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Authors: Louisa May Alcott

Tags: #Clásico, Drama, Romántico

Mujercitas (11 page)

BOOK: Mujercitas
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Jo imaginaba la casa como una especie de castillo encantado, repleto de maravillas y comodidades de las que nadie disfrutaba. Hacía tiempo que deseaba descubrir aquellas maravillas ocultas y saludar al joven Laurence, que parecía deseoso de darse a conocer, aunque no supiera por dónde empezar. Desde el baile, el interés de la joven por su vecino no había hecho sino aumentar, y había imaginado varias estrategias para entablar conversación con él. Pero hacía mucho que nadie le veía y Jo empezó a temer que se hubiese marchado, hasta que un día vio, en una de las ventanas de la planta superior, un rostro que miraba con curiosidad hacia el jardín de su casa, donde Beth y Amy habían organizado una guerra de bolas de nieve.

Este joven necesita compañía y diversión, se dijo. Su abuelo no sabe lo que le conviene y lo mantiene encerrado, aislado del mundo. Necesita jugar con muchachos alegres o estar con una persona joven y animada. Me dan ganas de ir y decírselo al anciano señor.

La idea le pareció divertida. Le encantaba hacer cosas osadas y siempre escandalizaba a Meg con sus salidas de tono. Jo no olvidó su plan de ir a la casa y aquella tarde de nieve decidió intentar llevarlo a cabo. Cuando vio salir al señor Laurence, empezó a abrir un camino en la nieve en dirección al seto, donde se detuvo para estudiar la situación. Todo estaba en calma. En las ventanas de la planta baja, las cortinas estaban corridas. No había ningún criado a la vista y la única forma humana que se distinguía era la de una cabeza de cabello oscuro y rizado apoyada sobre una mano en una ventana de la planta alta.

Ahí está, pensó Jo. ¡Pobre muchacho! ¡Solo y enfermo en un día tan sombrío! ¡Qué pena! Le arrojaré una bola de nieve a la ventana para que me mire y, entonces, le diré algo amable.

Dicho y hecho. Jo lanzó una bola de nieve y la cabeza que se veía por la ventana se volvió de inmediato. El rostro perdió su expresión lánguida al instante, los ojos se iluminaron y los labios esbozaron una sonrisa. Jo asintió, se echó a reír y, blandiendo la escoba, preguntó:

—¿Qué tal se encuentra? ¿Está enfermo?

Laurie abrió la ventana y su voz sonó ronca como el graznido de un cuervo cuando respondió:

—Estoy mucho mejor, gracias. He tenido un fuerte catarro y no he podido salir en toda la semana.

—Lo lamento. ¿Con qué se distrae usted?

—Con nada. Esto es tan aburrido como una tumba.

—¿No lee?

—Casi nada, no me lo permiten.

—¿Y no puede alguien leerle en voz alta?

—Mi abuelo lo hace a veces, pero mis libros no le interesan, y no me gusta tener que pedirle siempre a Brooke que me lea.

—Entonces, invite a alguien para que le haga compañía.

—No me apetece ver a nadie. Los muchachos alborotan demasiado y a mí me duele la cabeza.

—¿No conoce a ninguna muchacha amable dispuesta a leer en voz alta y conversar un rato? Las mujeres somos más tranquilas y, por lo general, nos gusta hacer de enfermeras.

—No conozco a ninguna.

—¿Qué hay de mí? —Jo se echó a reír, pero paró de inmediato.

—¡Claro, es cierto! ¿Me haría el favor de venir a hacerme compañía? —preguntó Laurie.

—No me considero un ejemplo de muchacha tranquila y amable pero, si mi madre lo aprueba, iré a visitarle. Voy a pedirle permiso. Ahora, pórtese bien, cierre la ventana y espere a que vuelva.

Dicho esto, Jo se colocó la escoba sobre el hombro y entró en su casa preguntándose qué dirían todas. Laurie, emocionado ante la perspectiva de recibir una visita, corrió a arreglarse, En palabras de la señora March, él era un «joven caballero», y qué menos que ponerse un cuello limpio, peinarse y recoger un poco la habitación que, a pesar de la media docena de criados a su servicio, no estaba demasiado presentable. Al poco tiempo, oyó el timbre de la entrada, luego una voz decidida que preguntaba por el «señor Laurie», y una sorprendida criada acudió a anunciarle la visita de una jovencita.

