Muerte y vida de Bobby Z (18 page)

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Authors: Don Winslow

Tags: #Policíaco

BOOK: Muerte y vida de Bobby Z
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También calcula que pronto llegará el momento de abrirse, antes de que el viejo encuentre alguien a quien venderlo.

Reflexiona sobre esos complicados asuntos mientras Kit y él guardan las provisiones en el coche. El problema es que Tim ha estado fuera del trullo el tiempo suficiente como para que su paranoia se oxide, de modo que no repara en el motero parado al otro lado de la carretera, que lo mira un segundo de más. Para ser justos con Tim, hace frío en la montaña, todavía hay manchas de nieve en el suelo, y el tipo lleva un abrigo de pastor australiano sobre su uniforme de motero.

No obstante, este sí se fija en él, aunque tiene que darle muchas vueltas antes de llegar a El Cajón y recordar de qué lo conoce. El niño lo ha despistado al principio, pero después recuerda a Tim del patio de San Quintín.

Y como nunca está de más hacerles un favor a los hermanos de Los Ángeles, llama a uno de los clubes y, un par de horas después, el feo cabronazo de Boom-Boom le devuelve la llamada.

—¿Sí? —dice Boom-Boom, como si estuviera cabreado porque lo hubieran interrumpido en algo importante.

—Adivina a quién he visto hace un rato.

—¿A quién? —pregunta sin ningún interés.

—A Tim Kearney —contesta el otro.

Entonces el interés de Boom-Boom se despierta de golpe.

Se pone casi parlanchín.

42

Tim decide que ya ha llegado el momento de llamar al Monje, porque no va a vivir en paz hasta que ajuste cuentas con Huertero. Mete a Kit en el coche y se van hasta Julian, a unos cuarenta y cinco kilómetros de distancia, para llamar.

Lo hacen así porque Tim imagina que sería estúpido y memo llamar desde la cabina telefónica del motel, y está haciendo lo posible por dejar de ser un memo estúpido, y que te jodan, agente Gruzsa.

No obstante, Kit pilla la jugada en cuanto paran en Julian, una antigua y decadente ciudad minera de las montañas, que ahora se dedica a vender pastel de manzana a los turistas. Parece salida de una película del oeste, de modo que la cabina parece fuera de lugar.

—¿Hemos venido hasta aquí para hacer una llamada telefónica? —pregunta el crío.

—Sí.

—Pero si hay una cabina en el motel —dice con esa voz de asombro típica de los niños.

—Son cosas del espionaje —contesta Tim—. ¿Y si siguen el rastro de la llamada?

—Guay.

—Tope guay. Espera en el coche.

—¿Por qué?

Kit está muy enfadado. No quiere que lo deje fuera de ninguna actividad relacionada con el espionaje.

Tim está a punto de replicar «Porque yo te lo digo y punto», pero entonces recuerda a su viejo y se lo piensa mejor.

—¿Y si te capturan? —dice en cambio.

—¿Capturarme?

Kit ha palidecido un poco, como si hubiera olvidado que se trata de un juego.

—Sí, capturarte. No puedes contar lo que no sabes.

Lo cual no es estrictamente cierto, piensa Tim, porque él conoció a montones de tíos en la trena que se pasaban todo el tiempo contando cosas que no sabían a la oficina del fiscal. Por lo general les salía bien, porque el fiscal del distrito siempre les creía, pues eso le permitía atornillar a algún pobre capullo contra el cual no tenía pruebas suficientes para condenarlo. Lo más sencillo era hacer que le trajeran a alguna rata de cárcel para que le dijera: «Estábamos sentados en la celda y ese tío me dijo que lo había hecho él».

Sea como sea, no cree que deba explicarle esa miserable realidad de la vida al chaval (que no tiene alma de rata), de modo que repite:

—No puedes contar lo que no sabes.

Kit muerde el anzuelo.

