Read Nacidos para Correr Online
Authors: Christopher McDougall
Juan asintió y rápidamente desapareció en una curva del camino. Shaggy le guiñó un ojo a Martimano.
—Ahora somos tú y yo, amigo.
—Guadajuko
—dijo Martimano. Bien por mi parte.
El aroma de la línea de meta cosquilleaba la nariz de Ann. Para cuando Juan llegó a la estación de socorro de Halfmoon en la milla setenta y dos, Ann casi había doblado su ventaja; estaba veintidós minutos por delante a falta de tan solo veintiocho millas.
Para alcanzarla, Juan tendría que recuperar casi un minuto por milla, y se encontraba a punto de adentrarse en el peor terreno posible para empezar a intentarlo: un trecho de siete millas de asfalto. Ann, con su experiencia de carrera en pista y sus Nike con inyección de aire, podría desenrollar sus largas piernas y empezar a volar. Juan, que nunca había pisado el asfalto hasta ese mismo día, tendría que arreglárselas en esa extraña superficie con unas sandalias caseras.
“Sus pies van a sufrir de verdad”, dijo el asistente de Juan a un equipo de televisión al borde de la pista.
Tan pronto como dejó atrás el camino de tierra y alcanzó la superficie de asfalto, Juan dobló las rodillas y acortó su zancada, y así la compresión del movimiento de sus piernas le suministró toda la absorción del golpe que necesitaba. Se adaptó tan bien que, de hecho, su estupefacto asistente empezó a retroceder, incapaz de seguirle el ritmo.
Juan persiguió a Ann por su propia cuenta. Hizo las siete millas hasta el criadero de peces en casi el mismo tiempo que le había tomado esa mañana, luego giró a la izquierda y siguió adelante por el camino barroso que llevaba a la temida subida Powerline Climb. Muchos de los corredores de Leadville temían a Powerline casi tanto como temían a Hope Pass. “He visto a gente sentada a un lado del camino, llorando”, recuerda un veterano corredor de Leadville. Pero Juan se aproximó a ella como si hubiera estado esperándola todo el día, corriendo a través de esas inclinaciones de terreno casi verticales que llevan a la mayoría de los corredores a subir empujando las rodillas con las manos.
Delante, Ann se estaba acercando a la cima, pero sus ojos estaban casi cerrados por el cansancio, como si no pudiera soportar ver siquiera el último tramo inclinado. De tramo en zigzag en tramo en zigzag, Juan había acortado distancias a paso firme. Hasta que, repentinamente, se detuvo un poco y empezó a dar saltitos en un pie. El desastre se había cernido sobre él: la lengüeta de una de sus sandalias se había roto y no tenía nada con qué reemplazarla. Mientras Ann recorría la cima, Juan se sentó sobre una roca y examinó lo que quedaba de la correa. Se quitó la sandalia y descubrió que había un trozo de lengüeta suficiente para mantener la suela atada a la planta del pie. Ató cuidadosamente el trozo que quedaba y dio un par de pasos de prueba. Servía. Ann, mientras tanto, había alcanzado el último tramo. Todo lo que tenía por delante eran diez millas de pista de tierra asentada alrededor del lago Turquesa antes de que los gritos de los fiesteros de la Calle Sexta la llevaran cuesta arriba hasta la línea de meta. Eran poco más de las ocho de la noche y el bosque a su alrededor se estaba sumiendo en la oscuridad, y fue entonces cuando algo salió de pronto a toda prisa de entre los árboles a su espalda. Venía tan rápido que Ann casi no pudo reaccionar. Se quedó de piedra en medio del camino, demasiado sorprendida para moverse, mientras Juan aparecía como una flecha, se ponía a su lado de una zancada y con otra la dejaba atrás, con su capa blanca flotando alrededor conforme pasaba a toda velocidad y desaparecía por el camino.
¡Ni siquiera parecía cansado! ¡Era como si estuviera tan sólo. pasándolo bien! Ann estaba tan destrozada que decidió abandonar. Estaba a menos de una hora de la meta, pero el júbilo tarahumara que tanto excitaba a Joe Vigil la había desanimado por completo. Aquí estaba ella,
matándose
para mantener el liderato, y este tipo parecía poder arrebatárselo en cuanto se lo propusiera. Era humillante; en ese momento comprendió que desde que lanzó su Gambito de Dama, Juan la había puesto en la mira. Su marido, eventualmente, logró que siguiera adelante. Justo en ese momento, Martimano y el resto de los tarahumaras se acercaban a toda velocidad. Juan cruzó la meta en 17:30, mejorando la marca anterior por veinticinco minutos (también fue el primero en pasar tímidamente por debajo de la cinta en lugar de romperla con el pecho, algo nunca antes visto). Ann llegó casi media hora después, en 18:06. Justo detrás, Martimano y su rodilla embrujada llegaron terceros, seguidos de Manuel Luna y el resto de los tarahumaras, que se hicieron con el cuarto, quinto, séptimo, décimo y undécimo puesto.