—Está bien, hágala pasar. Es la señorita Jo —explicó Laurie al tiempo que se dirigía a una salita para recibir a Jo, quien tenía un aspecto saludable y sereno y parecía sentirse a sus anchas. La joven llevaba un plato tapado en una mano y los tres gatitos de Beth en la otra.

—Aquí estoy, con todo el equipaje —dijo sin pensar—. Mi madre le manda saludos y está encantada de que podamos hacer algo por usted, Meg me ha pedido que le traiga un poco de su pudin blanco, que es estupendo, y Beth ha pensado que los tres gatitos le animarían. Sé que más que nada serán una molestia, pero la pobre tenía tantas ganas de colaborar que no me he podido negar.

Lo cierto es que el divertido préstamo de Beth fue de lo más acertado, porque los gatitos hicieron reír a Laurie, que olvidó su timidez y se mostró más comunicativo de lo habitual.

—Esto es demasiado bonito para comerlo —exclamó con una sonrisa cuando Jo destapó el plato en el que estaba el pudin blanco, rodeado por una guirlanda de hojas verdes y flores rojas del geranio preferido de Amy.

—No es gran cosa, pero todas le estamos muy agradecidas y esta es nuestra forma de mostrárselo. Pídale a la criada que se lo guarde para la hora del té. Es un plato muy sencillo, lo puede comer sin problemas. Es muy suave y no le dolerá la garganta al tragarlo. ¡Qué habitación más agradable!

—Lo sería si estuviese más ordenada, pero las criadas son perezosas y no sé qué hacer para que muestren un poco más de interés. A decir verdad, el asunto me tiene algo preocupado.

—Quedará estupenda en un par de minutos. Solo hay que limpiar un poco el hogar de la chimenea, así… Ordenar los adornos de la repisa, así… Dejar los libros aquí y las botellas allá, orientar el sofá hacia la luz y ahuecar un poco los cojines. Bueno, ya está listo.

Y, en efecto, lo estaba. Mientras reía y hablaba, Jo había ido colocando cada cosa en su sitio y había dado un aire nuevo a la habitación. Laurie la había contemplado en silencio, con respeto, y, cuando la joven le indicó que se sentara en el sofá, dejó escapar un suspiro de satisfacción y dijo, muy agradecido:

—¡Qué amable es usted! Es cierto, esto era lo que necesitaba. Ahora, siéntese en esta butaca y deje que entretenga a mi visita.

—No, yo he venido para entretenerle a usted. ¿Le apetece que le lea algo? —Jo miraba con interés un grupo de libros que le parecieron especialmente atractivos.

—Gracias, pero ya los he leído todos. Si no le importa, preferiría conversar —respondió Laurie.

—No me importa. Pero, si no me frena, soy capaz de hablar todo el día. Beth dice que no sé cuándo parar.

—¿Beth es la joven de tez sonrosada que pasa mucho tiempo en casa y sale de vez en cuando con una cestita? —preguntó Laurie con interés.

—Sí, esa es Beth; es mi hermana favorita, y muy buena.

—La joven guapa se llama Meg y la del cabello rizado es Amy, ¿verdad?

—¿Cómo sabe todo eso?

Laurie se puso colorado pero contestó con franqueza:

—Bueno, verá, a menudo las oigo llamarse las unas a las otras y cuando estoy aquí, solo, no puedo evitar mirar hacia su casa. Parece que siempre se lo pasan en grande. Le ruego que disculpe mi mala educación, pero a veces olvidan correr las cortinas de la ventana en la que están las flores y, cuando encienden las luces y veo el fuego de la chimenea y a todas sentadas alrededor de la mesa, me parece estar contemplando un cuadro. Su madre queda justo enfrente y tiene un aspecto tan dulce con las flores de fondo que no puedo evitar mirarla. Yo no tengo madre, sabe usted. —Laurie atizó el fuego para ocultar el temblor de sus labios, que no podía controlar.

A Jo, la soledad y la tristeza que reflejaban los ojos del muchacho le llegaron al alma. La joven había recibido una educación tan sana eme no tenía prejuicio alguno y, a pesar de sus quince años, era tan inocente y sincera como una niña. Laurie estaba enfermo y se sentía solo y, consciente de ser rica en afecto y felicidad, se propuso compartirlos con él. Así pues, con una expresión amable en su rostro moreno y una dulzura desacostumbrada en la voz, elijo:

—Entonces, no correremos nunca la cortina para que pueda mirar cuanto quiera. Sin embargo, en vez de limitarse a mirarnos desde lejos, ¿por qué no viene a visitarnos? Mi madre es muy amable y le acogerá encantada, y Beth cantará para usted si yo se lo pido, y Amy bailará algo. Meg y yo le haremos reír contándole anécdotas de nuestras representaciones teatrales y lo pasaremos bien. ¿Cree que su abuelo le dejará?

