Authors: Ben Mezrich
Y entonces otro sonido reverberó por el baño. Algo golpeaba contra la pared del baño desde el otro lado del frío aluminio. Luego una palabrota, seguida de risas. Un segundo después, la risa se detuvo y fue sustituida por suaves gemidos y el sonido de labios contra labios.
Eduardo sonrió; ahora él y Mark compartían algo más que una página web, también compartían una experiencia. El lavabo de hombres de una residencia no era exactamente lo mismo que la Biblioteca Widener, pero algo era algo.
Al devolver su atención a la chica enredada en su cintura, animado por la música de su amigo que se volvía loco en el cubículo de al lado, una idea le asaltó y no pudo evitar una sonrisa.
Tenían
groupies.
Y más allá de eso, se dio cuenta de que se había equivocado terriblemente acerca de una cosa.
Un programa informático
podía
conseguirte un polvo.
La mujer detrás de la mesa de recepción se esforzaba por no mirar. Pretendía estar consultando algo en su Rolodex, pasando los dedos por las láminas de papel mientras su moño de pelo oscuro subía y bajaba, pero cada tanto Tyler veía el rápido destello de sus ojos verde pálido. No podía evitar mirarlos, allí sentados el uno junto al otro en el incómodo sofá de delante de su mesa. Tyler no la culpaba por ello; parecía casi tan cansada como el edificio mismo, y si él y su hermano gemelo podían proporcionarle un poco de entretenimiento a la pobre y agobiada mujer, sería su buena acción del día. Dios, si hubiera pensado que podía ayudarles en la tarea que tenían por delante, él y Cameron se hubieran vestido exactamente igual, como cuando eran unos chavales; aunque tal vez presentarse en la oficina del presidente de la Universidad de Harvard en pijama a rayas y gorro podría parecer algo irrespetuoso. Americana negra y corbata parecía más adecuado, y a la recepcionista no parecía importarle. Por lo menos no podía dejar de mirarles, por más que se esforzara en disimularlo. ¿Y quién diablos seguía usando los Rolodex?
La verdad era que Tyler no pensaba quejarse de ningún tipo de atención que le prestaran, después de la semana que acababa de pasar. Estaba harto de que le ignoraran. Primero, el tutor sénior de la Residencia Pforzheimer, que se había mostrado comprensivo pero se había limitado a remitir sus quejas a la oficina de la Junta Administrativa. Luego los decanos de la junta administrativa, que también habían parecido comprensivos, habían leído su queja de diez páginas contra Zuckerberg, y finalmente habían decidido que por alguna razón estaba fuera de su jurisdicción. Y el propio Zuckerberg, que había respondido a su carta de cese y desistimiento con su propia carta llena de chorradas. Zuckerberg sostenía que no había comenzado a trabajar en thefacebook.com hasta después de su última reunión, el 15 de enero, lo cual resultaba extraño, teniendo en cuenta que había registrado el dominio thefacebook.com el 13 de enero. Zuckerberg también sostenía que había intentado ayudar a sus compañeros gratuitamente, por mera generosidad, y que su página web no se parecía en nada a la suya.
La respuesta del tío había provocado tal cabreo en Tyler y sus socios que habían tratado de contactar con él directamente. Habían tenido algún intercambio por e-mail y por teléfono, tratando de empujarle a tener una entrevista. En cierto momento habían logrado concertarla, pero por algún motivo sólo podía ir Cameron. Luego la entrevista no terminó de concretarse, y habían cesado todos los contactos. Desde el punto de vista de Tyler ya estaba bien, pues no creía que pudieran fiarse en ningún caso de Mark. Si no había tenido problema en mentirles a la cara, como pensaba Tyler, ¿de qué podía servirles una reunión?
De modo que allí estaban, sentados uno junto al otro en un sofá que daba la impresión de ser tan viejo como el propio Massachusetts Hall, mientras la recepcionista les observaba. Para Tyler, todo en ese lugar parecía viejo. Mass Hall, construido en 1720, era el edificio más viejo de Harvard Yard, y uno de los dos edificios universitarios más antiguos del país. La entrada del edificio estaba en perpendicular respecto a University Hall, donde se encontraba la legendaria estatua de John Harvard, a la que los guías que estaban siempre pastoreando a grupos de posibles estudiantes se referían como la «estatua de las tres mentiras». Resultaba que las palabras grabadas en su base —JOHN HARVARD, FUNDADOR, 1638— eran en realidad falsas: la persona retratada por la estatua no era John Harvard, John Harvard no había fundado Harvard y la universidad fue fundada en 1636. Aun así, la estatua era objeto de frecuentes gamberradas por parte de alumnos de otras universidades de la Ivy League. Unos chicos de Dartmouth la pintaron de verde cuando su equipo de fútbol pasó por allí; otros de Yale trataron de pintarla de azul, o de poner una reproducción de un bulldog en la falda. Cada universidad tenía su propia tradición, e incluso los alumnos de Harvard visitaban la estatua por la noche para mear a sus pies, supuestamente con el fin de conseguir buena suerte.