“¡Wow, qué carrera!”, comentaba entusiasmado para los televidentes Scott Tinley mientras ponía un micrófono delante de Ann Trason, que parpadeaba ante las luces de la cámara, como si fuera a desmayarse en cualquier momento, pero se las arregló para lanzar una última pulla:
—A veces —dijo—, hace falta una mujer para sacar lo mejor de un hombre.
“Lo mismo para ti,” podrían haber respondido los tarahumaras; gracias a su heroico intento de vencer ella sola a un equipo entero de maestros corredores de larga distancia, Ann había hecho pedazos su mejor marca en Leadville por más de dos horas, estableciendo un récord femenino que todavía no ha sido superado.
Pero los tarahumaras, incluso si hubieran estado dispuestos, no eran libres de decir nada en ese momento. Dejaron atrás la pista de carreras para internarse en una tormenta de mierda.
Este debía haber sido su momento. Finalmente, tras siglos de horror y miedo, de haber sido cazados por su cuero cabelludo, esclavizados por su resistencia y amedrentados por sus tierras, los tarahumaras eran respetados. Habían demostrado ser, indiscutiblemente, los mejores corredores sobre el planeta Tierra. El mundo vería que tenían cualidades fantásticas que merecían ser estudiadas, que tenían un modo de vida que merecía ser conservado, un territorio que merecía ser protegido.
Joe Vigil ya estaba vendiendo su casa y renunciando a su empleo, así de excitado estaba. Ahora que Leadville había tendido un puente entre la cultura americana y la tarahumara, estaba listo para llevar a cabo el plan al que venía dándole vueltas hace tiempo. Total, a los sesenta y cinco años ya estaba listo para retirarse de Adams State. Él y su mujer Carolina se mudarían a Arizona, cerca de la frontera con México, donde instalarían un campamento base para el estudio de los tarahumaras. Quizá tomaría unos años, pero mientras tanto, vendría a Leadville cada verano para estrechar su relación con los corredores tarahumara. Empezaría aprendiendo su idioma. colocándolos sobre una cinta de correr, monitoreando su ritmo cardíaco y capacidad aeróbica… ¡quizá incluso podría organizar talleres con sus atletas olímpicos! Porque esa era la mejor parte. Ann había estado ahí corriendo con ellos, lo que significaba que fuera lo que fuera que los tarahumaras hacían, ¡el resto de nosotros podía aprenderlo!
Era hermoso. Y lo fue por más o menos un minuto.
“Si piensan que van a usar una sola imagen de mis tarahumaras —soltó Rick Fisher cuando Tony Post y el resto de los ejecutivos de Rockport se apresuraron a felicitarlos—, será mejor que vengan con algo de dinero”.
Tony Post estaba consternado. “Se volvió realmente loco. Vino hacia nosotros como si estuviera completamente enfadado, como la clase de tipo capaz de darte caza y matarte. No literalmente”. Post se apuró en añadir: “Sencillamente parecía el típico fanático que discute eternamente y no puede admitir que está equivocado”.
“Era un dolor en el culo”, añadió Ken Chlouber. “No lo fue hasta que tuvimos grandes auspiciadores y equipos de televisión, y luego solo permitió a los de Rockport usar imágenes de los indios. Dado que yo era el presidente de la carrera, intentó hacerme la vida imposible, no velaba más que por su propio interés y no le importaban los tarahumaras en absoluto”.
