Los médicos, los curas y los novelistas conspiran para presentar la vida humana como una historia que avanza hacia una conclusión con sentido. Diligentemente, dividimos la vida en secciones, así como a los historiadores populares les gusta dividir un siglo en decenios y atribuir a cada uno un carácter espurio. Cuando yo era niño, la edad adulta parecía un estado inaccesible: una mezcla de competencias inalcanzables y de preocupaciones nada envidiables (pensiones, dentaduras postizas, pedicuros); y sin embargo llegó, aunque no se la vivía desde dentro como parecía desde fuera. Tampoco parecía ningún logro. Más bien parecía una conspiración: fingiré que eres un adulto si tú finges que yo lo soy. Después, cuando somos adultos reconocidos (o por lo menos no nos han calado), avanzamos hacia un estado más lleno y maduro en que el relato se ha justificado a sí mismo y se supone que proclamamos, o admitimos tímidamente: «¡La madurez lo es todo!» Pero ¿cuántas veces se sostiene la metáfora de la fruta? Es tan probable que acabemos siendo frutas caídas, agriadas, secas o marchitas por efecto del sol, como que nos ufanemos de haber alcanzado la madurez.
Un hombre escribe un libro sobre la muerte. Entre el momento en que piensa la primera frase —«Vamos a zanjar esta cuestión de la muerte»— y el momento en que teclea la frase real y diferente, habrán muerto en el mundo aproximadamente setecientos cincuenta millones de personas. Durante la redacción de este libro, mueren otros setenta y cinco millones. Entre la entrega del libro al editor y su publicación, mueren cuarenta y cinco millones más. Cuando miras estas cifras, el argumento de Edmond de Goncourt —el de un contable divino que estaría sobrecargado de trabajo si nos concediera a todos una existencia más larga— casi parece verosímil.
En una de mis novelas, un personaje imagina que hay otras posibilidades aparte de la brutal disyuntiva, el último «¿preferirías?»: 1) Dios existe; o 2) Dios no existe. Había diversas herejías seductoras, como: 3) Dios existía, pero ya no existe; 4) Dios existe, pero nos ha abandonado; 8) Dios existía, y volverá a existir, pero no existe en este momento. Se está tomando un sabático divino (lo cual explicaría muchas cosas); y así sucesivamente. Mi personaje llegaba hasta el número 15 (no hay Dios, pero sí la vida eterna) para cuando a él, y a mí, se nos agotaba el caudal imaginativo.
Una posibilidad que no consideramos era la de que Dios fuera el gran irónico. Del mismo modo que los científicos hacen experimentos en el laboratorio con ratas, laberintos y pedazos de queso colocados detrás de la puerta correcta, Dios podría haber realizado su experimento con nosotros como ratas. Nuestra tarea consiste en encontrar la puerta detrás de la cual se esconde la vida eterna. Cerca de una salida posible se oye una lejana música etérea, cerca de otra percibimos un tufo de incienso; luz dorada brilla alrededor de una tercera. Empujamos todas las puertas, pero ninguna cede. Con urgencia creciente —porque sabemos que la astuta caja en la que estamos encerrados se llama mortalidad—, intentamos escapar. Pero no comprendemos que el hecho de que no haya escapatoria constituye la finalidad del experimento. Hay muchas puertas falsas, pero ninguna verdadera, porque no existe la vida eterna. El juego concebido por el Dios irónico es el siguiente: implantar anhelos inmortales en criaturas indignas y después observar las consecuencias. Observar a estos humanos, lastrados con el peso de la conciencia y la inteligencia, dando vueltas como ratas frenéticas. Ver cómo un grupo de ellos informa a los demás de que su puerta (que ni siquiera pueden abrir) es la única correcta, y luego quizá empezar a matar a todos los que apuestan dinero a una puerta distinta. ¿No sería divertido?
