Y así se hizo. No sin algún que otro contratiempo, Monica convenció a su hermana para que se desvistiera. Por fin consiguió acostarla mientras Virginia no dejaba de protestar, diciendo que estaba en plena posesión de sus facultades, que no necesitaba ayuda y que no lograba comprender por qué la insultaban.
—Cálmate y duerme —fueron las últimas palabras de Monica, no exentas de desprecio.
Apagó la lámpara y volvió a su habitación, donde Alice seguía llorando. Monica ya conocía las razones de la inesperada llegada de su hermana: la repentina necesidad de hospedar a una visita había llevado a los dueños de la casa en la que estaba empleada Alice a proponerle que pasara su última noche en uno de los cuartos de los criados. Alice prefirió abandonar da casa de inmediato. Habían acordado que compartiría habitación con Virginia, pero esa noche no parecía lo más aconsejable.
—Mañana —dijo Monica— tenemos que hablar con ella muy en serio. Estoy convencida de que ha estado bebiendo sin parar noche tras noche. Eso explica el aspecto que tiene a primera hora de la mañana. ¿Podrías haber imaginado algo tan horrible? —Pero Alice estaba ya mucho más calmada.
—No olvides la vida que ha tenido, querida. Desgraciadamente, la soledad suele ser la causa de…
—No tenía por qué haber estado sola. No quiso venir a vivir a Herne Hill, y ahora entiendo perfectamente por qué. Sin duda la señora Conisbee lo sabía desde el principio y tendría que habérmelo dicho. Estoy segura de que el señor Widdowson lo sabe, no sé cómo pero lo sabe.
Explicó qué la llevaba a decir eso.
—Ya sabes a qué apunta todo esto —dijo la señorita Madden, enjugándose las mejillas cetrinas y llenas de granos—. Tienes que obedecer a tu marido, cariño. Debemos irnos a Clevedon. Allí la pobre estará lejos de toda tentación.
—Tú y Virgie podéis iros.
—Tú también, Monica. Querida hermana, es tu deber.
—¡No uses esa palabra conmigo! —exclamó Monica enfadada—. No es mi deber. No puede ser el deber de ninguna mujer tener que vivir con el hombre al que odia, ni siquiera fingir que vive con él.
—Pero, cariño…
—No empecemos con eso esta noche, Alice. He estado enferma todo el día y ahora me duele muchísimo la cabeza. Baja al comedor. Te han preparado algo de cenar.
—No podría probar bocado —sollozó la señorita Madden—. ¡Oh, todo es horrible! ¡Qué vida tan dura!
Monica había vuelto a la cama y se había quedado acostada con la cara semioculta contra la almohada.
—Si no quieres comer nada —dijo instantes después—, te ruego que bajes y lo digas, así no tendrán que atenderte.
Alice obedeció. Cuando volvió a subir su hermana estaba, o fingía estar, dormida. Ni siquiera el ruido que hizo al meter el equipaje en la habitación logró despertarla. Después de quedarse sentada un rato, totalmente descorazonada, la señorita Madden abrió una de sus cajas y buscó en ella la Biblia que acostumbraba a leer todas las noches. Estuvo leyendo durante una media hora. Luego se cubrió la cara con las manos y rezó en silencio. Allí era donde se refugiaba de las amarguras y de los golpes de la vida.
Las dos hermanas no se dijeron ni una sola palabra hasta la mañana siguiente, pero hacía mucho rato que ambas estaban despiertas. Monica había sido la primera en perder la conciencia; después de una hora de sueño, tuvo una pesadilla horrible, y en ese momento volvió al pesado mundo del pensamiento consciente. Despertar después de un sueño breve e interrumpido, con el cuerpo y la mente agotados, y no poder volver a dormir cuando la noche, con su horrible susurro y sus misteriosos movimientos, se convierte en un temible y extraño habitáculo para el espíritu… ese despertar es una triste prueba para la fortaleza humana. La sangre circula lenta, aunque sujeta a violentos temblores que hielan las venas y que durante un instante estrangulan el corazón. No hay ningún objetivo, la voluntad es impura; sobre el pasado se cierne una sombra de remordimiento, y la vida que nos espera se anuncia espeluznante: un sendero empinado hacia la inevitable tumba. De esta copa Monica bebía una y otra vez.
