberse enterado de la muerte del maestro, pero sólo dijo:

—Se lo explicaré cuando usted me haya dicho todo lo que sabe de él, doctor. —Antes de que el otro pudiera protestar, agregó-: No quiero que lo que pueda usted decirme esté influido por esa información.

—No será un asunto político, ¿verdad? —preguntó el médico con la profunda desconfianza que sólo un italiano podría poner en la pregunta.

—No; no tiene nada que ver con la política. Le doy mi palabra.

Por muy discutible que el valor de tal prenda pareciera al doctor, éste accedió.

—Está bien. —Abrió la carpeta marrón que tenía encima de la mesa y dijo-: Mi enfermera le dará una copia de todo esto.

—Gracias, doctor.

—Como ya sabe, me dijo que se llamaba Hilmar Doerr, que era austriaco y que vivía en Venecia. Como no estaba inscrito en la seguridad sanitaria italiana, vino a verme en calidad de paciente particular. No vi razón para no creerle. —Mientras hablaba, el médico fue mirando las anotaciones hechas en una hoja de papel milimetrado que tenía delante. Brunetti advirtió lo pulcras que eran, incluso vistas del revés.

»Me explicó que durante los últimos meses había experimentado una pérdida de oído y me pidió una revisión. Esto fue… —dijo el médico volviendo a la primera hoja— …el tres de noviembre.

»Hice las pruebas habituales y descubrí que, tal como él decía, se había producido una considerable pérdida de oído. —Adelantándose a la pregunta de Brunetti, precisó-: Calculé que aún tenía entre un sesenta y un setenta por ciento de la capacidad normal.

»Me sorprendió que dijera no haber notado ninguna anomalía hasta hacía un mes aproximadamente.

—¿Eso podía ser normal en un hombre de su edad?

—Me dijo que tenía sesenta y dos años. ¿He de suponer que también eso es mentira? Si me dijera usted su edad, podría responder a su pregunta con más exactitud.

—Tenía setenta y cuatro años.

Al oír esto, el médico hizo una rectificación en la cubierta de la carpeta.

—No creo que eso cambiara nada —dijo—. Por lo menos, no significativamente. El daño había sido repentino y, por afectar tejido nervioso, era irreversible.

—¿Está seguro, doctor?

El médico no se molestó en contestar.

—Dada la naturaleza de la afección, le pedí que volviera al cabo de dos semanas. Entonces repetí las pruebas y comprobé que el mal había avanzado.

—¿En qué medida había avanzado?

—Yo diría que en otro diez por ciento —respondió el médico volviendo a mirar las cifras del gráfico—. Quizá más.

—¿Pudo usted hacer algo para ayudarle?

—Le recomendé que usara uno de los nuevos audífonos. Confiaba en que pudiera servirle de ayuda, aunque no lo creía.

—¿Y le sirvió?

—No lo sé.

—¿Cómo?

—No ha vuelto a la consulta.

Brunetti hizo un cálculo. La segunda visita había tenido lugar cuando ya habían empezado los ensayos de la ópera.

—¿Podría decirme algo más sobre ese nuevo audífono?

—Es muy pequeño y va montado en unas gafas que pueden llevar cristales normales o graduados. Funciona por el principio de… No sé qué importancia puede tener esto.

En lugar de explicárselo, Brunetti preguntó:

—¿Cree que podía ayudarle en alguna medida?

—Eso es difícil de decir. Muchas cosas no las oímos con el oído. —Al ver el gesto de sorpresa de Brunetti, explicó-: Muchas cosas las leemos en los labios o las deducimos por el sentido de las palabras que oímos en realidad. La persona que lleva un audífono ha aceptado que tiene dificultad de audición y aguza los otros sentidos para captar las señales y mensajes que escapan al oído. Y, como ahora se ha dotado de audífono, cree que esto es lo que le ayuda, cuando en realidad lo que sucede es que los otros sentidos tratan de subsanar las deficiencias del oído.

—¿Y eso sucedió en este caso?

—Como le digo, no puedo estar seguro. Cuando, durante la segunda visita, probó el audífono, me aseguró que oía mejor. Respondía a mis preguntas con más precisión, pero eso lo hacen todos, aunque no haya mejora. Yo estoy delante de ellos, les pregunto directamente, les miro, me miran. Durante las pruebas de audiometría, cuando los sonidos les llegan a través de los auriculares, sin señales visuales, casi nunca hay mejoría. Por lo menos, en casos como éste.

Brunetti reflexionó un momento y preguntó:

—Doctor, ha dicho usted que, en el segundo reconocimiento, advirtió una mayor pérdida de oído. ¿Sospecha cuál pudiera ser la causa de una pérdida tan repentina?

Por su sonrisa, era evidente que el médico esperaba esta pregunta. Juntó las manos encima de la mesa, con los dedos entrelazados, como un médico de serie de televisión.

—Podría influir la edad, aunque, tratándose de una pérdida tan repentina, no es probable. O una infección del oído, pero probablemente hubiera sentido dolor, o vértigo, y él dijo no haberlos sufrido. O, incluso, el uso continuado de diuréticos, pero no tomaba.

Other books

Adventures of a Sea Hunter by James P. Delgado
Now in November by Josephine W. Johnson
Princess in Disguise by Karen Hawkins
Make Me Melt by Nicki Day
Providence by Anita Brookner
Love Comes in Darkness by Andrew Grey
The Last Wish by Sapkowski, Andrzej
The Life Business by John Grant