El Dios irónico que experimenta y juega. ¿Por qué no? Si Dios creó al hombre o el hombre a Dios, a su imagen y semejanza, entonces el
homo ludens
implica al
Deus ludens
. Y el otro juego favorito que nos obliga a jugar se llama ¿Dios existe? Da diversas pistas y argumentos, deja caer insinuaciones, nombra a agentes provocadores de ambos bandos (¿no hizo Voltaire un buen trabajo?), y se recuesta en su silla con una sonrisa beatífica a observar nuestros intentos de encontrar la solución. Y no pensemos que una aceptación rápida y cobarde —Sí, Dios, siempre hemos sabido que existías, desde el principio, antes de que algún otro lo dijera: ¡Aquí estás!— mejorará la relación con Él. Si Dios fuera un dechado de virtudes, sospecho que aprobaría a Jules Renard. Algunos fieles confundieron con ateísmo el anticlericalismo típicamente francés de Renard. El replicó: Me dices que soy un ateo porque no todos buscamos a Dios de la misma manera. O, mejor dicho, tú crees que le has encontrado. Enhorabuena. Yo sigo buscándole. Y, si me da vida, lo seguiré haciendo durante los diez o veinte años siguientes. Me temo que no le encontraré, pero aun así continuaré buscando. Quizá me agradezca la búsqueda. Y quizá se apiade de tu fatua confianza y tu fe simplona.
El juego de Dios y el laberinto de la muerte encajan, por supuesto. Forman uno de esos rompecabezas tridimensionales que atraen a los que están cansados de las simplicidades del ajedrez. Dios, el juego vertical, se cruza con la muerte, el horizontal, y forma el puzle más grande de todos. Y nosotros correteamos con gritos chirriantes, subimos escaleras que acaban en el aire y doblamos esquinas que sólo conducen a rincones sin salida. ¿Suena a conocido? Y casi crees que Dios —este tipo de Dios— estaba leyendo la anotación de Renard: «Y, si me da vida, lo seguiré haciendo durante los diez o veinte años siguientes.» ¡Hombre presuntuoso! Y entonces Dios le concedió seis años y medio: ni mezquino ni indulgente; simplemente justo. Es decir, justo a los ojos de Dios.
Si como hombre temo a la muerte y si como novelista busco profesionalmente la opinión contraria, debería aprender a abogar en favor de la muerte. Una manera de hacerlo es que la alternativa —la vida eterna— resulte indeseable. Esto ya se ha intentado, por supuesto. Es uno de los problemas con la muerte: ya se ha intentado casi todo. Swift tenía sus Struldbrugs, nacidos con una mancha roja en la frente; Shaw, en Volviendo a Matusalén, sus Antiguos, nacidos de unos huevos y que alcanzan la madurez a los cuatro años. En ambos casos, la dádiva de la eternidad resulta tediosa, y la vida imperecedera acaba desembocando en el vacío; sus propietarios —sus dolientes— ansían el consuelo de la muerte, que se les deniega cruelmente. Esto me parece una visión sesgada y propagandística, algo excesivamente destinada a consolar a los mortales. Mi médico me señala una versión más sutil, el poema de Zbigniew Herbert «Don Cogito y la longevidad». A don Cogito «le gustaría cantar / la belleza del paso del tiempo»; da la bienvenida a las arrugas, rechaza elixires que prolongan la vida, «le encantan las lagunas de la memoria, / le torturaban los recuerdos»; en suma, «desde la infancia, la inmortalidad le producía un estado de tembloroso miedo». ¿Por qué envidiar a los dioses?, pregunta Herbert, y contesta, irónico: «
por las sequías celestiales, / por una administración chapucera, / por una lujuria insaciable, / por un bostezo gigantesco
».
La idea es seductora, aunque la mayoría de nosotros se figura que puede mejorar la administración del Monte Olimpo, y no nos molestarían demasiado las sequías celestiales ni satisfacer un poco más la lujuria. Pero el ataque a la eternidad es —como tiene que ser— un ataque a la vida; o, como mínimo, una celebración de su fugacidad o una expresión de alivio por la misma. La vida está llena de dolor, sufrimiento y miedo, y la muerte nos libera de todo ello. Herbert dice que el tiempo es la forma de misericordia que tiene la eternidad con nosotros. Si se piensa que todo este tinglado continúa sin parar, ¿quién no pediría que cesara? Jules Renard coincidía a este respecto: «Imaginemos la vida sin la muerte. Todos los días quisiéramos matarnos de desesperación.»
