Read Muerto y enterrado Online
Authors: Charlaine Harris
A las ocho ya estaba levantada y vestida, algo temprano para mí. A pesar de estar activa de mente y cuerpo, me sentía tan arrugada como mis sábanas. Deseé que alguien me estirara como yo lo hago con ellas. Amelia estaba en casa (vi que no faltaba su coche mientras me hacía el café) y noté que Octavia se deslizaba dentro del cuarto de baño del pasillo. Se antojaba una mañana como cualquier otra en mi casa.
Pero el patrón quedó roto cuando alguien llamó a la puerta delantera. Normalmente se oye primero el crujir del camino de grava, pero esa mañana tenía la cabeza más pesada que de costumbre y no me di cuenta.
Ojeé por la mirilla para ver a un hombre y una mujer, ambos ataviados con trajes formales. No parecían Testigos de Jehová o invasores domésticos. Expandí mi mente hacia ellos y no encontré hostilidad o rabia. Sólo curiosidad.
Abrí la puerta con una brillante sonrisa.
—¿Puedo ayudarles? —dije. El aire helado se ensañó con mis pies descalzos.
La mujer, que probablemente tenía cuarenta y pocos, me devolvió la sonrisa. Su pelo castaño mostraba alguna cana incipiente y lo llevaba con un sencillo corte a la altura de la barbilla. Vestía un traje negro con zapatos y jersey a juego. Portaba una bolsa del mismo color; no era exactamente un bolso, sino más bien como el maletín de un portátil.
Extendió su mano para saludarme, y al tocarla supe más. Me costó lo mío disimular el sobresalto.
—Venimos de la oficina del FBI en Nueva Orleans —dijo, abriendo la conversación con una señora carga de profundidad—. Soy la agente Sara Weiss. Él es el agente especial Tom Lattesta, de nuestra oficina en Rhodes.
—¿Y están aquí por…? —Mantuve la expresión dulcemente neutra.
—¿Podemos pasar? Tom ha hecho todo el camino desde Rhodes para hablar con usted y el aire caliente se escapa de la casa.
—Claro —dije, a pesar de no tenerlo nada claro. Me esforcé por averiguar qué querían, pero no me fue nada fácil. Sólo sabía que no querían arrestarme o hacer nada drástico por el estilo.
—¿Venimos en mal momento? —preguntó la agente Weiss. Insinuaba que estaría encantada con volver más tarde, aunque sabía que no era verdad.
—Es tan buen momento como cualquier otro —dije. Mi abuela me habría propinado una de sus miradas punzantes ante mi falta de amabilidad, pero a la abuela nunca le había visitado el FBI. No era precisamente una visita de cortesía—. Tengo que salir para el trabajo dentro de poco —añadí, para dotarme de una vía de escape.
—Lamentamos lo de la madre de su jefe —dijo Lattesta—. ¿No hubo problemas durante el gran anuncio en el bar? —Por su acento, estaba segura de que había nacido al norte de la línea Mason-Dixon, y por su conocimiento de la identidad y el paradero de Sam estaba claro que había hecho los deberes investigando mi lugar de trabajo.
La sensación de náusea que se había iniciado en la boca de mi estómago no hizo sino intensificarse. Por un momento, deseé tanto que Eric estuviese allí que incluso me mareé un poco, pero desvié la mirada a la ventana y, al ver cómo brillaba el sol, la frustración se hizo más profunda. «Es lo que hay», me consolé.
—Los licántropos hacen que el mundo sea un sitio más interesante, ¿verdad? —dije. Me apareció en la boca una de esas sonrisas que delatan lo nerviosa que estoy—. Me llevaré sus abrigos. Por favor, tomen asiento —indiqué el sofá, donde se sentaron—. ¿Les apetece algo de café o té helado? —pregunté, agradeciendo las enseñanzas de la abuela para mantener la conversación fluida.