—Y, además, alguien ha de vigilar nuestro coche de espías —dice.

—Exacto —contesta Tim.

—Por si vienen los malos.

—Exacto.

—¿Qué aspecto tienen los malos?

A él le gustaría contestar: «Si no se refleja en el espejo, es que es malo», pero en cambio dice:

—Conducen coches plateados.

—¿Plateados?

—Sí.

—Vale —asiente Kit muy serio, y se dispone a vigilar la aparición de coches plateados.

Tim va al teléfono y marca el número que le dio Elizabeth.

El corazón le va a toda caña, porque no sabe quién va a descolgar.

Tres timbrazos y una voz apagada contesta:

—¿Diga?

—Soy yo —dice Tim.

Una pausa larga de cojones, durante la cual piensa que quizá sea mejor colgar y salir cagando leches. Está a punto de hacer mutis por el foro cuando la voz dice:

—¿Bobby?

Como si no pudiera creerlo, ¿vale? Como si estuviera loco de puta alegría.

Como si alguien hubiera regresado de entre los muertos.

—Sí —responde él—. Bobby.

Después decide correr un gran riesgo.

—¿Quién eres? —pregunta.

Otra pausa.

Huye, piensa Tim. Pero aguanta.

—Soy yo, tío —dice la voz—. El Monje.

¿El Monje? El Monje era el tipo, ¿no? La mano derecha de Bobby. El hombre que sabe dónde está escondido todo.

—Me alegro de oírte, tío.

—Yo también. ¿Dónde has estado? —pregunta el Monje—. Tu madre y yo estábamos locos de preocupación por ti.

—¿Que dónde he estado?

—Suenas diferente.

Mierda. Huye, piensa Tim. Sube al coche y vete lo más lejos posible.

Como por ejemplo... ¿dónde? No serviría de gran cosa. He de superar esto, se dice, y adopta un tono de voz irritado.

—Tú también sonarías diferente, si hubieras estado donde yo. ¿Has visto alguna vez una cárcel tailandesa, Monje?

—Hasta el momento he eludido ese placer, nene.

Nene. Que te den, nene.

—Buena idea.

—¿Vas a venir?

—Es demasiado peligroso, tío.

Casi puede oír pensar al tipo.

—¿Qué necesitas? —pregunta el Monje.

—Dinero. Y un pasaporte nuevo.

—Pedid y se os concederá.

—Pido. Para empezar, necesito veinte mil.

—¿Quieres que nos encontremos donde siempre?

Me encantaría, piensa Tim, solo que nadie me dijo dónde era.

—No —contesta.

—Vale, ¿dónde?

Algún lugar con mucha gente, piensa él.

Un sitio al que pueda ir con un crío.

—En el zoo —contesta.

—¿El zoo?

—El zoo de San Diego. Mañana. A las dos.

—¿Dónde, exactamente?

Tim nunca ha estado allí, pero supone que en todos los zoos hay elefantes.

—Delante de los elefantes.

Además, a Kit le gustará verlos, ¿no? A los niños les gustan los elefantes.

Tim oye que el Monje está pensando de nuevo.

—Llevaré el material en una bolsa de plástico de Ralph's. ¿Puedes conseguir tú otra?

—Claro.

—A las dos.

Tim decide arriesgarse de nuevo.

—También necesito cierta información.

—Dispara.

—¿Qué le hicimos a Don Huertero?

Utiliza el plural para meter en el saco al Monje. Para despertarle algo más que un simple interés superficial.

Y el otro se lo piensa durante mucho rato. A no ser que esté intentando localizar el número.

—¿Y bien? —pregunta Tim.

—No se me ocurre nada.

—¿Tenemos algo que le pertenezca?

—Nada, que yo sepa.

—Averígualo, ¿eh? —ordena Tim—. Hablaremos mañana.

Y cuelga. Si el Monje estaba intentando localizar el número, es hora de largarse. Además, Kit está dando saltitos en el asiento porque un coche plateado se acerca por la calle.