Tyler se preguntó si él y su hermano no deberían haber probado el ritual de la meada antes de dejar atrás la estatua y entrar en el ambiente anquilosado de Mass Hall. Necesitaban toda la buena suerte que pudieran conseguir. Tan sólo obtener una cita con el presidente de Harvard había sido toda una hazaña. Habían tenido que recurrir a todos los contactos que pudieron encontrar: familia, el Porc, amigos de amigos. Y ahora que estaban sentados allí, en la sala de espera del máximo poder en el campus, resultaba difícil evitar una cierta inquietud.
Tyler casi se cayó del sofá cuando despertó el teléfono de la recepcionista. La mujer alzó el receptor, asintió y luego levantó la vista hacia ellos.
—El presidente les recibirá ahora.
La mujer señaló hacia la puerta que tenía a su derecha. Tyler tomó aliento y siguió los pasos de su hermano hacia la puerta. Mientras Cameron alargaba la mano hacia el picaporte, Tyler sonrió a la mujer, una silenciosa petición de que les deseara buena suerte. Al menos, ella le devolvió la sonrisa.
La oficina del presidente era más pequeña de lo que había esperado Tyler, pero estaba bien amueblada en estilo académico. Había estantes en una pared, una gran mesa de madera, unas cuantas mesas auxiliares de aspecto antiguo y una pequeña zona para sentarse sobre una alfombra oriental. Sobre la mesa, Tyler se fijó en que había un ordenador Dell. Era un dato significativo, pues era el primer ordenador que entraba en la oficina del presidente; el predecesor de Larry Summers, Neil Rudenstine, odiaba esos aparatos y se había negado a tener ninguno en su oficina. El hecho de que Summers estuviera al día tecnológicamente era un signo positivo: por lo menos entendería de qué le hablaban.
Aparte del ordenador, las mesitas antiguas le dijeron a Tyler todo lo que necesitaba saber acerca del presidente. Junto a las obligadas fotografías de los hijos del tipo había fotos firmadas de Summers con Bill Clinton y Al Gore. Al lado, un billete de un dólar enmarcado firmado por el propio Summers, símbolo de su época como Secretario del Tesoro de Estados Unidos, cargo que había ocupado de 1999 a 2000. Graduado en el Massachusetts Institute of Technology, Summers había obtenido el título de doctor en economía en Harvard y luego se había convertido en uno de los profesores más jóvenes en la historia de la universidad, al recibir su cargo a los veintiocho años. Tras su etapa en Washington, había regresado a Harvard convertido en el vigésimo séptimo presidente de la universidad. Su curriculum era impresionante, y Tyler sabía que si alguien tenía poder para intervenir y resolver situaciones, ese era Summers.
Cuando entraron en la oficina, Summers estaba sentado en una silla de cuero detrás de su mesa, con el teléfono contra la oreja. A un metro de él estaba su asistente, una mujer afroamericana de aspecto agradable, probablemente de cuarenta y pico años, con un traje de chaqueta a tono con la decoración de la habitación. Les hizo gestos para que entraran y señaló hacia las dos sillas que había frente a la mesa.
Sin colgar el teléfono, Summers les observó mientras tomaban asiento. Luego siguió hablando en voz baja durante unos minutos más con quien fuera que estuviera al otro lado de la línea. Tyler se imaginó que era Bill Clinton, tal vez en un avión de camino hacia algún acto en el que debía hablar. O tal vez Al Gore perdido en algún bosque, comunicándose con los árboles.
Summers colgó finalmente el teléfono y examinó a los dos hermanos. El presidente tenía una cara amplia y regordeta, poco pelo y apenas ninguna barbilla; sus ojos eran sólo dos puntos que saltaban rápidamente entre Tyler y Cameron.
Lentamente, Summers se inclinó hacia delante y su mano gordinflona avanzó por encima de la mesa. Sus dedos encontraron un montón de páginas impresas, y las levantó por una esquina. Tyler vio al momento que se trataba de la queja de diez páginas que Cameron y él habían redactado, en la que detallaban todas las conversaciones que habían mantenido con Mark Zuckerberg así como el marco temporal de su asociación, desde el primer e-mail que Divya le había enviado hasta el día en que el
Crimson
había publicado el artículo sobre el lanzamiento de Facebook. Esas diez páginas les habían costado mucho trabajo, y resultaba alentador comprobar que habían llegado hasta la mesa del presidente.
Pero entonces Summers hizo algo que cogió a Tyler y a Cameron totalmente por sorpresa. Sin decir una sola palabra, tomó las páginas por una esquina y las sostuvo delante de él como si estuvieran cubiertas de mierda. Se reclinó otra vez en su silla, puso los pies sobre la mesa y miró a los hermanos con una expresión de total disgusto en la cara.
—¿Por qué están ustedes aquí?
Tyler tosió mientras la cara se le enrojecía. Miró a la mujer afroamericana, que estaba tomando notas aplicadamente; ya había escrito la pregunta de Summers en lo alto de una hoja en blanco de su libreta.
