Read Nacidos para Correr Online
Authors: Christopher McDougall
Jenn empezó a mordisquear la venda. Sabía que su única esperanza de competir con los tarahumaras pasaba por deshacerse de la botella. Si se arriesgaba y fallaba, perfecto. Pero si perdía la carrera de su vida porque había jugado sobre seguro, se arrepentiría para siempre. Se deshizo de la botella y de inmediato empezó a sentirse mejor. Más audaz, incluso. Lo que la llevó a su siguiente decisión arriesgada. Se encontraban al pie de la primera picadora de carne, una empinada colina de tres millas con muy poca sombra. Jenn sabía que una vez que el sol se abriera por completo, tendría muy pocas opciones de continuar pegada a los tarahumaras devoradores de calor.
“Ah, a la mierda —pensó Jenn—. Voy a lanzarme ahora que todavía está fresco”.
En el lapso de cinco zancadas, estaba dejando atrás al pelotón.
—Hasta luego, chicos —dijo por encima del hombro.
De inmediato, los tarahumaras emprendieron la persecución. Los dos astutos veteranos, Sebastiano y Herbolisto, le cerraron el paso por delante, mientras que otro tres tarahumaras la rodearon por los lados. Jenn buscó una rendija por donde escapar, luego salió disparada y volvió a poner distancia de por medio. Instantáneamente, los tarahumaras se reagruparon y le cerraron el paso de nuevo. Los tarahumaras podían ser amantes de la paz en casa, pero a la hora de correr salían con los nudillos afilados todo el tiempo.
—Odio decirlo, pero Jenn va a reventar —le dijo Luis a Billy cuando la vieron salir lanzada por tercera vez. Llevaban recién tres millas de una carrera de cincuenta y ya estaba yendo mano a mano contra un grupo de cinco tarahumaras—. Uno no corre así si pretende terminar la carrera.
—De alguna forma, siempre termina lográndolo —dijo Billy.
—No en este terreno —dijo Luis—. No contra esos tipos.
Gracias al genial diseño de Caballo, todos podíamos presenciar la carrera en tiempo real. Caballo había trazado el recorrido con un diseño en Y, con la línea de partida en el medio. De esta manera, los aldeanos podían ver la carrera varias veces según volvía sobre sus pasos y avanzaba nuevamente, y los corredores podían saber siempre qué tan lejos se hallaban de los líderes. El diseño en Y aportaba además otro inesperado beneficio: en ese preciso momento, le estaba dando a Caballo un buen puñado de razones para sospechar de los tarahumaras de Urique.
Caballo iba algo así como a un cuarto de milla detrás, así que tenía una vista perfecta de Scott y los cazadores del Venado conforme reducían la ventaja con los tarahumaras de Urique en la colina al otro lado del río. Cuando los vio regresando tras la primera vuelta, Caballo estaba atónito: en el lapso de cuatro millas, el equipo de Urique había sacado una ventaja de cuatro minutos. No sólo habían dejado atrás a los dos mejores corredores tarahumaras de su generación, sino también al mejor corredor montaña arriba de toda la historia de los ultramaratones occidentales.
—Ni. En. Broma —gruñó Caballo, que corría en su propio pelotón formado por Ted Descalzo, Eric y Manuel Luna.
Cuando llegaron a la vuelta de la milla cinco en el pequeño asentamiento tarahumara de Guadalupe Coronado, Caballo y Manuel empezaron a hacer algunas preguntas a los espectadores tarahumaras. No tardaron mucho en descubrir lo que estaba ocurriendo: los tarahumaras de Urique estaban atajando por caminos secundarios y recortando la ruta. En lugar de furia, Caballo sintió lástima por ellos. Se dio cuenta de que los tarahumaras de Urique habían perdido el viejo estilo, y con él se había ido también su confianza. Ya no eran Gente Que Corre, no eran más que unos tipos intentando alcanzar las sombras de lo que alguna vez fueron.
Caballo los disculpaba como amigo, pero no como director de la carrera, así que anunció que estaban descalificados.
