Muerte en la vicaría (10 page)

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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: Muerte en la vicaría
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Me sentí irritado.

—Traté de decírselo en tres ocasiones distintas —repuse—, pero en cada una de ellas se negó usted a escucharme.

—Eso es sólo una excusa, señor. Me lo hubiera dicho si hubiera tenido intención de hacerlo. El reloj y la nota parecen encajar perfectamente. Ahora, según usted, el reloj no marcaba la hora verdadera. Jamás he visto cosa parecida. ¿Qué motivo puede haber para tener un reloj adelantado un cuarto de hora?

—Se supone que tal hecho induce a ser puntual.

El inspector se burló.

—No creo que necesitemos hablar de ello ahora, inspector —dijo el coronel Melchett con tacto—. Debemos averiguar la verdad de boca de mistress Protheroe y el joven Redding. Llamé a Haydock y le encargué que trajese a mistress Protheroe aquí. Quizá sería preferible que hiciéramos venir primero a Redding.

—Llamaré a la comisaría —dijo el inspector, descolgando el teléfono—. Nos es preciso aclarar conceptos. Y ahora —se dirigió a nosotros— empecemos a trabajar en esta habitación.

Me miró significativamente.

—Quizá será mejor que salga —observé.

El inspector abrió inmediatamente la puerta.

—Vuelva cuando llegue el joven Redding —dijo el coronel Melchett—. Es usted amigo suyo, y acaso pueda influir para que nos cuente la verdad.

Encontré a miss Marple y a mi esposa con las cabezas juntas.

—Hemos estado discutiendo toda clase de posibilidades —dijo Griselda—. Quisiera que solucionara usted el caso, miss Marple, como cuando desaparecieron los camarones de miss Wetherby; y todo porque el hecho le recordó algo muy distinto acerca de un saco de carbón.

—Se está usted burlando, querida —repuso miss Marple—; pero, después de todo, es un sistema muy bueno para llegar a la verdad de las cosas. Es lo que la gente llama intuición. La intuición es como leer una palabra sin tener que deletrearla. Los niños no pueden hacerlo, porque tienen muy poca experiencia, pero una persona mayor conoce la palabra porque la ha visto muchas veces anteriormente. ¿Comprende usted lo que quiero decir, vicario?

—Sí —repuse lentamente—. Creo que sí. Si una cosa le recuerda otra, probablemente es de la misma naturaleza.

—Exactamente.

—¿Qué le recuerda el asesinato del coronel Protheroe?

Miss Marple suspiró.

—Esa es precisamente la dificultad. ¡Me vienen tantas cosas a la cabeza! Por ejemplo, el caso del mayor Hargraves, capillero y persona muy respetada. Sin embargo, tenía una amante, una antigua doncella. Y cinco niños, realmente cinco. Fue un disgusto terrible para su esposa e hija.

Traté de imaginarme al coronel Protheroe en el papel de rufián secreto, pero fracasé.

—Hubo también el caso de la lavandera —prosiguió miss Marple—. El broche de ópalo de miss Hartnell quedó prendido en una blusa fruncida, que se mandó a la lavandera. La mujer que lo cogió no lo quería para ella, ni era tampoco una ladrona. Simplemente, lo escondió en casa de otra mujer, y dijo a la policía que la había visto cogerlo. Lo hizo por despecho, simplemente por despecho. Es un motivo asombroso. Había un hombre de por medio, naturalmente.

Esta vez no encontré similitud alguna, ni siquiera remota.

—Y el caso de la hija del pobre Elwell —siguió diciendo miss Marple—. Era una muchacha muy hermosa. Trató de asfixiar a su hermanito. Y también lo del dinero para la excursión de los muchachos del coro, antes de que viniera usted, querido vicario, sustraído por el organista. Su esposa había contraído muchas deudas. Sí. Este caso hace pensar en muchas cosas, quizá demasiadas. Es muy difícil llegar a la verdad.

—Me gustaría que me dijera quiénes son sus siete sospechosos —dije.

—¿Los siete sospechosos?

—Dijo usted que podía pensar en siete personas a quienes la muerte del coronel Protheroe podría complacer.

—¡Ah, sí!

—¿Era verdad?

—Claro que sí, pero no debo mencionar nombres. Puede usted imaginar quiénes son con mucha facilidad.

—Pues no puedo. Está Lettice Protheroe, supongo, puesto que probablemente heredará a su padre. Pero es absurdo pensar en ella en este sentido. Fuera de Lettice, no puedo imaginar a nadie más.

—¿Y usted, querida? —dijo miss Marple, volviéndose hacia Griselda.

Me sorprendió que Griselda se sonrojara. Algo muy parecido a las lágrimas asomó a sus ojos. Cerró fuertemente los puños.

—¡Oh! —exclamó indignada—. La gente es odiosa, odiosa. ¡Dicen cosas tan horribles…!

La miré curioso. No es propio de Griselda excitarse de esta manera. Observó mi mirada y trató de sonreír.

—No me mires como si fuera un bicho raro, Len —exclamó—. No debemos alejarnos del punto principal. Me niego a creer que Lawrence o Anne tuvieran que ver en el asesinato y, naturalmente, Lettice está completamente descartada. Debe haber alguna pista que pueda ayudarnos a llegar a la verdad.