Tyler volvió a mirar al presidente. El desdén en la voz de Summers era evidente. Tyler señaló hacia las páginas que colgaban de los dedos regordetes del hombre. Señaló hacia la primera página, la carta que él y Cameron habían enviado a la oficina del presidente explicando su caso:
Carta a Lawrence H. Summers, Presidente de la Universidad de Harvard
Estimado Presidente Summers:
Los abajo firmantes (Cameron Winklevoss '04, Divya Narendra '04 y Tyler Winklevoss '04) le escribimos para solicitarle una entrevista. Desearíamos hablarle acerca de una queja que hemos presentado recientemente ante la Junta Administrativa y que ésta ha declinado resolver. Nuestra queja se refiere al caso bien documentado de un alumno de segundo curso que ha roto el código de honor al no ser honesto y sincero en su trato con los miembros de la Comunidad de Harvard.
«La Universidad espera que todos los alumnos sean honestos y sinceros en sus tratos con los miembros de la comunidad» (Manual del alumno).
Para darle una breve sinopsis del caso, durante este mismo curso académico los tres nos dirigimos a este alumno (igual que habíamos hecho con otros alumnos anteriormente) para que trabajara en nuestro proyecto de página web. Él aceptó trabajar en nuestra página y de este modo comenzó una relación de trabajo de tres meses con este alumno. A lo largo de esos tres meses, contraviniendo los términos de nuestro acuerdo, dicho estudiante se dedicó a frenar el desarrollo de nuestra página web al tiempo que desarrollaba su propia página (thefacebook.com) en competición desleal con la nuestra, todo ello sin nuestro conocimiento o acuerdo, y causándonos un perjuicio material como resultado de sus engaños.
Se nos pretende hacer creer que esta cuestión cae fuera de la esfera académica y demás; sin embargo, consideramos que las acciones de este alumno constituyen una violación directa de la Resolución de Derechos y Responsabilidades adoptada por la Facultad de Artes y Ciencias el 14 de abril de 1970, que establece:
«Al aceptar convertirse en miembro de la Universidad, una persona pasa a formar parte de una comunidad idealmente caracterizada por la libertad de expresión, la libertad de investigación, la honestidad intelectual, el respeto por la dignidad de los demás y la apertura al cambio constructivo».
Como dirigente de nuestra Universidad, pensamos que debería conocer los incidentes que violan el código de honor y amenazan las pautas de conducta de la comunidad. Creemos que la negativa de Harvard a dar respuesta a este caso podría tener efectos secundarios negativos a largo plazo sobre toda la comunidad universitaria e incluso más allá. Por todo ello, solicitamos una entrevista lo antes posible para hablar con usted acerca de esta cuestión. Muchas gracias.
Sinceramente,
Cameron Winklevoss '04
Divya Narendra '04
Tyler Winklevoss '04
Tras dejar pasar unos segundos, para que el hombre pudiera pretender al menos que releía su carta, Tyler carraspeó.
—Creo que el caso se explica por sí solo. Mark nos robó la idea.
—¿Y qué quieren que haga yo al respecto?
Tyler se quedó mirando al hombre sin comprender. Se giró y miró a su hermano. Cameron parecía igual de perplejo que él y se había quedado mirando boquiabierto las páginas que se balanceaban en los dedos en forma de pinza del presidente.
Tyler parpadeó ostensiblemente, dejando que el enfado disipara la perplejidad. Señaló hacia la estantería de libros que había detrás del presidente, donde podía ver claramente una fila de manuales de años anteriores. El manual se entregaba a todos los alumnos de primer curso y recogía todas las reglas de la universidad, todos los códigos que supuestamente defendía la administración.
—Va contra las reglas de la universidad robar a otro alumno —dijo Tyler, y luego añadió una cita de memoria del manual—: «La Universidad espera que todos los estudiantes sean honestos y sinceros en sus tratos con los miembros de esta comunidad. Se requiere a todos los estudiantes que respeten la propiedad pública y privada; cualquier caso de robo, apropiación o uso indebido o daños a la propiedad tendrá consecuencias disciplinarias, incluida la expulsión de la universidad». Si Mark hubiera entrado en nuestra habitación y se hubiera llevado nuestro ordenador, le echarían de una patada de la universidad. Bueno, pues ha hecho algo mucho peor. Se ha llevado nuestra idea y nuestro trabajo, y la universidad debería hacer valer el código ético de Harvard.
Summers suspiró, dejando caer otra vez las diez páginas sobre la mesa. Tyler contempló cómo aterrizaban junto a un montoncito de coloridas bolas de juegos malabares. El rumor decía que esas bolas eran un regalo de su predecesor, pues eso era lo que hacía un presidente: hacer malabarismos con las cosas, las personas, los proyectos, los problemas. Tyler podía asegurar por la mirada de Summers que esta vez el malabarismo terminaría con ellos dos fuera de la habitación.