Yo también me llevé una sorpresa cuando llegué al río. Había estado tan concentrado cuidando mis pisadas en la oscuridad y chequeando mentalmente mi lista de tareas
(flexiona esas rodillas… pasitos de pájaro… no dejes huella)
que no me di cuenta hasta que estaba caminando río adentro, con el agua hasta la rodilla, de que acababa de correr dos millas y no sentía nada. Mejor que nada: me sentía ligero y suelto, aún más elástico y lleno de energía que antes de empezar.
—¡Así se hace, Oso! —me gritó Bob Francis desde la orilla opuesta—. Una colina diminuta. Nada de que preocuparse.
Salí del agua y ataqué la duna de arena, sintiéndome más optimista a cada paso que daba. Sí, todavía me quedaban cuarenta y ocho millas, pero si seguía así, podía arreglármelas para pulir la primera docena antes de que tuviera que empezar a esforzarme de verdad. Empecé a ascender por el camino de tierra justo cuando el sol se elevaba sobre la cima del cañón. Instantáneamente, todo se iluminó: el río brillaba, el bosque relucía en su verdor y la serpiente de coral enroscada a mis pies…
Grité y pegué un brinco que me hizo resbalarme por la pendiente, así que me agarré de unos matorrales para detener la caída. Podía ver a la serpiente por encima de mi cabeza, silenciosa y enroscada, lista para atacar. Si escalaba de vuelta, me arriesgaba a recibir una mordedura mortal. Si me deslizaba hacia el río, corría el riesgo de caerme colina abajo. La única salida era bordear la colina, arreglándomelas para saltar de un matorral a otro.
El primer matojo aguantó, el siguiente también. Cuando ya había avanzado unos diez pies, me arrastré cuidadosamente de vuelta al camino. La serpiente seguía ahí, pero por alguna razón estaba muerta. Alguien la había partido en dos con un palo. Me quité la tierra de los ojos y realicé una comprobación de daños: tenía rasguños en ambas canillas, astillas clavadas en las manos y el corazón se me salía del pecho. Me quité las astillas con los dientes y me limpié las heridas, más o menos, con un chorrito de mi botella de agua. Era hora de partir. No quería que nadie me viera sangrando y asustado por una serpiente en estado de descomposición.
Conforme ascendía por la montaña, el sol golpeaba con más fuerza pero, tras el frío de la madrugada, resultaba más estimulante que agobiante. Seguía pensando en el consejo de Eric —“si sientes que requiere demasiado esfuerzo, es que estás esforzándote más de la cuenta”—, así que decidí abstraerme de mis pensamientos y dejar de obsesionarme con mis zancadas. Comencé a embriagarme con la vista que tenía alrededor, observando como el sol se alzaba sobra la falda de la montaña, tiñendo el río de dorado. En breve me encontraría a la altura de esa cima.
Un momento después, Scott apareció de pronto tras una curva en el camino. Me lanzó una sonrisa y levantó los pulgares antes de desaparecer. Arnulfo y Silvino venían justo detrás, con las blusas ondeando como velas. Me di cuenta de que debía estar cerca de la vuelta de la milla cinco. Seguí hasta la siguiente curva y ahí estaba: Guadalupe Coronado. Era poco más que el edificio encalado de la escuela, unas pocas casas pequeñas y una tienda diminuta que vendía gaseosas tibias y paquetes de galletas polvorientas, pero ya una milla antes se podían oír las ovaciones y los tambores.
Un pelotón estaba justo dejando atrás Guadalupe para emprender la persecución de Scott y los Quimares. Lideraba el grupo ella sola, La Brujita.
Cuando vio su oportunidad, Jenn se abalanzó sobre ella. En la carrera de Batopilas, había notado que los tarahumaras corren cuesta abajo de la misma forma que lo hacen cuesta arriba, con un paso controlado y firme. Jenn, por su parte, adora pisar el acelerador en los descensos. “Es el único punto fuerte que tengo —dice—, así que lo exprimo todo lo que puedo”. Así que en lugar de agotarse luchando con Herbolisto, decidió dejar que él marcara el paso en el ascenso. Y una vez que llegaron a la vuelta y empezó el descenso, rompió el pelotón y empezó a subir la velocidad.