El temor a la muerte no la abandonaba, asediándola noche tras noche. Durante el día podía pensar en la muerte con resignación, como un refugio contra las desgracias que parecían no tener fin; pero esa hora de oscuridad silenciosa la acosaba, aterrorizándola. La razón no servía de nada; era criminal ponerla en práctica. Las viejas creencias, nunca abandonadas del todo aunque modificadas por la brisa de libertad intelectual que la había acariciado, reafirmaban toda su fuerza. Se veía como una mujer maldita, en realidad tan maldita como su marido la juzgaba: una pecadora impenitente que se defendía con una mezquina ambigüedad, tan perversa como la peor de las mentiras. Le temblaba el alma en toda su desnudez.
¿Qué redención le esperaba? ¿A qué vía de curación espiritual podía apelar? No podía obligarse a amar al padre de su hijo; la repugnancia que sentía por él le parecía un pecado contra natura, pero ¿hasta qué punto tenía ella la culpa de eso? ¿Le convenía confesarse culpable y humillarse ante él? Algún día tendría que hacerlo, aunque sólo fuera por el bien de su hijo, pero no contaba con que eso le dispensara alivio. De todos los seres humanos, su marido era el menos dotado para consolarla y darle fuerzas. No le importaba su perdón y huía de su amor. Pero si hubiera alguien a quien pudiera decirle lo que pensaba, teniendo la absoluta certeza de que la iba a comprender…
Sus hermanas no eran lo suficientemente inteligentes para ayudarla; Virginia era más débil que ella, y Alice se ceñía exclusivamente a tópicos dolorosos, una postura que quizá fuera beneficiosa para su propio corazón, pero totalmente ineficaz con los problemas de los demás. Entre los pocos a los que había considerado sus amigos había una mujer de espíritu fuerte y quizá capaz de hablar con total sinceridad. Había ofendido profundamente a esa mujer, aunque por culpa de la mala suerte. Tanto si Rhoda había prestado atención al cortejo de Barfoot como si no lo había hecho, debía de estar gravemente ofendida; así lo había demostrado en su encuentro con Virginia. El escándalo propagado por Widdowson podía incluso haber sido fatal para una felicidad en la que había soñado. Sin duda debía a Rhoda Nunn alguna compensación. Quizá si le confesaba toda la verdad conseguiría a cambio su consejo; quizá consuelo o incluso una orientación.
Acosada por los temblores nocturnos, Monica se sintió capaz de dar ese paso, aunque sólo fuera por la mera posibilidad de hallar algún consuelo. Pero cuando llegó la mañana su resolución se había desvanecido. La vergüenza y el orgullo de nuevo la llevaron a encerrarse en el silencio.
Y esa mañana tenía nuevos problemas que resolver. Virginia seguía en su habitación y no dejaba entrar a nadie. Respondía a cualquier insinuación de acercamiento con palabras breves y vagas que podían significar cualquier cosa. Monica y Alice desayunaron sumidas en una tristeza que armonizaba a la perfección con el cielo gris y lluvioso que se divisaba por las ventanas. Alice no consiguió hablar con su arrepentida hermana hasta mediodía. Estuvieron encerradas más de una hora y finalmente la hermana mayor salió de la habitación con los ojos rojos e hinchados por el llanto.
—Hoy tenemos que dejarla sola —le dijo a Monica—. No va a comer nada. ¡Oh, está en un estado lamentable! ¡Ojalá me hubiera enterado de esto antes!
—¿Lo lleva haciendo mucho tiempo?
—Empezó justo después de que nos mudáramos a casa de la señora Conisbee. Me lo ha contado todo. ¡Pobre niña, pobrecita! ¡Quién sabe si podrá dejarlo! Dice que piensa observar una abstinencia absoluta, y la he animado a hacerlo. Quizá lo consiga, ¿no crees?
