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Authors: Louisa May Alcott

Tags: #Clásico, Drama, Romántico

Mujercitas (50 page)

BOOK: Mujercitas
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Amy entró muy tranquila y estuvo encantadora y cordial con la única invitada que había cumplido la promesa de asistir. El resto de la familia, como si se tratara de una función teatral, representó bien su papel y a la señorita Eliott le resultaron todos muy divertidos y alegres, aunque lo que en realidad ocurría era que les costaba contener la risa. Sirvieron la comida, visitaron el estudio y el jardín y conversaron animadamente sobre arte. Amy pidió un carruaje más pequeño —¡Lástima de
char à banc
!— y salió a pasear con su amiga por el vecindario hasta que el sol se puso y la fiesta negó a su fin.

Al volver caminando hacia casa, Amy parecía muy cansada pero tan entera como siempre. Al llegar comprobó que no quedaba el más mínimo vestigio de la desafortunada
fête
, salvo tal vez una sospechosa mueca en los labios de Jo.

—Ha hecho una tarde estupenda para ir de excursión, querida —dijo la madre tan respetuosamente como si las doce invitadas hubiesen acudido a la cita.

—La señorita Eliott es una joven muy amable y creo que lo ha pasado bien —comentó Beth, más atenta de lo normal.

—¿Me podrías dar un poco del pastel? Lo necesito de veras, no paro de recibir visitas y no soy capaz de hacer nada tan delicioso —explicó Meg muy seria.

—Llévatelo todo; soy la única a la que le gusta el dulce en esta casa y se estropearía antes de que pudiera terminármelo —respondió Amy, que lanzó un suspiro al pensar en las compras que tan generosamente había hecho ¡para terminar así!

—Es una pena que Laurie no esté aquí para ayudarnos —dijo Jo cuando se sentaron a comer helado y ensalada por cuarta vez en dos días.

La madre le lanzó una mirada disuasoria para evitar que los comentarios siguieran y, a partir de ese momento, todos comieron en heroico silencio, hasta que el señor March explicó:

—La ensalada era uno de los platos favoritos de nuestros antepasados y Evelyn… —El educado caballero interrumpió su culto discurso sobre la historia de la ensalada al ver que todas prorrumpían en carcajadas.

—Lo pondremos todo en un cesto y lo mandaremos a casa de los Hummel. A los alemanes les gustan estos platos. A mí me enferma solo mirarlos y no creo que tengamos que sufrir todos una indigestión porque yo haya sido una estúpida —exclamó Amy secándose las lágrimas.

—Cuando os vi a ti y a tu amiga en aquel chisme, como sea que le llames, y a mamá dándoos la bienvenida, creí que me daba un ataque. Parecíais dos gajos pequeñitos en una nuez enorme —dijo Jo, agotada de tanto reír.

—Siento mucho que te hayas llevado un disgusto, querida, pero hicimos lo que pudimos por complacerte —dijo la señora March en tono maternal y apesadumbrado.

—Estoy contenta. Logré lo que me propuse hacer y no es culpa mía si las cosas no salieron como esperaba. Ese es mi consuelo —dijo Amy con un ligero temblor en la voz—. Os agradezco mucho a todas vuestra ayuda y aún os estaría más agradecida si no volviésemos a hablar de este asunto durante un mes por lo menos.

Nadie sacó el tema en meses, pero a partir de entonces el uso del término
fête
provocaba una sonrisa general, y el día del cumpleaños de Amy, Laurie le regaló, a modo de amuleto, una langosta de coral para la cadena del reloj.

27
LECCIONES DE LITERATURA

U
n buen día, la fortuna decidió sonreír a Jo y poner una especie de moneda de la suerte en su camino. No se trataba precisamente de una moneda de oro, pero dudo que medio millón de monedas le hubiese aportado una felicidad mayor que la que obtuvo por aquel medio.

