Authors: Ben Mezrich
Eduardo tardó un momento en darse cuenta de que reconocía a esas chicas, y que en efecto eran
literalmente
las tías más buenas que había visto nunca, pues eran las modelos de Victoria`s Secret, salidas directamente del catálogo. Y entonces vio algo que le dejó aún más pasmado: mientras Sean seguía desgranando alguna de sus historias, una de la chicas se inclinó por encima del espacio entre las dos mesas y se puso a hablar con Mark.
Eduardo se quedó mirando, incrédulo. La tía estaba ahora mismo tan inclinada que su bustier apenas lograba contener sus generosos pechos. Su piel bronceada soltaba destellos y sus hombros desnudos resplandecían bajo las luces estroboscópicas. Era increíble.
Y estaba hablando con Mark.
Eduardo no podía imaginarse de qué podía tratar la conversación. O cómo podía haber comenzado. Pero la chica parecía estar pasando un buen rato. Mark por su parte parecía un animal aterrorizado ante los focos de un camión a punto de atropellarle. Pero qué focos más maravillosos eran aquellos. Mark apenas respondía, apenas decía nada, pero a ella no parecía importarle. Estaba sonriendo, y luego alargó la mano y le tocó la pierna a Mark.
Eduardo se quedó con la boca abierta. Parker seguía hablando y hablando a su lado. Ahora el emprendedor estaba explicando una vez más la historia de su batalla con Sequoia Capital: que estaba convencido de que ese loco galés le había echado de Plaxo, que había contratado a un detective, que le había torturado hasta hacerle presentar su renuncia. Quién sabía si era verdad, pero era obvio que había mala sangre ahí. Sean había jurado que les devolvería el golpe algún día, de algún modo. Luego habló de thefacebook, de lo increíble que era, de que estaba seguro que sería lo más grande del mundo. Y parecía creerlo realmente. De hecho, lo único que no le funcionaba de la página era el
the
en el nombre. No era necesario. Sean odiaba las cosas innecesarias.
Y seguía y seguía y Eduardo estaba sentado allí escuchando mientras veía a Mark y a la chica…
De repente vio que Mark se levantaba y que la modelo de Victoria`s Secret le llevaba de la mano. Lo guió fuera de la zona VIP y por la escalera Lucite. Y luego Mark ya no estaba ahí.
La cabeza de Eduardo daba vueltas. ¿Había visto realmente lo que acababa de ver? ¿Podía Mark realmente haber salido del club? ¿No seguía saliendo con esa chica asiática de Harvard?
La hostia. Eduardo podía jurar que acababa de ver a Mark Zuckerberg irse a casa con una modelo de Victoria`s Secret.
Para Eduardo, era el signo más claro hasta el momento de que Sean Parker tenía razón: thefacebook iba a ser lo más grande del mundo.
* * *
Cuatro días más tarde, Eduardo volvía a estar en el asiento de la ventana de ese maldito 757 de American Airlines, con la cabeza apoyada sobre la ventana circular que tenía a su derecha. Esta vez no había lluvia fuera, pero las ráfagas grises seguían allí, violentas y furiosas, sólo que esta vez estaban en la cabeza de Eduardo, detrás de los ojos, machacando sus pensamientos como una trituradora.
Le dolía todo. El cuerpo casi tanto como la cabeza, y no podía echarle la culpa a nadie más que a sí mismo. Los últimos días habían sido un torbellino de negocios, estrategias… y bebida. Mucha bebida. Comenzando por esa maldita fiesta que había durado hasta pasadas las cuatro, horas después de que el club cerrara. Eduardo no vio a Mark hasta el día siguiente, y Mark había sido muy evasivo acerca de la modelo de Victoria`s Secret. Pero Eduardo estaba seguro de que algo había ocurrido. Cuanto más le presionaba, más se cerraba Mark, lo que para Eduardo era un signo aún más seguro de que había algo. No podía dejar de estar impresionado. Parecía como si el mundo se hubiera vuelto del revés y ahora estuvieran bien metidos en la madriguera de conejos.
Pero las cosas aún tenían que desquiciarse más. Durante los días que duró la estancia de Eduardo, Sean montó una serie de cenas, reuniones y cocktails con CRs, representantes de software, cualquiera con dinero que pareciera interesado en thefacebook. Resultó que había mucha gente interesada. De hecho, eran ferozmente cortejados por todos los peces gordos de la ciudad. Algo había cambiado: ahora había ofertas reales sobre la mesa y les susurraban en la oreja cifras de muchos millones.
Y los agasajos que recibían eran increíbles. Les llevaron a los restaurantes más caros y lujosos de San Francisco; a menudo, las partes interesadas enviaban limusinas a recogerles, o hacían que les acompañaran en relucientes deportivos. Cuando una mañana Mark no consiguió arrancar su coche de Craigslist y terminó haciéndoles llegar tarde a una reunión de desayuno, el CR con el que debían reunirse se ofreció a comprarles un deportivo. Eduardo se daba cuenta de que el hombre hablaba en serio: realmente esperaba ver a Mark con un coche nuevo la próxima vez que saliera de casa.