Esta vez, los tarahumaras la dejaron ir. Les sacó tanta ventaja que para cuando llegó a la siguiente cuesta —un camino rocoso de un solo carril ascendente en el segundo ramal de la Y en la milla quince—, Herbolisto y el pelotón no pudieron acercarse lo suficiente para rodearla. Jenn se sentía tan confiada que cuando llegó la nueva vuelta, se detuvo a tomar aire y llenar su botella. Hasta el momento había tenido una suerte fabulosa con el agua. Caballo había pedido a los habitantes de Urique que se aprovisionaran con jarras de agua depurada a lo largo de los cañones, y cada vez que Jenn daba el último trago de su botella, se cruzaba con un nuevo voluntario con una jarra llena.
Cuando todavía estaba bebiéndose un trago el agua de la botella, aparecieron Herbolisto, Sebastiano y el resto del pelotón. Pasaron de golpe, sin detenerse, y Jenn los dejó ir. Una vez que se rehidrató, comenzó a bajar la colina a toda velocidad. Dos millas después, volvió a alcanzarlos y dejarlos atrás. Empezó a escudriñar el terreno que tenía delante para calcular cuánto más podía acelerar, cuánta ventaja podía sacarles. Veamos… dos millas más de descenso, luego cuatro millas de planicie hasta la aldea, entonces…
¡Plaf!
Jenn aterrizó de cara sobre las rocas, rebotó y resbaló sobre su pecho durante un trecho antes de detenerse, aturdida. Se quedó tumbada, cegada por el dolor. La rótula parecía rota y tenía un brazo cubierto de sangre. Herbolisto y el resto del pelotón aparecieron de pronto. Uno a uno, saltaron sobre Jenn como si fuera una valla y desaparecieron sin mirar atrás. “Estarán pensando: Esto te pasa por no saber correr sobre rocas”, pensó Jenn. “Bueno, algo de razón tienen”. Se levantó con cuidado para evaluar la magnitud del daño. Sus canillas parecían dos trozos de pizza, pero la rótula solo tenía unos moretones y la sangre de la mano resultó ser chocolate derretido procedente de una paquete de PowerGel que llevaba junto a la botella atada a su mano. Dio unos pocos pasos con cautela, luego empezó a trotar y se sintió mejor de lo que esperaba. De hecho, se sentía tan bien que para cuando alcanzó el pie de la montaña ya había dejado atrás a todos los tarahumaras que habían saltado sobre ella.
“¡BRUJITA!”
. El público de Urique se volvió loco cuando Jenn entró corriendo al pueblo, ensangrentada pero con una sonrisa en los labios según alcanzaba la marca de las veinte millas. Se detuvo en la estación de socorro para sacar algo de comida de su bolso, mientras una Mamá Tita feliz, rayana en el delirio, le limpiaba con cuidado las heridas de las canillas con su delantal y gritaba: “¡Cuarto! ¡Estás en cuarto lugar!”.
“¿Soy qué? ¿Un cuarto de estar?”. Jenn ya se encontraba a medio camino de dejar atrás el pueblo cuando su paupérrimo español le permitió entender lo que quería decir Mamá Tita: iba en cuarto puesto. Solo Scott, Arnulfo y Silvino iban por delante, y estaba royendo su ventaja a paso firme: doce años después de Leadville, la Bruja había vuelto con ganas de venganza.
Siempre y cuando fuera capaz de soportar el calor. La temperatura estaba rondando los 100 grados justo en el momento en que Jenn estaba entrando en la caldera: el accidentado sube y baja que era el ascenso al asentamiento de Los Alisos. El camino iba pegado a un empinado muro de roca y se hundía y elevaba y volvía a hundir, ascendiendo y descendiendo unos tres mil pies en el trayecto. Cualquiera de las colinas del camino a Los Alisos entrarían en el
ranking
de las más empinadas que había visto Jenn en su vida, y había por lo menos media docena de ellas, una detrás de otra. El calor que emanaban las rocas parecía quemarle la piel, pero Jenn tenía que correr pegada a la pared del cañón si no quería resbalar por el borde y terminar al fondo del barranco que se abría a sus pies.