Cada cierto tiempo, la joven se ponía el traje de escritora, se encerraba en su cuarto y, en palabras suyas, «se perdía en un torbellino», entregándose a la escritura de su novela en cuerpo y alma, consciente de que no recuperaría la paz hasta terminarla. El «traje de escritora» era un delantal negro en el que podía limpiar su pluma sin problemas y un gorro, adornado con un gracioso lazo rojo, bajo el cual se recogía el cabello al ponerse a trabajar. Para la familia, el gorro servía de aviso ya que, cuando lo llevaba puesto, lo mejor era mantenerse a distancia y asomar solo la cabeza de vez en cuando para interesarse por ella y preguntarle qué tal iba la inspiración. A menudo ni siquiera se atrevían a formular la pregunta y se limitaban a observar el gorro para saber cómo iba todo. Si el expresivo complemento estaba caído sobre la frente, significaba que la creadora se hallaba en plena actividad; en los momentos de entusiasmo, lo llevaba ladeado, y si terminaba en el suelo era señal de que la autora había sufrido un ataque de desesperación. En tales momentos, el intruso se retiraba en silencio y no dirigía la palabra a Jo hasta que el lazo rojo volvía a erguirse orgulloso en lo alto de la cabeza de la prometedora autora.

Jo no creía tener un don pero, cuando la inspiración la visitaba, se entregaba por entero a la escritura y su vida le parecía feliz, ajena a las necesidades, las preocupaciones, y el mal tiempo; se sentía a salvo, y dichosa en un mundo imaginario repleto de unos amigos tan reales y queridos como los de carne y hueso. Sus ojos renunciaban al descanso del sueño, no probaba bocado, los días y las noches eran demasiado cortos para disfrutar de la felicidad que solo experimentaba en tales momentos y hacía que la vida valiese la pena, aunque no hiciese nada más. Aquel aflato divino solía durar un par de semanas, al cabo de las cuales la joven emergía del torbellino hambrienta, muerta de sueño, malhumorada o abatida.

Acababa de recuperarse de uno de esos ataques cuando la convencieron de que acompañase a la señorita Crocker a una conferencia y, en premio a su buena acción, volvió con una nueva idea. Formaba parte del ciclo de conferencias de los cursos populares, dirigidos a adultos e impartidos en Boston, y versaba sobre las pirámides. Habida cuenta del tipo de público al que iba dirigida, a Jo le sorprendió mucho la elección del terna, pero supuso que dar a conocer la gloria de los faraones a personas que vivían pendientes del precio del carbón y de la harina y tenían asuntos más urgentes por los que preocuparse que la Esfinge serviría para reparar una grave injusticia social o responder a una necesidad importante.

Llegaron pronto y, mientras la señorita Crocker se entretenía colocándose bien el talón de las medías, Jo se dedicó a observar el rostro de las personas que la rodeaban. A su izquierda, había dos señoras con la frente muy grande y gorros en consonancia que hablaban de los derechos de las mujeres mientras hacían bolillos. Más allá, estaba sentada una pareja de enamorados cogidos tímidamente de la mano, una melancólica solterona que comía caramelos de menta de una bolsa de papel y un anciano caballero que dormía la siesta oculto tras un pañuelo de cuello amarillo. A su derecha solo había un hombre enfrascado en la lectura de un periódico.

En la página había varias ilustraciones. Jo observó la que quedaba más cerca de ella y se preguntó qué deliberada concatenación de circunstancias requería una ilustración melodramática en la que un lobo mordía el cuello de un indio ataviado de guerrero que caía por un precipicio, mientras dos jóvenes caballeros furibundos, con los pies anormalmente pequeños y unos ojos demasiado grandes, se apuñalaban y, al fondo, una joven despeinada corría despavorida con la boca abierta. Cuando iba a pasar la página, el joven se percató de que Jo estaba mirando por encima de su hombro y, con el buen talante propio de los muchachos, le tendió la mitad del periódico y preguntó sin más:

—¿Le apetece leerlo? Es una historia de primera.

Jo aceptó con una sonrisa, porque los chicos le seguían resultando igual de simpáticos que siempre, y enseguida se enfrascó en el habitual laberinto de amores, misterios y asesinatos propios de los relatos de escaso valor literario en los que la pasión está de vacaciones y, cuando al autor le falla la imaginación, una gran catástrofe borra de un plumazo a la mitad de las
dramatis personae
mientras las restantes se regocijan de su caída.

