Napoleón en Chamartín (6 page)

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Authors: Benito Pérez Galdós

Tags: #Clásico, #Histórico

BOOK: Napoleón en Chamartín
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Gran sorpresa me causó la relación del venerable mercenario, y cuando me separé de él prometiéndole ir en su compañía al siguiente día, quedeme pensando en las extrañas cosas que había oído, y muy dudoso acerca de si había obrado cuerdamente al comprometerme en tan arriesgada visita. Pero debo explicar las causas de mis dudas, así como el estado de mi ánimo por aquellos días, pues algo hay que mis lectores no deben ignorar, aunque les sean indiferentes las desdichas de este su humilde servidor.

El palacio de mi señora la condesa (y debo advertir que a la sazón vivían todos reunidos en el de la Cuesta de la Vega), era un asilo infranqueable para mí. Desde mi vuelta de Andalucía ni por el pensamiento me pasó el poner allí los pies, teniendo como tenía la seguridad de una expulsión ignominiosa cual la de Córdoba. Entrar valiéndome de la astucia habría sido, si posible, infructuoso, pues la superchería o ficción de que me valiera, no podrían durar sino hasta que la señora Amaranta me viese el rostro. Frecuentemente iba a pasear de noche por los callejones que rodean el palacio, y allá en lo alto del muro la claridad de una ventana atraía mis miradas. Falto de la imagen de su persona, aquel cuadro de débil luz se me representaba como ella misma. Una noche tanto miré y con tanto arrobo contemplaba aquella ventana, que me entraron tentaciones de dar a conocer mi presencia al habitante del palacio que con semejante luz se alumbraba, habitante que según mi capricho era Inés y no otro alguno. Resolvime a ello, y tomando una chinita la arrojé contra los cristales: al poco rato se dibujó en ellos una sombra: pero esta y la luz desaparecieron pronto. Repetí el disparo a la noche siguiente, y catad la sombra otra vez. Pero cuando esperaba ver abierta la ventana, y oír una voz querida ceceando dulces y temblorosas sílabas en el silencio de la noche, apareciose en el fondo del callejón y como saliendo de las cocheras del palacio, un grupo de hombres en actitud hostil contra mi persona. Me puse en cobro a toda prisa, y no volví más.

Pasó Agosto, pasaron también Setiembre y Octubre, y aquellos noventa días depositándose unos tras otros como noventa capas de tierra en el hoyo de mi existencia, iban sepultando ilusiones, alegrías, sueños, porvenir. De improviso la diferencia de jerarquía social había puesto entre Inés y yo murallas inexpugnables, y para romper su jaula no bastaban mis fuerzas, pues no era la nueva como aquella de los Requejos hecha de frágiles cañas y alambres, sino de fuertísimos barrotes, más que el diamante duros.

Entonces comprendí más claramente que antes que yo no era nada, ni valía en el mundo más que un grano de anís, y esta consideración, irritándome en sumo grado, me infundía el mayor desprecio hacia mí mismo. ¿Por qué he nacido como he nacido? me preguntaba; y según es fácil comprender, no podía acertar con la contestación.

Y después decía: El espesor y fortaleza de estas paredes es tal, que si toda mi vida la empleara en hacerme más sabio que Séneca, más valiente que el Cid y más rico que los Fúcares, aun así no podría romperlas. Sin embargo, tal rumbo pueden llevar las cosas, que venga un día en que a los Fúcares no se les pida su ejecutoria para emparentar con la nobleza. Pero vamos a ver, ¿cómo me las compondré para llegar a ser rico? ¡Oh, miserable de mí! ¡Rico quien nada tiene! Es evidente que no se pueden ganar dos sin tener uno… Pues estudiaré hasta que pierda el seso, por ver si me hago sabio… o entraré formalmente en el ejército,por ver si de soldado raso llego a general en estos revueltos tiempos…

Y considerando esto, me golpeaba el cráneo, castigándole por su estupidez y su tardanza en dar a luz felices pensamientos. Entretanto la idea de la imposibilidad de mi dicha, de lo inútil de mis esfuerzos, y de la inconmensurable pequeñez a que estaba reducido iba labrando en mi alma con tanta tenacidad, que bien pronto aquel laborioso gusanito me minó de parte a parte, me socavó, llenó de agujeros los fundamentos de mi entusiasmo y fe poderosa, y… ¡misericordia! todo yo caí al suelo.