—Creo que lo haría si su madre se lo pidiera. Aunque no lo parezca, es un hombre muy amable y me deja hacer cuanto quiero. Lo que no quiere es que sea una molestia para unos desconocidos —explicó Laurie, cada vez más animado.

—Nosotras no somos «unos desconocidos», somos sus vecinas, y está claro que usted no será ninguna molestia. Queremos conocerle mejor y hace mucho que trato de entablar amistad con usted. No llevamos mucho tiempo viviendo en este barrio, pero tenemos una buena relación con todos los vecinos, a excepción de ustedes.

—Verá, mi abuelo vive entregado a sus libros y no le preocupa lo que ocurra en el mundo. Mi tutor, el señor Brooke, no vive con nosotros y, como no tengo con quién salir, me quedo en casa y me las arreglo como puedo.

—Eso no está bien. Debe usted animarse y salir, aceptar todas las invitaciones que le llagan. Así tendrá muchos amigos y lugares agradables a los que ir. No se preocupe si al principio se siente tímido, con el tiempo lo superará.

Laurie se puso rojo, pero no le molestó que la joven mencionara su timidez, porque Jo tenía tan buena voluntad que era imposible no tomarse bien sus francas palabras.

—¿Le gusta su colegio? —preguntó el joven después de una breve pausa en que él estuvo contemplando el fuego del hogar y Jo se felicitó por su intervención.

—No voy al colegio; soy un trabajador, quiero decir, una trabajadora. Cuido a mi tía, que es una vieja gruñona —contestó Jo.

Laurie parecía dispuesto a hacer otra pregunta, pero recordó que no estaba bien curiosear en las vidas ajenas y se retuvo, visiblemente turbado. Jo apreció su delicadeza pero, como no le importaba burlarse de la tía March, le ofreció una divertida descripción de la anciana impaciente, el perro obeso, el loro parlanchín y la biblioteca que hacía sus delicias. Laurie la escuchaba embelesado, y cuando le contó cómo un caballero viejo y presumido había ido a hacer la corte a la tía y el loro le había arrancado la peluca en plena declaración, rió hasta que las lágrimas rodaron por sus mejillas y una criada se asomó para ver qué pasaba.

—Esto me sienta muy bien, por favor, siga —pidió, separando el rostro del cojín, rojo y resplandeciente de alegría.

Satisfecha por la buena aceptación, Jo siguió hablando de sus representaciones y sus proyectos, del miedo y la esperanza con que vivían la ausencia de su padre, y de los acontecimientos más interesantes del pequeño mundo que compartía con sus hermanas. Después charlaron de libros y Jo descubrió complacida que a Laurie le entusiasmaban también y que había leído incluso más obras que ella.

—Puesto que le gustan tanto los libros, venga conmigo abajo y eche un vistazo a nuestra biblioteca. Mi abuelo ha salido, así que no tiene nada que temer —propuso Laurie, levantándose.

—A mí no me asusta nacía —repuso Jo meneando la cabeza.

—¡La creo! —afirmó el joven mirándola con admiración, aunque para sus adentros se decía que había motivos para temer al anciano, sobre todo cuando estaba de mal humor.

En la casa había un ambiente estival. Laurie la condujo por varias habitaciones deteniéndose para que la joven observase aquello que le llamaba la atención, hasta que al fin llegaron a la biblioteca, donde Jo aplaudió encantada y dio unos saltitos, como solía hacer siempre que algo la entusiasmaba. Estaba repleta de libros, había cuadros, esculturas y unos armarios llenos de monedas y curiosidades; butacas, mesitas curiosas y figuras de bronce, pero lo mejor de todo era la chimenea, con el hogar abierto, rodeado de hermosos azulejos.

—¡Qué riqueza! —Jo se dejó caer con un suspiro en una gran butaca tapizada de terciopelo y miró maravillada alrededor—. Theodore Laurence, debería sentirse el joven más afortunado del mundo —añadió muy impresionada.

—Un hombre no vive solo de libros —repuso Laurie, meneando la cabeza, mientras se sentaba en una mesa frente a ella.

Antes de que pudiese agregar algo más, sonó el timbre. Jo se levantó asustada y exclamó:

—¡Dios mío, debe de ser su abuelo!

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