—Quizá, no lo sé.
—Pero no creo que se reforme si no se marcha de Londres. Cree que sólo una nueva vida en otra parte le dará las fuerzas que necesita. Querida, en casa de la señora Conisbee se moría de hambre para poder ahorrar algo con que comprar alcohol; lo único que comía en todo el día era pan.
—Sin duda eso no hizo más que empeorar las cosas. Seguramente habrá deseado que alguien la ayudara desesperadamente.
—Desde luego. Y tu marido lo sabe. Apareció cuando se encontraba en ese estado… cuando tú no estabas…
Monica asintió ceñuda, y apartó la mirada.
—Ha tenido una vida terriblemente insana. Parece haberle afectado a la cabeza. Ya no le interesa nada de lo que antes le interesaba. Sólo se dedica a leer novelas, día tras día.
—Ya me he dado cuenta.
—¿Cómo podemos ayudarla, Monica? ¿No harás un sacrificio por la pobre chica? ¿No hay forma de convencerte, querida? Tu situación ha influido en ella de forma muy negativa. Se preocupa mucho por ti, y luego intenta olvidar el asunto… ya sabes cómo.
Ni ese día ni el siguiente Monica quiso escuchar esas súplicas. Pero Alice terminó saliéndose con la suya. Ya era de noche; Virginia se había ido a la cama y sus hermanas estaban sentadas en silencio, sin nada que hacer. La señorita Madden, después de varios vanos intentos de iniciar una conversación, se inclinó hacia delante y dijo en voz baja y grave:
—Monica, nos estás mintiendo a todos. Eres culpable.
—¿Por qué dices eso?
—Lo sé. Te he estado observando. Cuando piensas te traicionas. Monica seguía con las cejas fruncidas y los labios finos, desafiantes.
—Toda tu capacidad de afecto está muerta, y sólo la culpa puede ser la causa de eso. No te importa lo que pueda ser de tu hermana. Sólo el miedo, o el orgullo, que nacen de la culpa, podrían llevarte a negarnos lo que te pedimos. Te da miedo que tu marido se entere de tu estado.
Alice no podría haber dicho eso si de verdad no lo creyera. Estaba irresistiblemente convencida de ello. Le temblaba la voz de la emoción y el dolor.
—En lo último tienes razón —dijo Monica después de un minuto de silencio.
—¿Lo confiesas? Oh, Monica…
—No confieso lo que crees —prosiguió la menor de las hermanas, mucho más calmada de lo habitual en ella cuando se discutían asuntos semejantes—. De eso no soy culpable. Me da miedo que se entere porque nunca me creerá. Tengo pruebas que convencerían a cualquiera, pero, aunque las presentara, no serviría de nada. No creo que sea posible convencerle… cuando se entere…
—Si fueras inocente eso no te preocuparía.
—Escúchame, Alice. Si fuera culpable no estaría aquí, permitiendo que él me mantuviera. Sólo acepté que así fuera cuando supe cuál era mi estado. De no haber sido por eso no habría aceptado de él ni un solo penique. Habría vivido de mi dinero hasta que hubiese sido capaz de volver a ganarme la vida. Si no me crees es que no me conoces. Lo que deduces de la expresión de mi rostro es una estupidez.
—¡Daría lo que fuera por poder creerte! —gimió la señorita Madden con una vehemencia que parecía extraordinaria en una persona tan débil y pusilánime.
—Ya sabes que he mentido a mi marido —exclamó Monica—; por eso piensas que no hay que creerme. Le mentí, no lo niego, y me avergüenzo de ello. Pero no soy una farsante. Prefiero la verdad a la mentira. Si no hubiera sido así jamás me habría ido de casa. Una farsante, en mis circunstancias, circunstancias que tú no puedes entender, habría mentido para que su marido la perdonara, si se hubiera tratado de un marido como el mío. Habría calculado la alternativa más provechosa. He dejado a mi marido porque me resultaba odioso estar con un hombre por el que no sentía el menor afecto. Alejándome de él estoy actuando honestamente. Pero ya te he dicho que también tengo miedo de que descubra algo. Quiero que crea… cuando llegue el momento…
Rompió a llorar.