La reacción de Fisher fue volverse un poco loco, justo como había hecho esa vez en que se encontró rodeado por matones narcotraficantes y sobrevivió porque se puso como una fiera. “¡La carrera estaba amañada!”, aseguró Fisher. “Tenían a esta chica rubia y de ojos azules que querían que ganara, pero no ganó”. Fisher dijo que todos los periodistas habían sido sobornados con una bacanal secreta de tres días en un resort de lujo de Aspen, pagado por los directores de Leadville. Un periodista incluso intentó sobornarlo a él, según me dijo Fisher, ofreciéndole dinero para que Juan bajara el ritmo y empatara con Trason. “Este periodista, un tipo muy reputado, me dijo que iba a ser un desastre si él ganaba, y lo cierto es que, desde el punto de vista de los corredores blancos, era un absoluto desastre que un tarahumara hubiera ganado”. ¿Por qué? “Por esa enfermiza idea americana de que las mujeres pueden competir contra los hombres”. (Cuando le pregunté por el nombre del periodista, Fisher se negó a responder).
Acusar a Ken Chlouber y a “la élite del sistema mediático” de conspirar contra el atractivo principal del evento no tenía ningún sentido, pero Fisher recién estaba calentando. Aseguró que alguien le había dado a uno de sus corredores una Coca-Cola dopada que hizo que “sufriera un colapso y cayera gravemente enfermo”, mientras que otro de sus corredores había sido agredido sexualmente por una “persona blanca” que, con el pretexto de darle un masaje relajante, había deslizado su mano bajo el taparrabos del tarahumara y había “masajeado su pene y su escroto”. Y en lo que a Rockport respecta, Fisher aseguró que el patrocinio de la empresa era ambiguo en el mejor de los casos y criminal en el peor. “Prometieron poner una fábrica de calzado en las Barrancas del Cobre. todo el asunto estaba corrupto. cuando la gente de Rockport echó un vistazo a sus cuentas, descubrieron que habían sido timados y el presidente de la compañía fue despedido…”.
Los tarahumaras veían a los
chabochis
gritarse unos a otros. Oían las palabras enojadas y veían los brazos enojados agitándose en su dirección. No entendían lo que decían, pero captaron el mensaje. Enfrentados a la rabia y hostilidad, los mejores atletas clandestinos del mundo reaccionaron como lo habían hecho siempre: enfilaron de vuelta a las barrancas, desvaneciéndose como un sueño y llevándose sus secretos con ellos. Tras su victoria en 1994, los tarahumaras nunca regresaron a Leadville.
Un hombre los siguió. Tampoco volvió a ser visto en Leadville. Era el extraño nuevo amigo de los tarahumaras, Shaggy, quien pronto sería conocido como Caballo Blanco, el vagabundo solitario de las Sierras Altas.
¿Y qué será ahora de nosotros sin bárbaros?
Quizá ellos fueran una solución después de todo.
—
Constantine Avafy
,
“Esperando a los bárbaros”
— ESO FUE DIEZ AÑOS atrás —me dijo Caballo, terminando su relato—. Y desde entonces he estado aquí.
Mamá nos había echado de su sala-restaurante horas atrás y se había ido a dormir. Caballo, todavía hablando, me había guiado a través de las calles desérticas de Creel hasta una bodega en un callejón. También cerramos ese sitio. Para cuando Caballo me había llevado desde 1994 hasta el presente, eran las dos de la madrugada y la cabeza me daba vueltas. Me había contado más de lo que podía haber esperado acerca del fugaz paso de los tarahumaras por la escena de las ultramaratones americanas (y me aconsejó que encontrara a Rick Fisher, Joe Vigil y compañía para conocer al resto), pero en todas esas historias, nunca respondió la única pregunta que yo le había hecho:
—¿Quién eres?
Era como si no hubiera hecho nada en su vida antes de correr por el bosque con Martimano, o como si hubiera un montón de cosas de las que no quería hablar. Cada vez que lo interrogué al respecto, se escapó por la tangente con una broma o una no-respuesta que cerraba el asunto como la puerta de un calabozo (“¿Cómo gano dinero? Hago cosas para gente rica que no quiere hacerlas por su cuenta”). Luego continuaba con otra historia. La situación estaba clara: o bien podía ser un pesado y enfadarlo, o podía reclinarme y escuchar algunas historias geniales.
Me enteré de que tras la carrera de Leadville del 94, Rick Fisher fue más allá. Había otras carreras y otros corredores tarahumara, y no pasó mucho tiempo antes de que Fisher formara nuevos equipos y fuera dando tumbos de carrera en carrera, como un universitario borracho viajando con sus amigos. Primero, el equipo tarahumara fue expulsado del Ángeles Crest 100-Mile Endurance Run en California porque Fisher no dejaba de colarse en la zona “solo para corredores” de la pista, en medio de la carrera. “Lo último que quiero hacer es descalificar a un corredor —diría el director de la carrera—, pero Rick no me dejó opción”.