—Oh —dijo Weiss—. Un té helado sería maravilloso. Sé que hace frío, pero me encanta tomarlo todo el año. Soy una sureña de los pies a la cabeza.
Y un poco exhibicionista al respecto, en mi opinión. No tenía interés en que Weiss fuese a convertirse en mi mejor amiga, ni intención de intercambiar recetas con ella.
—¿Y usted? —pregunté, mirando a Lattesta.
—Claro, gracias —dijo.
—¿Con o sin azúcar? —Lattesta pensó que sería interesante probar el té dulce del sur, y Weiss también lo quiso así para estrechar lazos—. Permitan que les diga a mis compañeras de casa que tenemos visita —dije y grité escaleras arriba—: ¡Amelia! ¡Han venido los del FBI!
—Bajaré en un momento —respondió, nada sorprendida. Sabía que había estado pendiente de cada palabra desde el pie de la escalera.
Y también apareció Octavia, con sus pantalones verdes favoritos y una camisa a rayas de manga larga, tan digna y dulce como cualquier mujer negra de cierta edad y pelo blanco pueda parecerlo. No tiene nada que envidiarle a Ruby Dee.
—Hola —saludó, sonriente. A pesar de parecer la dulce abuela de cualquiera, Octavia era una poderosa bruja capaz de lanzar conjuros con una precisión casi quirúrgica—. Sookie no nos ha dicho que esperaba visita. De lo contrario, habríamos limpiado un poco la casa. —Su sonrisa aumentó. Agitó una mano para indicar el impoluto salón. Puede que no optase a salir en la revista
Southern Living
, pero estaba más limpio que una patena.
—Creo que está perfecto —respondió Weiss, respetuosa—. Ojalá mi casa tuviese un aspecto tan limpio. —Decía la verdad. Weiss tenía dos hijos adolescentes, un marido y tres perros. Sentí mucha simpatía, y puede que un poco de envidia, hacia la agente Weiss.
—Sookie, traeré té para nuestros invitados mientras habláis —dijo Octavia con su tono más dulce—. Ustedes no se muevan.
Los agentes se acomodaron en el sofá, mirando el viejo salón con interés hasta que regresó con dos servilletas y sendos vasos con té dulce entre el agradable traqueteo del hielo picado. Me levanté de la silla que estaba frente al sofá para colocar las servilletas y Octavia puso los vasos encima. Lattesta echó un largo trago. La comisura de la boca de Octavia se torció imperceptiblemente cuando el otro puso cara de desconcierto y luego hizo todo lo posible por mudar la expresión en agradable sorpresa.
—¿Y qué es lo que querían preguntarme? —Era momento de ir al grano. Les sonreía sin disimulo, con las manos dobladas sobre el regazo, los pies en paralelo y las rodillas juntas.
Lattesta había traído un maletín, que puso sobre la mesa y abrió. Sacó una foto y me la entregó. Había sido tomada a plena tarde en la ciudad de Rhodes haría algunos meses. La foto era bastante clara, a pesar de que el aire que rodeaba a todo el mundo estaba clareado por las nubes de polvo que se habían levantado con el derrumbe del Pyramid of Gizeh.
Mantuve la mirada clavada en la foto y la sonrisa fija en la boca, incapaz de impedir que el corazón se me cayera a los pies.
En la foto, Barry el botones y yo estábamos de pie juntos en medio de las ruinas del Pyramid, el hotel para vampiros que una célula de la Hermandad había volado el pasado mes de octubre. Yo era más reconocible que mi compañero, ya que Barry estaba de perfil. Yo miraba a la cámara, inconsciente de su presencia, con los ojos puestos sobre Barry. Ambos estábamos cubiertos de tierra, sangre, polvo y cenizas.
—Ésa es usted, señorita Stackhouse —dijo Lattesta.
—Así es. —De nada servía negar que la mujer de la imagen era yo, por mucho que me hubiera encantado hacerlo. La contemplación de la foto me provocó náuseas al recordar ese día con demasiada claridad.