—En ese caso deberías hacerle saber lo que le has estado ocultando. Si dices la verdad, tu confesión no puede ser tan terrible.
—Alice, estoy dispuesta a llegar a un acuerdo. Si mi marido promete no acercarse a Clevedon hasta que yo le llame, me iré a vivir allí con Virgie y contigo.
—Ya lo ha prometido, cariño —gritó la señorita Madden, encantada.
—No me lo ha prometido a mí. Sólo ha dicho que va a vivir en Londres durante un tiempo, lo que significa que piensa venir siempre que quiera, aunque sólo sea para hablar contigo y con Virgie. Pero tiene que comprometerse a no acercarse a Clevedon hasta que yo le dé permiso para hacerlo. Si lo promete, y cumple con su promesa, le haré saber toda la verdad en menos de un año.
Antes de acostarse Alice escribió y envió unas cuantas líneas a Widdowson, pidiéndole que se entrevistara con ella lo antes posible. Iría a verle a su casa a la hora que él determinara. La respuesta a su carta llegó la tarde siguiente, y esa misma noche la señorita Madden fue a Herne Hill. Como resultado de lo ocurrido allí, uno o dos días después empezó la mudanza a Clevedon tanto tiempo acariciada. Widdowson encontró habitaciones cerca de su antigua casa; se había comprometido a no cruzar los límites de Somerset hasta que recibiera el permiso de su esposa.
Tan pronto como se estableció este acuerdo Monica escribió a la señorita Nunn. Fue una carta corta y sumisa:
Estoy a punto de irme de Londres, y antes de hacerlo deseo verla. ¿Me permite ir a visitarla a una hora en que podamos hablar en privado? Hay algo que quiero que sepa y no puedo decírselo por escrito.
La respuesta llegó dos días después. Era aún más breve. La señorita Nunn estaría en casa a las ocho y media del día siguiente.
El anuncio en boca de Monica de que tenía que salir sola de noche alarmó a sus hermanas. Cuando les dijo que iba a ver a Rhoda Nunn se sintieron algo aliviadas, pero Alice le rogó que le permitiera acompañarla.
—No te molestes —respondió Monica—. Es más que probable que ahí fuera haya un espía esperando para seguirme a todas partes. No será necesario tu testimonio para probar que he estado en casa de la señorita Barfoot.
Al ver que sus hermanas seguían oponiéndose a que saliera sola, Monica pasó de la ironía al enfado.
—¿Os habéis propuesto ahorrarle el sueldo de sus detectives privados? ¿Habéis prometido no perderme nunca de vista?
—Desde luego que no —dijo Alice.
—Yo tampoco, querida —protestó Virginia—. Nunca nos ha pedido algo así.
—Entonces ya podéis tener la seguridad de que sus espías todavía me vigilan. Dejemos que trabajen un poco, pobres criaturas. Voy a ir sola, así que no hace falta que digáis nada más.
Fue en tren hasta la estación de York Road y desde allí, como hacía una noche agradable, andando hasta Chelsea. Ese aire de libertad, unido a la sensación de haber dado un paso importante, la animó. Esperaba que algún detective la siguiera; la estupidez de tales medidas le producía una despreciable satisfacción. Para no llegar con antelación, deambuló por el Chelsea Embankment, y fue para ella un enorme placer pensar que al hacerlo estaba quebrando las reglas del decoro. En su cabeza se agitaba un extraño tumulto de ideas de rebeldía y de desconfianza. Estaba decidida a confesarlo todo a Rhoda; pero ¿le sería de alguna ayuda? ¿Sería Rhoda suficientemente generosa para apreciar los motivos de su confesión? No importaba demasiado. Habría cumplido con su deber a pesar de la vergüenza que eso suponía, y al hacerlo cobraría fuerzas para enfrentarse a las desgracias que la esperaban.