—Es estupendo, ¿verdad? —preguntó el joven al ver que Jo llegaba al final del texto.

—Creo que tanto usted como yo lo haríamos mejor si nos lo propusiésemos —comentó Jo, divertida por la admiración que aquella basura despertaba en el joven.

—Yo me sentiría muy afortunado si lo lograse. Dicen que la autora se gana muy bien la vida con sus escritos. —Y señaló el nombre que aparecía bajo el título: la señorita S.L.A.N.G. Northbury.

—¿La conoce? —preguntó Jo con repentino interés.

—No, pero leo todas sus obras y tengo un amigo que trabaja en la redacción de este periódico.

—¿Y dice que se gana bien la vida escribiendo historias como esta? —Jo miró con mayor respeto el agitado grupo retratado en la ilustración y el texto, adornado con una gran cantidad de signos de exclamación.

—¡Claro que sí! Sabe lo que le gusta a la gente y le pagan muy bien por escribirlo.

En ese momento, dio inicio la conferencia, pero Jo no se enteró de casi nada porque, mientras el profesor Sands sentaba cátedra sobre Belzoni, Keops, escarabeos y jeroglíficos, ella anotaba discretamente la dirección del periódico, resuelta a presentarse al concurso de narración anunciado en aquellas páginas y a hacerse con los cien dólares del premio. Cuando la conferencia terminó y el público se despertó, la joven ya había creado una magnífica fortuna en su imaginación (no sería la primera basada en el papel) y estaba absorta en la invención de la historia, tratando de decidir si el duelo debía ir antes de la fuga o después del asesinato.

Al llegar a casa, no comentó nada acerca de sus planes y, al día siguiente, se puso a trabajar, para inquietud de su madre, a la que siempre le generaba cierta angustia ver a su hija en brazos de las musas. Jo nunca había escrito relatos de este tipo y lo más parecido eran las dulzonas historias de amor que inventaba para el
Spread Eagle
. Su experiencia teatral y sus muchas y heterogéneas lecturas se convirtieron en una útil fuente de inspiración de la que extrajo ideas para efectos dramáticos, argumento, vocabulario y vestuario. La joven imprimió al relato toda la desesperación de que fue capaz dada su limitada experiencia con tan incómoda emoción y, puesto que había situado la trama en Lisboa, escogió un terremoto como sobrecogedor y apropiado
dénouement
. Con suma discreción, envió el manuscrito acompañado de una nota en la que decía que de no ganar el premio, con el que apenas se atrevía a soñar, la autora estaría dispuesta a vender la historia por la suma que considerasen adecuada.

Seis semanas son una espera muy larga, tanto más para una joven que ha de guardar un secreto. Pero Jo hizo tanto lo uno como lo otro, y cuando empezaba a perder la esperanza de volver a ver su manuscrito llegó una carta que casi la dejó sin respiración porque, al abrir el sobre, cayó sobre su regazo un cheque por valor de cien dólares. Por unos segundos lo miró con los ojos muy abiertos, como si se tratase de una serpiente, luego leyó la carta y se echó a llorar. Si el agradable señor que redactó la amable misiva hubiese sabido cuánta felicidad iba a aportar su lectura, habría querido dedicar todo su tiempo libre, de tenerlo, a tan grato entretenimiento. Para Jo, la carta tenía más valor que el propio dinero porque la animaba a seguir y, tras años de duro esfuerzo, era maravilloso descubrir que había aprendido algo, aunque solo fuese para poder escribir una historia que causase sensación.

Pocas veces se ha visto una muchacha más orgullosa que Jo cuando, una vez recuperada de la emoción, se presentó ante la familia, con la carta en una mano y el cheque en la otra, para anunciar que había ganado el premio. Como es lógico, la noticia provocó un gran júbilo y, cuando el relato salió publicado, todos lo leyeron y lo comentaron. El padre dijo que el vocabulario era acertado; la historia de amor, natural y emotiva, y el suspense trágico, excelente, pero después meneó la cabeza y añadió, con su falta de materialismo habitual:

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