Dejando aparte el problema del carácter eterno de la eternidad (que creo que, con tiempo, podría resolverse), uno de los incentivos de la antigua supervivencia de la muerte, organizada por Dios —al margen de la obvia y espectacular de no morir—y es nuestro subyacente deseo y necesidad de juicio. Es sin duda uno de los atractivos viscerales de la religión: y la atracción que ejercía sobre Wittgenstein. Nos pasamos la vida viendo a los demás y a nosotros mismos sólo parcialmente, y siendo parcialmente vistos por ellos. Cuando nos enamoramos —tan egoísta como altruistamente—, esperamos que por fin nos vean realmente: juzgados y aprobados. Por supuesto, el amor no siempre depara aprobación: ser visto también puede conducir a un repudio y a una temporada en el infierno (el problema, y la paradoja, reside en que el amante tenga suficiente juicio para elegir a un amado con un juicio recíproco para aprobar al amante). En los viejos tiempos nos consolaba pensar que el amor humano, por breve e imperfecto que fuera, no era sino un anticipo de la visión maravillosa y perfecta del amor divino. Ahora es lo único que tenemos, y debemos contentarnos con nuestra condición de caídos. Pero seguimos anhelando el consuelo, y la verdad, de que nos vean plenamente. Ayudaría a un buen final, ¿no?
Así que quizá pudiéramos pedir sólo el Juicio Final y saltarnos la parte celestial, en la que, de todos modos, podría estar el Dios reprensor imaginado por Renard: «No estáis aquí para divertiros, ¿vale?» Quizá no necesitemos el lote completo. Porque —posibilidad de Dios número 16 b—pensemos por un momento en cualquier respuesta sensata de Dios al historial de nuestra vida. «Mira», podría decirnos, «he leído los documentos y he escuchado los alegatos de tu más distinguido defensor divino. Desde luego, has intentado hacer lo posible (y, por cierto, yo te concedí libre albedrío, digan lo que digan esos agentes provocadores). Fuiste un hijo obediente y un buen padre, diste limosna, ayudaste a un perro ciego a cruzar la calle. Hiciste todo lo que se espera que pueda hacer un ser humano, habida cuenta de la materia de que está hecho. ¿Quieres ser visto y aprobado? Aquí está, pongo el sello de VISTO Y APROBADO en tu vida, tu historial y tu frente. Pero la verdad, seamos sinceros: ¿crees que mereces la vida eterna como recompensa por tu existencia humana? ¿No te parece un premio muy gordo por una inversión tan nimia de cincuenta a cien años? Me temo que Somerset Maugham tenía razón en que tu especie no está hecha para esto.»
Sería difícil discrepar a este respecto. Si no convencen los argumentos sobre el tedio de la eternidad y el dolor de la vida, el argumento de la ineptitud sigue siendo persuasivo. Aunque existiera una divinidad clemente —por no decir sensiblera—, ¿podríamos objetivamente pretender que nuestra perpetuación tendría mucho sentido? Podría ser halagador hacer alguna que otra excepción —Shakespeare, Mozart, Aristóteles, por allí, detrás del cordón de terciopelo; vosotros, todos los demás, por esa trampilla—, pero no sería una gran idea, ¿no? Hay en la vida algo parecido a una talla única, y no hay vuelta atrás en las especificaciones.