Jenn acababa de alcanzar la cima de una de las colinas cuando, de repente, tuvo que pegarse a la pared: Arnulfo y Silvino venían a toda velocidad hacia ella, corriendo hombro con hombro. Los cazadores del Venado habían sorprendido a todo el mundo; habíamos estado esperando que los tarahumaras le pisaran los talones a Scott durante todo el día y que al final apretaran para intentar pasarlo antes de la meta, pero en cambio, habían metido el acelerador y habían tomado la delantera. Jenn pegó la espalda al muro caliente para dejarlos pasar. Antes de que tuviera tiempo de preguntarse dónde estaba Scott, ya estaba pegando un salto hacia atrás de nuevo.
“Scott está corriendo esta condenada competición con una intensidad que no he visto nunca antes en ningún ser humano”, diría Jenn después. “Se está
castigando
, yendo
‘Huh- Huh- Huh- Huh’
. Estaba tan concentrado que me preguntaba si me vería. Entonces me vio y empezó a gritar: ‘Sííííí, Brujita, yujuuuuuuuuuu’ ”.
Scott se detuvo para informar a Jenn del camino que tenía por delante y decirle dónde podía encontrarse con caídas de agua. Luego le preguntó por Arnulfo y Silvino: ¿Qué tan lejos estaban? ¿Cómo se veían? Jenn calculó que debían estar a unos tres minutos y apretando el acelerador. “Bien”, asintió Scott. Le dio unas palmadas en la espalda y salió disparado. Jenn lo vio marcharse, y notó que estaba corriendo pegado al filo del camino y tomaba las curvas muy pegadas. Era un viejo truco de Marshall Ulrich: hacía que fuera más difícil para el líder de la carrera echar un vistazo atrás y ver si te acercabas o no. La maniobra de Arnulfo no había tomado por sorpresa a Scott después de todo. El Venado iba tras sus cazadores.
“Tu rival es el camino”, me dije a mí mismo. “Nadie más. Solo el camino”. Antes de empezar el ascenso a Los Alisos me detuve para tranquilizarme. Metí la cabeza en el río y la mantuve ahí, con la esperanza de que el agua me enfriara las ideas y el oxígeno me devolviera de golpe a la realidad. Acababa de llegar a la mitad del camino, y solo me había tomado cuatro horas. ¡Cuatro horas para completar una maratón sobre pista dura en un desierto ardiente! Estaba tan por encima de mis previsiones que empezaba a ponerme competitivo:
¿Cuán difícil puede ser superar a Ted Descalzo? Tiene que estar sufriendo sobre esas rocas. Y Porfilio parecía estar esforzándose más de la cuenta…
Por suerte, mojarme la cabeza surtió efecto. La razón por la que me sentía mucho más fuerte que durante el largo trecho desde Batopilas, me di cuenta, era que estaba corriendo de la forma en que lo hacían los bosquimanos del Kalahari. No estaba intentando dar alcance al antílope, estaba manteniéndolo en el punto de mira. Lo que me había matado durante la excursión de Batopilas había sido mantener el paso de Caballo y Cía. En lo que iba del día, solo había competido contra la pista de carreras, no contra los corredores.
Antes de que me ganara la ambición, era hora de hacer uso de otra táctica de los bosquimanos y revisar la maquinaria. Cuando lo hice, descubrí que estaba en peor estado del que imaginaba. Tenía sed, hambre y no me quedaba más que media botella de agua. No había orinado desde hacía más de una hora, lo que no era una buena señal teniendo en cuenta toda el agua que había estado bebiendo. O me rehidrataba y metía unas cuantas calorías en mi cuerpo pronto, o iba a tener serios problemas en la montaña rusa de colinas que tenía por delante. Cuando empecé a chapotear a través del río, llené la bota de mi mochila de hidratación y le eché un par de pastillas de yodo. Le daría una media hora al agua hasta que estuviera purificada. Mientras tanto, engullí una barrita ProBar —mezcla de copos de avena, pasas, dátiles y jarabe de arroz integral— con la poca agua potable que me quedaba.