Pero la reunión más extraña de todas ocurrió la noche antes al regreso de Eduardo a Nueva York. Él y Mark habían sido invitados al yate de uno de los fundadores de Sun Microsystems. Resultó que el hombre tenía gustos exóticos para la comida y era famoso por sus manjares extravagantes. Después de hablar de negocios durante unas horas, un miembro del personal del barco les había traído una bandeja brillante de plata. Sobre la bandeja había un pedazo de carne de aspecto fibroso. Eduardo no se atrevía a preguntar, pero el hombre les dio la información directamente. Era koala, lo que según le parecía a Eduardo no era sólo exótico, sino también ilegal. Pero habría sido descortés rechazar el ofrecimiento.
Sentado en el avión, esperando que los motores se pusieran en marcha, Eduardo aún seguía sin podérselo creer. Había comido koala en un yate. Se había emborrachado en uno de los lugares más exclusivos del norte de California. Y le habían susurrado cifras que les harían ricos a Mark y a él, realmente ricos.
Pero fueran cuales fueran las cifras, Eduardo sabía que no iban a vender thefacebook. En su opinión, era demasiado pronto. Sabía que thefacebook iba a valer mucho más en el futuro; dios, se estaban acercando a los quinientos mil miembros y no paraban de crecer. ¿Y qué si no ganaban dinero? ¿Y qué si estaban incurriendo en deudas importantes, apenas contenidas por los dieciocho mil dólares que había puesto en la cuenta? Eduardo no quería vender. Mark no quería vender. Sean Parker… bueno, ¿a quién le importaba lo que quisiera Sean Parker? No formaba parte del equipo directivo. Era un asesor. No estaba metido. No era nadie.
Eduardo hizo una mueca cuando otra oleada gris atravesó su cabeza. Sintió la acostumbrada vibración y se dio cuenta de que había vuelto a olvidarse del móvil.
Se lo sacó del bolsillo. Vio que tenía una llamada entrante… de Kelly, por supuesto, con la que había estado evitando hablar desde que llegó a California.
Pensó en volverse a poner el teléfono en el bolsillo, pero sabía que tenía unos minutos antes del despegue, de modo que pensó que era un momento tan bueno como cualquier otro.
Le dio al botón de descolgar y se puso el teléfono en la oreja.
Kelly estaba llorando al otro lado de la línea y se oían sirenas de fondo. Eduardo abrió los ojos y se enderezó rápidamente en su asiento.
—¿Qué diablos está ocurriendo?
Kelly habló rápidamente, entre sollozos. Después de que no la llamara durante dos días, había hecho lo que él le había dicho que hiciera: había ido a buscar el regalo que le había dejado en el armario de su habitación. Y luego le había prendido fuego. Junto con buena parte de la ropa de Eduardo que tenía en sus cajones. Todo su dormitorio se había incendiado. Habían llamado a los bomberos y habían rociado el lugar con extintores. Ahora estaban hablando de arrestarla.
Eduardo cerró los ojos, sacudiendo la cabeza. Maravilloso. Aquella era una de las delicias de tener a una novia loca. Nunca sabías lo que podía hacer a continuación.
Dos segundos.
La diferencia entre ser un campeón y ser olvidado, entre grabar tu nombre en una placa, un trofeo y una pared, o irte a casa con una cinta y algunos recuerdos.
Dos segundos.
Tyler sintió su cuerpo desfallecer cuando se inclinó hacia adelante, exhausto, aflojando la presa de sus callosas manos sobre los ahora impotentes remos. La piragua de ocho todavía se deslizaba sobre el agua, avanzando a velocidad casi de competición, pero la competición había terminado. Aunque no lo hubiera visto con sus ojos —la embarcación holandesa que les adelantaba por apenas dos segundos— habría sabido el resultado por los vítores que venían de las dos orillas del río. Los gritos que se oían eran voces holandesas que jaleaban a sus amigos y compañeros de equipo, no las del pequeño contingente de americanos que habían cruzado medio mundo para ver remar a Tyler y a su hermano.
En el fondo, sabía que sólo participar en la regata Real Henley era un honor, una experiencia que le acompañaría el resto de su vida. La regata se celebraba cada año desde 1839 en el curso natural de agua más largo de Inglaterra: un tramo de dos kilómetros y ciento doce metros del Támesis situado en la localidad pintoresca y medieval de Henley, fundada en 1526.
La población misma parecía sacada de un cuento de hadas. Algunos de los edificios originales aún se sostenían, y Tyler y su hermano habían dedicado buena parte de los cinco días que duraba el evento a pasear por las estrechas calles en compañía de las familias anfitrionas, conociendo los pubs, las iglesias, las tiendas… bueno, sobre todo los pubs.
Pero a pesar del baño de cultura que se habían dado durante la semana, habían venido a Henley por una razón. Para participar en la Grand Challenge Cup contra la mejor tripulación del mundo. Y a pesar de sus esfuerzos, habían quedado por detrás de ellos.
Dos asquerosos segundos por detrás.