—¿Se hospedaba en el hotel cuando se produjo la explosión?
—Sí.
—Estaba allí en calidad de empleada de Sophie-Anne Leclerq, una vampira mujer de negocios. Aquella a la que llaman la reina de Luisiana.
A punto estuve de decirle que no era ningún apodo, pero la discreción bloqueó las palabras.
—Viajé allí con ella —dije en cambio.
—¿Y Sophie-Anne Leclerq sufrió graves heridas en la explosión?
—Eso tengo entendido.
—¿No la vio después del incidente?
—No.
—¿Quién es el hombre que está con usted en la foto?
Lattesta no había identificado a Barry. Tuve que mantener los hombros rígidos para que no suspirasen de alivio. Me encogí.
—Acudió a mí después de la explosión —expliqué—. Estábamos mejor que los demás, así que ayudamos a encontrar a los supervivientes. —Era verdad, aunque no lo estuviera contando todo. Conocí a Barry meses antes de que coincidiésemos en la convención del Pyramid. Estaba allí al servicio del rey de Texas. Me preguntaba cuánto sabría el FBI acerca de la jerarquía vampírica.
—¿Cómo buscaron ustedes a los supervivientes? —inquirió Lattesta.
Era una pregunta muy espinosa. Por aquel entonces, Barry era el único telépata al que conocía, aparte de mí misma. Habíamos experimentado sosteniéndonos las manos para aumentar nuestra «carga», buscando patrones cerebrales entre los escombros. Respiré hondo.
—Se me da bien encontrar cosas —dije—. Me pareció importante echar una mano. Había mucha gente malherida.
—El encargado de las tareas de socorro afirmó que parecían mostrar ciertas habilidades psíquicas —indicó Lattesta. Weiss escondió la mirada en el vaso junto con su expresión.
—No soy parapsicóloga —dije pensativa, y Weiss enseguida se mostró decepcionada. Sentía que podía estar ante una farsante, pero guardaba una mínima esperanza de que admitiese ser una parapsicóloga.
—El jefe Trochek dijo que les indicaron dónde encontrar a los supervivientes. Contó que de hecho se dedicaron a orientar literalmente a los equipos de rescate.
En ese momento Amelia bajaba por las escaleras con un aspecto muy respetable, gracias a su jersey rojo y sus pantalones de diseño. Crucé la mirada con la suya con la esperanza de que viese mi muda petición de socorro. Aquel día no había podido dar la espalda a una situación en la que podía salvar vidas. Cuando me di cuenta de que era capaz de encontrar a las personas, de que, formando equipo con Barry, ayudaría a salvarlas, no pude echarme atrás, a pesar de mis temores de quedar expuesta al mundo como un bicho raro.
Es complicado definir lo que veo. Supongo que es como mirar a través de unas gafas infrarrojas o algo así. Percibo el calor del cerebro, soy capaz de contar los seres vivos en un edificio si dispongo de tiempo. Los cerebros vampíricos representan agujeros, un punto negativo; y lo cierto es que también puedo contarlos. Los muertos de toda la vida, los que no se mueven, no se perciben en absoluto. Ese día, cuando Barry y yo nos cogimos de las manos, conseguimos multiplicar nuestra habilidad. Podíamos localizar a los vivos y percibir los últimos pensamientos de los moribundos. No se lo desearía a nadie. Y tampoco me apetecía volver a experimentarlo.
—Simplemente tuvimos suerte —dije. Eso no convencería a nadie.
Amelia avanzó con la mano extendida.
—Me llamo Amelia Broadway —saludó, como si esperase que la reconocieran.
Y así fue.
—Es usted la hija de Copley, ¿verdad? —preguntó Weiss—. Lo conocí hace un par de semanas en relación con un programa comunitario.