—Los malos —susurra cuando Tim se sienta al volante.

—Tendremos que despistarles —susurra él a su vez.

—¿Podremos conseguirlo?

—Oh, sí.

Soy Bobby Z, ¿vale?

Tim encuentra una ferretería, donde compra un trozo de tubería de PVC, una sierra metálica y estropajo de aluminio. En la tienda de Mount Laguna compra la porquería habitual, dónuts con virutas de chocolate y la bandeja de masa para galletas más delgada que tienen.

Va cargado con toda esa mierda cuando Kit se adelanta corriendo para abrir la puerta de la cabaña.

Es curioso, piensa Tim, con qué poco se puede hacer feliz a un niño.

Esa noche hornean galletas. Al menos Kit, porque él no tiene ni puta idea de cómo hacerlo. Intentó conseguir un trabajo en la cocina de San Quintín, pero lo pusieron a fabricar matrículas.

43

El Monje cuelga el teléfono y mira el mar. El salón tiene ventanas del suelo al techo, de modo que no es muy difícil. La casa está situada en un cabo con acantilados rocosos en tres de sus lados, de modo que si quiere ver el mar puede hacerlo sin ni siquiera estirar el cuello. Tiene la playa de El Morro a su derecha y Laguna Beach a su izquierda. Una vista de un millón de dólares, como debe ser, porque la casa costó tres veces esa cantidad.

Dinero de la droga. Dinero de Bobby Z.

El problema es que ahora ha vuelto.

Lo que tiene acojonado al Monje no es que haya vuelto (eso es un problema del mundo físico), sino que la profecía de One Way se haya cumplido.

Si has enviado a Dios a freír espárragos, las profecías cumplidas te ponen un poco de los nervios.

¿El zoo?, piensa. ¿Desde cuándo va Bobby al zoo? ¿Por qué no nos encontramos en la cueva de Salt Creek Beach, como siempre? ¿O en la escalinata de Three Arch Bay? ¿Por qué el zoo?

Porque no confía en ti, piensa el Monje. Quiere un lugar público.

Paranoia. El Monje suspira mientras abre la puerta cristalera y sale a la terraza. Es el azote del mercado de la droga, la paranoia.

Veinte mil y un pasaporte. ¿Veinte mil? Calderilla para Bobby, pero da la impresión de que está ansioso por meterles mano. Y un pasaporte. Se larga otra vez del país, eso debe de significar que nota la proximidad del calor del infierno, y no solo la de Don Huertero. No se puede abandonar la jurisdicción de Don Huertero. Vivo, al menos.

Y a quién quiere engañar Bobby con eso de «¿qué le he hecho a Don Huertero?». El Monje se pregunta si alguien estaría escuchando la conversación. Como si Huertero ya hubiera capturado a Bobby y le estuviera tendiendo una trampa.

En un mundo sin Dios no existe lealtad, piensa.

Porque la verdad es que el Monje dejó en pelotas a Don Huertero. Y a Bobby, de paso. Bobby cobró dinero del mexicano (tres millones de dólares yanquis) para comprar opio tailandés, que les entregó a los chicos de Huertero en Bangkok. Pero el Monje los delató a la policía tailandesa, y después se dividió el opio y los beneficios con los tais.

Lo siento, Don Huertero, pero la policía tai les dio por saco a sus chicos. Diga
adiós
a su inversión. Qué mala suerte.

Bien, piensa Monje mientras ve a unos surferos aprovechar las olas que rompen contra el arrecife en El Morro, Huertero debe de haberlo averiguado.

Y está cabreado.

Y ahora Bobby está metido en un lío y quiere saber por qué. Querrá echarles un vistazo a esos libros. Probablemente querrá recuperar el dinero.

Me parece que no va a poder ser, piensa el Monje.