Las cenizas de mis padres fueron esparcidas por el soplo del viento atlántico sobre la costa francesa; las de mis abuelos se dispersaron en el crematorio; a no ser que se guardaran en una urna y se perdieran. Nunca he visitado la tumba de un solo miembro de mi familia, y dudo de que alguna vez lo haga, a menos que mi hermano me obligue (proyecta que le entierren en su jardín, entre el sonido de las llamas pastando). En cambio, he visitado las sepulturas de diversos parientes no consanguíneos: Flaubert, Georges Brassens, Ford Madox Ford, Stravinski, Camus, George Sand, Toulouse-Lautrec, Evelyn Waugh, Degas, Jane Austen, Braque... Algunas fueron difíciles de encontrar, y apenas había cola o una flor en sus tumbas. Camus habría sido inhallable de no ser por la presencia de su mujer en una parcela contigua y mejor cuidada. Me costó hora y media localizar la de Ford, en un vasto cementerio de Deauville, en lo alto de un acantilado. Cuando por fin encontré su losa baja y sencilla, las fechas y el nombre eran casi ilegibles. Me acuclillé y limpié los cortes de escoplo recubiertos de liquen con las llaves de mi coche de alquiler, raspando y frotando hasta que reapareció claramente el nombre del escritor. Claramente, pero extraño: fuese por culpa del albañil francés, que había dejado grietas deficientes, o se debiese a mi labor de limpieza, el triple nombre parecía escindido de una forma distinta. FORD, comenzaba, correctamente, pero luego continuaba MAD
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OXFORD. Quizá influyese en mi percepción recordar la frase de Lowell sobre el novelista inglés: Un viejo loco por escribir.
Me gustaría llegar a ser (aunque ya lo soy, según ciertos haremos burocráticos) un viejo loco por escribir; tampoco me importaría que me visitaran. Me gusta la idea —un deseo que mi hermano podría considerar ilegítimo, por ser el deseo futuro de un muerto, o el deseo de un futuro muerto— de que alguien que haya leído un libro mío busque después mi tumba. Esto es sobre todo vanidad literaria; pero por detrás acecha una superstición animal. Así como es difícil desembarazarse totalmente del recuerdo residual de Dios, y de la fantasía del Juicio Final (siempre que sea justo, es decir, profundamente indulgente), y del sueño optimista e imposible de que todo esto tiene un puto sentido celestial, es igualmente difícil aferrarse continuamente al conocimiento de que la muerte es definitiva. La mente sigue buscando una escapatoria de la caja de la mortalidad, se deja tentar todavía por un poco de ciencia ficción. Y si Dios ya no está ahí para ayudarnos, y la criónica es un viejo triste sentado junto a un congelador perforado, esperando que una tragedia tenga un final feliz, tenemos que buscar en otro lado. En mi primera novela, el narrador (a veces demasiado convincentemente autobiográfico) sopesa la posibilidad de algún tipo de clonación. Naturalmente, se la imagina como algo que fracasa. «Supón que, incluso después de que hayas muerto, encuentran una forma de reconstruirte. ¿Y si exhuman tu ataúd y descubren que tu putrefacción es ya algo excesiva...? ¿Y si te han incinerado y no encuentran toda la materia...? ¿Y si el Comité de Revivificación del Estado decide que no eres lo bastante importante...?» Y así sucesivamente: hasta el punto de incluir una versión en la que te han seleccionado para una segunda encarnación y están a punto de devolverte la vida cuando a una enfermera torpe se le cae al suelo una probeta vital y tu visión, que empezaba a despejarse, se nubla para siempre.
«El deseo de un muerto futuro.» Mi hermano afirma irónicamente que «Ay, todos nuestros deseos son deseos de futuros muertos». Pero aun así, en lo que vale, sí: entierro. Visitadme y rascad el liquen que recubre mi nombre con la llave del coche alquilado; después proponedme para una resurrección laica a partir de un fragmento de mi ADN, aunque no —espero que no os importe que insista en este punto— antes de que hayan perfeccionado realmente el proceso técnico. Y después veremos si mi conciencia es la misma que la de la primera vez, si recuerdo algo de mi vida anterior (si reconozco como mía esta frase), y si me siento ante la máquina de escribir más cercana y con una emoción laboriosa produzco los mismos libros de nuevo, en cuyo caso, aparte de todo lo demás, habrá algunos problemas interesantes de derechos de autor.