* * *
Para cuando salieron de la embarcación y subieron al muelle para la ceremonia de entrega de premios, buena parte del público más selecto había salido de Steward's Enclosure —una zona reservada para ver la regata, y a la que sólo podías entrar si eras miembro o invitado de alguno de los miembros— y estaban dando vueltas en espera de que el príncipe Alberto hiciera los honores. El príncipe parecía mucho más bajo en persona, pero Tyler quedó bastante impresionado cuando el miembro de la realeza le dio la mano y pareció conocer su nombre de memoria. El mero hecho de que Alberto estuviera allí era un golpe de suerte: habitualmente era una figura real de menos nivel la que se encargaba de entregar los premios, pero Alberto había hecho el viaje desde Monaco en recuerdo de su abuelo, que había sido uno de los mejores piragüistas de su época, aun cuando Jack Kelly no pudo competir nunca en la Henley, irónicamente, debido a sus orígenes como obrero de la construcción, algo que Alberto trataba de compensar ahora aceptando ser el patrón del evento.
Pero un apretón de manos era todo lo que Tyler y Cameron recibieron del elegante príncipe: el trofeo real fue a manos del equipo holandés, que lo aceptó con prestancia. Era amargo ver a la otra tripulación levantar el trofeo, pero Tyler era un buen deportista y aplaudió junto con el resto de la multitud.
Después de la entrega, Tyler y Cameron entraron en Steward's Enclosure —la familia anfitriona era miembro y les había dado los distintivos necesarios— y dedicaron los siguientes minutos a admirar los atuendos a veces estrambóticos de los aficionados británicos al remo: chaquetas y corbatas de colores brillantes, vestidos largos y flotantes, sombreros de verano… todo lo que uno habría esperado ver. Era la primera semana de julio y el sol caía con fuerza, pero nadie parecía notar el calor. Tal vez fuera porque había cuatro bares en la Enclosure, además de una zona cubierta para comer y una tienda para el té.
—No podéis ganar siempre. Buen trabajo, chicos. Por muy poco.
Tyler forzó una sonrisa mientras localizaba al padre de la familia anfitriona cerca de la parte trasera del Enclosure, que se estaba separando de un grupo de amigos y venía hacia ellos. Era un hombre rechoncho de cincuenta y pico años, con unas mejillas sonrosadas junto a una nariz aplastada y unos ojos azules hundidos. De carácter afable y cordial, se ganaba la vida como abogado en Londres —apenas a cincuenta kilómetros de distancia— pero había sido piragüista con Oxford veinticinco años atrás. No se había perdido una sola copa Henley desde entonces, y llevaba casi una década alojando a tripulantes del otro lado del charco.
—Gracias respondió Tyler, tratando de sonar animado—. Ha sido un golpe duro. Pero se lo merecen. Han luchado más.
Tyler creía ser totalmente sincero al decir eso. Las carreras de remo no tenían resultados tan ajustados normalmente, y que el equipo holandés les sacara o no dos segundos, por más que sonara a cliché, dependía de quién lo había deseado con más intensidad.
—Bueno, mi hija ha sacado unas fotos maravillosas —dijo el abogado—. Pero me temo que ya se ha ido a casa.
—Tal vez pueda enviárnoslas por e-mail —sugirió Cameron. Alguien a quien no conocían les puso en la mano una jarra de cristal ahumado llena de cerveza caliente. Era una tradición a la que costaba acostumbrarse, pero Tyler y Cameron se estaban esforzando en ello desde que llegaron a Henley.
—Bueno, supongo que estaréis en thefacebook.
Tyler se quedó paralizado con la jarra en los labios. No estaba seguro de haber oído bien. Sin duda, había oído a mucha gente hablar de esa maldita página en el último par de meses, pero nunca a nadie con acento inglés. Nunca habría esperado oírla mencionar en una población medieval británica a orillas del Támesis.
—¿Perdón? —tartamudeó, esperando realmente haber entendido mal.
—Ya sabéis, la página web. Mi hija dice que todos los estudiantes universitarios americanos la usan. Acaba de volver después de pasar un año fuera, ya sabéis, en Amherst. Y está todo el tiempo enganchada a esa página. Estoy seguro de que la podréis encontrar allí siempre que queráis, y que os mandará las fotografías.
Tyler le echó una mirada a su hermano. Podía ver sus propios sentimientos reflejados en los ojos de Cameron. Incluso aquí, al otro lado del océano, a miles de kilómetros de Harvard, estaban hablando de thefacebook. Y eso a pesar de que seguía siendo accesible sólo para universitarios americanos. ¿Cuántas universidades eran ya: treinta, cuarenta, cincuenta? La cosa estaba creciendo como ninguno de ellos había podido prever.
Y mientras tanto, ConnectU se había quedado más o menos encallada en la salida. Por más que tenía un montón de funciones, por más que la habían lanzado en varias universidades a la vez, estaba claro que no podía competir con la naturaleza viral de thefacebook. Ya fuera la ventaja del primer movimiento, o simplemente que a la gente le gustaba más thefacebook, ConnectU apenas era un puntito en el radar de las redes sociales.