—Está muy comprometido con la ciudad —dijo Amelia con una deslumbrante sonrisa—. Siempre tiene los dedos metidos en una docena de tartas, supongo. Pero papá siente una debilidad especial por Sookie. —No era lo más sutil, pero esperaba que sí eficaz. «Dejad a mi compañera en paz. Mi padre es un tipo poderoso».
Weiss asintió cordialmente.
—¿Cómo ha acabado aquí, en Bon Temps, señorita Broadway? —preguntó—. Esto debe de parecerle muy tranquilo, después de vivir en Nueva Orleans. —«¿Qué hace una zorra rica como tú en un rincón perdido de la mano de Dios? Por cierto, tu padre no está por aquí para interceder por ti».
—Mi casa sufrió daños durante el Katrina —respondió Amelia. Lo dejó ahí. No les dijo que ya estaba en Bon Temps cuando se produjo el huracán.
—¿Y usted, señora Fant? —preguntó Lattesta—. ¿También fue evacuada? —De ninguna manera había dejado de lado el tema de mi habilidad, pero estaba dispuesto a seguir dando cuerda al ambiente social.
—Sí —dijo Octavia—. Vivía con mi sobrina en circunstancias bastante precarias, y Sookie me ofreció amablemente el dormitorio que le quedaba.
—¿Cómo se conocieron? —quiso saber Weiss, como si esperase escuchar una deliciosa historia.
—A través de Amelia —dije con una sonrisa.
—¿Y usted y Amelia se conocieron…?
—En Nueva Orleans —explicó Amelia, zanjando ahí esa línea de interrogatorio.
—¿Le apetece un poco más de té helado? —preguntó Octavia a Lattesta.
—No, gracias —contestó, casi estremeciéndose. Había sido el turno de Octavia de hacer el té, y tenía la mano suelta con el azúcar—. Señorita Stackhouse, ¿tiene alguna idea de cómo podríamos ponernos en contacto con este joven? —señaló la foto.
Me encogí de hombros.
—Ambos ayudamos a encontrar los cuerpos —dije—. Fue un día horrible. Ni siquiera recuerdo cómo dijo llamarse.
—Eso resulta extraño —aseguró Lattesta. «Oh, mierda», pensé—, ya que un hombre y una mujer que responden a sus respectivas descripciones se inscribieron en un motel a cierta distancia de la explosión esa misma noche y compartieron habitación.
—Bueno, tampoco hace falta conocer el nombre de alguien para pasar la noche con él —dijo Amelia razonablemente.
Me encogí de hombros y traté de parecer azorada, lo cual no me costó demasiado. Prefería que pensasen que era sexualmente fácil a que creyeran que merecía más atenciones suyas.
—Compartimos un momento de mucho estrés. Después de aquello, nos sentimos muy cercanos. Así reaccionamos. —Lo cierto es que Barry se quedó dormido casi inmediatamente, y yo no tardé mucho en seguirlo. Una fantasía era lo más erótico que habíamos compartido.
Los dos agentes me miraron dubitativos. Weiss estaba convencida de que mentía y Lattesta lo sospechaba. Pensaba que conocía a Barry muy bien.
Sonó el teléfono y Amelia corrió a la cocina para cogerlo. Al volver, su tez parecía verde.
—Sookie, era Antoine desde su móvil. Te necesitan en el bar —dijo. A continuación se volvió a los agentes del FBI—. Creo que deberían acompañarla.
—¿Por qué? —preguntó Weiss—. ¿Qué ha pasado? —Ya se había puesto de pie. Lattesta estaba metiendo la foto de nuevo en el maletín.
—Un cadáver —dijo Amelia—. Han crucificado a una mujer detrás del bar.
Los agentes me siguieron hasta el Merlotte’s. Había unos cinco o seis coches aparcados en el límite donde terminaba el aparcamiento delantero y empezaba el de atrás, bloqueando efectivamente el acceso a la parte trasera. Salté fuera de mi coche y enfilé un camino que discurría entre ambos con los agentes del FBI pisándome los talones.