—Está la nota, desde luego —observó miss Marple—. Recuerde que esta mañana dije que me llamaba la atención y que la creía muy extraña.

—Parece fijar la hora de la muerte con gran exactitud —dijo—. Y, sin embargo, ¿es ello posible? Mistress Protheroe apenas se hubiera alejado entonces del gabinete y quizá ni hubiese tenido tiempo de llegar al estudio. Sólo puedo explicármelo pensando que él consultó su propio reloj y que estaba atrasado. Me parece una buena solución.

—Tengo otra idea —observó Griselda—. Supón, Len, que el reloj hubiera sido atrasado antes… No, eso nos lleva al mismo punto. ¡Qué tonta soy!

—No había sido tocado cuando yo salí —contesté—. Recuerdo haberlo comparado con el mío. Sin embargo, ello no tiene nada que ver con el caso.

—¿Qué cree usted, miss Marple? —preguntó Griselda.

La solterona meneó la cabeza.

—Querida, debo admitir que no pensaba en ello desde este punto de vista. Lo que más me llama la atención es el contenido de la carta.

—No comprendo por qué —dijo—. El coronel Protheroe, simplemente, escribió que no podía esperar más tiempo.

—¿A las seis y veinte? —repuso miss Marple—. Su cocinera, Mary, le había ya dicho que usted no regresaría antes de las seis y media, y él pareció dispuesto a esperar hasta esa hora. Sin embargo, a las seis y veinte se sienta a escribir que no puede esperar más tiempo.

Miré a la vieja solterona, sintiendo gran respeto por su ágil imaginación. Había observado lo que nosotros dejamos de ver. Era una cosa muy extraña, muy extraña…

—Si por lo menos la carta no indicase la hora…

Miss Marple meneó la cabeza.

—Exactamente —dijo—. ¡Si no indicase la hora!

Traté de ver con los ojos de la imaginación aquella hoja de papel y los inseguros rasgos y, en el encabezamiento, netamente escrita, la hora: «6.20». Los números se diferenciaban del resto de la carta.

—Supongamos que no figurase la hora —dije—. Supongamos que hacia las seis y treinta el coronel Protheroe se impacientara y se sentara a escribir que no podía esperar más tiempo, y que mientras estaba ocupado en ello alguien entrara por la puerta ventana.

—O por la otra puerta —sugirió Griselda.

—Recuerde que el coronel Protheroe era bastante sordo —observó miss Marple.

—Sí, es cierto. No lo hubiera oído. No importa por dónde viniera; el asesino se dirigió hacia él por la espalda y disparó. Entonces vio la nota y el reloj y se le ocurrió la idea. Escribió «6.20» en el encabezamiento de la carta y atrasó el reloj a las seis y veintidós. Fue una idea inteligente que le daba lo que debió considerar una perfecta coartada.

—Y nosotros debemos encontrar —dijo Griselda— a alguien que tenga una coartada perfecta para las seis y veinte, pero no para las… Oh, no es fácil decir para qué hora.

—Podemos fijarla, dentro de ciertos límites —repuse—. Haydock da las seis y treinta como la hora base. Quizá pudiéramos alargar hasta las seis y treinta y cinco por las razones antedichas. Parece claro que Protheroe no debió impacientarse antes de las seis y treinta. Creo que podemos asegurar que ello fue así.

—Entonces el disparo que yo oí… Sí, supongo que es posible. Y no le di importancia. Ahora que pienso en ello, me parece que sonó de manera distinta de los disparos que uno está acostumbrado a oír. Sí, había una diferencia.

—¿Más fuerte? —sugerí.

No, miss Marple no creía que hubiese sido más fuerte. En realidad encontraba difícil decir en qué se diferenciaba, pero insistía en que era distinto.

Creía que se estaba persuadiendo a sí misma de ello más que realmente recordándolo, pero acababa de dar un tan interesante y nuevo punto de partida que sentí gran respeto por ella.

Se levantó, murmurando que debía volver a su casa; se había dejado vencer por la tentación de venir a discutir el caso con Griselda. La acompañé hasta la verja y cuando regresé encontré a mi esposa sumida en sus pensamientos.

—¿Estás pensando en la nota? —murmuré.

—No.

Se estremeció y agitó los hombros con impaciencia.

—He estado meditando, Len. Alguien debe haber odiado mucho a Anne Protheroe.

—¿Odiado?

—Sí. ¿No lo ves? No hay pruebas de ninguna clase contra Lawrence; la poca evidencia en su contra puede ser llamada accidental. Se le ocurrió venir aquí. Si no hubiese venido, nadie le hubiera relacionado con el crimen. Pero Anne es distinto. Supón que alguien supiese que ella estuvo aquí exactamente a las seis y veinte. El reloj y encabezamiento de la carta señalan a ella. No creo que el reloj fuera puesto a esa hora solamente para establecer una coartada, sino con intención directa de mezclarla a ella en el asesinato. De no haber sido por la afirmación de miss Marple, asegurando que no llevaba pistola alguna y observando que solamente tardó un breve instante en dirigirse al estudio… Sí, si no hubiese sido por esto… —se estremeció nuevamente—. Creo que alguien odia mucho a Anne Protheroe, Len, y no me gusta.