Va a la ciudad y medita sobre el universo mientras toma un capuchino. Aún es incapaz de imaginar cómo esa víctima del ácido, One Way, supo que Z había vuelto.

Pensarlo lo acojona.

Lo acojona tanto que va a Dana Point a mirar el barco.

Mira hacia atrás cuando baja por la grada. No ve a One Way ni a nadie más, de modo que empieza a pensar que hasta un lunático tiene un día de suerte de vez en cuando en el tema de las profecías.

¿Cierto? Si un esquizo del diez como Juan el Bautista dio en el blanco, tal vez One Way también pueda. Así que relájate.

El Monje se mete en el barco y empieza a trabajar con un destornillador y un cuchillo de carpintero. Dos horas después, levanta una de las tablas y busca en el casco.

Palpa los paquetes de dinero bien envueltos.

Trabaja con diligencia para devolver la tabla a su sitio, y mientras trabaja piensa.

Tal vez haya llegado el momento de largarse.

Pero antes tiene que darle a Bobby su calderilla y su pasaporte.

Y después matarlo.

44

Gruzsa está cabreado porque sus zapatos nuevos se han manchado de ceniza.

Está de pie entre las ruinas de Casa Brian Cervier y el viento arroja ceniza sobre su par de flamantes Bostonians color vino que compró de rebajas en Nordstrom.

Gruzsa también está de mal humor porque se cargaron a Brian hace casi dos semanas y nadie ha pensado en decírselo hasta ahora. De modo que ahí está, en el puto culo del mundo, estropeándose los zapatos y contemplando los restos del pervertido y drogadicto Brian Cervier, que parece una víctima de una bomba de napalm, y Gruzsa supone que, teniendo en cuenta la magnitud del desastre, ese estúpido jamelgo de Tim Kearney ha de estar implicado.

—¿Monóxido de carbono en los pulmones? —le pregunta al joven agente de la DEA cuyo nombre ya ha olvidado y que da la impresión de llevar en el trabajo menos de un mes.

—El forense dice que no.

—Así que Brian tuvo suerte. Murió antes del incendio. ¿Toda su ropa se quemó?

—No, estaba desnudo.

De modo que tuvo suerte hasta cierto punto, piensa.

—¿Y dicen que Bobby Z estaba aquí? —pregunta Gruzsa por enésima vez.

—Localizamos a algunos miembros del servicio en Borrego Springs, y todos dicen que un tal señor Z estaba alojado en la casa.

—Pero no hemos encontrado el cadáver del señor Z —dice Gruzsa.

—No.

Porque el señor Z es un cabronazo muchísimo más listo de lo que yo sospechaba, admite para sí Gruzsa.

—¿Y el teutón muerto? —pregunta.

—Un fallo del motor —explica el chaval—. No parece relacionado.

—¿Qué te pasa? ¿Eres estúpido? Tienes a un yonqui traficante de drogas y de personas, su socio en el negocio cayó del cielo como un meteoro, tienes una roca grande en pleno desierto rodeada de indios muertos como en una película de John Wayne, ¿y crees que no está relacionado? ¿Qué te crees, que la casa fue alcanzada por un rayo y estalló como Nagasaki? ¿De dónde eres, de Iowa?

El chico se pone rojo, y no a causa del sol.

—De Kansas —dice.

—Cojonudo. Tengo que enfrentarme al jodido Don Huertero, al jodido Bobby Z y a saber a cuántos jodidos más, y tengo a mi lado a un panoli de Kansas. Dime la verdad, ¿en Kansas hay drogas?

—Claro.

—Claro. ¿Cuáles?

El chico empieza a recitar una lista, pero Gruzsa no le escucha. Está pensando en que ese perdedor nato de Kearney se está empezando a creer que es el gran Bobby Z, y empieza a dejar un reguero de cadáveres tras sí como migas de pan. El muy capullo se cree que es Hansel o algo por el estilo. Bueno, al menos ha dejado un rastro.

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