C
APÍTULO
XII

F
UI llamado al gabinete cuando Lawrence Redding llegó. Parecía deshecho y se me antojó sospechoso. El coronel Melchett le saludó con palabras bastante cordiales.

—Queremos hacerle algunas preguntas aquí, en el lugar del asesinato —dijo.

Lawrence habló, ligeramente burlón.

—¿Reconstrucción del crimen? ¿No es una idea de origen francés?

—Mi querido muchacho —observó el coronel Melchett—, no adopte este tono al dirigirse a nosotros. ¿Se da usted cuenta de que alguien más se ha confesado también responsable del crimen que usted pretende haber cometido?

El efecto que tales palabras causaron en Lawrence fue doloroso e inmediato.

—¿Al… alguien más? —tartamudeó—. ¿Quién?

—Mistress Protheroe —repuso el coronel Melchett, mirándole atentamente.

—Es absurdo. Ella no lo hizo. No pudo haberlo hecho. Es imposible.

Melchett le interrumpió.

—No creímos en su confesión, aunque puede parecer extraño. Tampoco creemos la suya. El doctor Haydock afirma que el asesinato no pudo haberse cometido a la hora que usted dice que lo llevó a cabo.

—¿Eso dice el doctor Haydock?

—Sí, y ello le libra a usted de toda sospecha, le guste o no. Ahora queremos que nos ayude, que nos diga exactamente lo ocurrido.

Lawrence vacilaba.

—¿No me engaña usted respecto a mistress Protheroe? ¿Es realmente cierto que no sospechan de ella?

—Le doy mi palabra de honor —repuso Melchett.

Lawrence suspiró profundamente.

—He sido un tonto —dijo—. ¡Cómo pude por un solo momento haber pensado en ella…!

—Cuéntenos la verdad —sugirió el jefe de policía.

—No hay mucho que decir. Yo…, yo vi a mistress Protheroe aquella tarde…

Hizo una pausa.

—Ya lo sabemos —dijo Melchett—. Quizá usted crea que sus sentimientos por mistress Protheroe y los de ella hacia usted constituían un secreto entre ambos; pero, en realidad, eran conocidos y comentados. De todas formas, ahora se hubiera descubierto.

—Muy bien, pues. Creo que tiene usted razón. Había prometido al vicario —me miró— que me marcharía del pueblo en seguida. Aquella tarde me encontré con mistress Protheroe en el estudio a las seis y cuarto. Le dije lo que había decidido. También ella creyó que era lo mejor que podíamos hacer. Nos…, nos despedimos.

»Salimos casi inmediatamente del estudio. El doctor Stone se unió a nosotros. Anne aparentó perfecta naturalidad. Yo no pude hacerlo. Me fui con Stone al Blue Boar y tomé un trago. Entonces decidí ir a casa, pero cuando llegué a la esquina de esta calle cambié de pensamiento y vine a ver al vicario. Sentía necesidad de hablar con alguien para desahogarme.

»La criada me dijo que el vicario estaba ausente, pero que no tardaría en regresar, y que el coronel Protheroe estaba en el gabinete, esperándole. No quise volver sobre mis pasos para no parecer que intentaba evitarle. Dije a la criada que esperaría también, y entré en el gabinete.

Hizo una pausa.

—¿Qué más? —preguntó el coronel Melchett.

—Protheroe estaba sentado en el escritorio, tal como lo encontraron ustedes. Fui hasta él. Estaba muerto. Entonces vi la pistola en el suelo, junto a él. La recogí y vi en seguida que era mi pistola.

»Eso me sobresaltó. ¡Mi pistola! Y entonces, sin detenerme a pensar, llegué a una conclusión. Anne debió haberla cogido en alguna ocasión, seguramente con intención de utilizarla contra sí misma, pues no podía seguir soportando el trato que le daba su marido. Quizá aquel día la llevaba consigo. Cuando nos separamos en el pueblo debió regresar aquí y… Debí estar loco al pensar así, pero esto es lo que se me ocurrió. Guardé la pistola en el bolsillo y salí. Encontré al vicario junto a la verja y sentí súbitamente grandes deseos de reír. Recuerdo haber gritado algo absurdo y observado cómo su cara cambiaba. Estaba completamente fuera de mí. Caminé hasta que no pude soportar más. Si Anne había cometido ese horrible crimen, yo era, por lo menos moralmente, responsable de ello. Entonces me presenté a la policía.

Se produjo una pausa cuando dejó de hablar. Después el coronel habló con voz seca.

—Quisiera hacerle una o dos preguntas. Primero: ¿tocó usted o movió el cadáver en alguna forma?

—No, no lo toqué. Era posible ver que estaba muerto sin necesidad de hacerlo.

—¿Observó usted una nota sobre la carpeta, medio oculta con su cuerpo?

—No.

—¿Tocó usted el reloj?

—No. Me parece recordar un reloj derribado encima de la mesa, pero no lo toqué.

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