Las dificultades insuperables, la imposibilidad evidente de destruir con el solo auxilio de mis dedos aquella montaña que Dios había puesto en mi camino, me rendían de tal suerte, que me crucé de brazos, hallándome incapaz para todo. Y desde abajo, desde la inmensa profundidad donde me encontraba, decía, mirando el pedacito de cielo que difícilmente percibía encima de mí: —¡Oh, cielo! ¡Cuán lejos te veo, y qué bajo estoy después que creí tocarte con mi mano! Pero pues Dios ha dispuesto mi caída, renuncio por ahora a estar cerca de ti, y me arrastraré por estos oscuros fondajes, buscando un pedazo de pan que comer, sin más objeto ni aspiración que dar a la bestia de mi despreciable persona el forraje que diariamente necesita.

Así dije, si bien no recuerdo si empleé las mismas palabras.

¿Qué es el hombre sin ideal? Nada, absolutamente nada: cosa viva entregada a las eventualidades de los seres extraños, y de que todo depende menos de sí misma; existencia que, como el vegetal, no puede escoger en la extensión de lo creado el lugar que más le gusta, y ha de vivir donde la casualidad quiso que brotara, sin iniciativa, sin movimiento, sin deseo ni temor de ir a alguna parte; ser ignorante de todos los caminos que llevan a mejor paraje, y para quien son iguales todos los días, y lo mismo el ayer que el mañana. El hombre sin ideal es como el mendigo cojo que puesto en medio del camino implora un día y otro la limosna del pasajero. Todos pasan, unos alegres, otros tristes, estos despacio, aquellos velozmente, y él sin aspirar a seguirlos, ocúpase tan sólo del cuarto que le niegan o del desprecio que le dan. Todos van y vienen, cuál para arriba, cuál para abajo, y él se queda siempre, pues ni tiene piernas para andar, ni tampoco deseos de ir más lejos. Es, pues, la vida un camino por donde mucha y diversa gente transita, y sobre cuyos arrecifes y descansos se encuentran también muchos que no andan: estos, según mi entender, son los que no tienen ideal alguno en la tierra, así como aquéllos son los que lo tienen, y van tras él aprisa o con calma, aunque los más antes de llegar suelen hacer alto en la posada de la muerte, donde por lo pronto se acaban los viajes de este camino.

Pues bien; en aquellos tres meses yo lo había perdido todo y me encontraba tullido y con muletas en mitad del camino. La meditación, la razón, la evidencia que tenía delante, mil poderosos estímulos me llevaron al siguiente resultado: renunciar completamente a Inés, si no en mi corazón, en lo real de la vida. Era lo justo, lo lógico, lo natural.

Y con esto queda dicho todo lo necesario para que se comprenda la impresión vivísima que experimenté cuando el padre Salmón quiso tan impensadamente y por tan raros caminos llevarme en presencia de la condesa.

—Iré y sea lo que Dios quiera —dije para mí, ocupándome en arreglar el vestido que en tan solemne ocasión debía llevar sobre mi cuerpo—. ¡Oh, infeliz de mí! Era el mes de Noviembre y no tenía más traje decente que uno de verano, sutilísimo, a quien cuidaba más que si fuera las telas de mi corazón, y me lo puse, con peligro de perecer helado. Aquello a más de incómodo era ridículo; así es que al acostarme pedí fervorosamente a Dios y a los santos que aclararan el día siguiente haciéndolo como los de Mayo, templado y hermoso; pero los de arriba no me oyeron o sin duda juzgaron más atendibles las razones de los labradores que pedían agua y más agua.

Tomando algunas cosas que creía indispensables para la visita, salí a la calle tiritando, encogido, hecho un ovillo y resguardando de los canalones la limpieza de mi ropa, pero aun así no pude salvar sino una pequeña parte de mi persona. Al fin aprovechando los claros y alguno que otro descanso de las llovedoras nubes, después de hacer varias paradas y estaciones en los portales, llegué al convento y juntándome con Salmón, él muy festivo y yo más serio y pálido que si me llevaran a ajusticiar, no dirigimos al palacio de Amaranta.

- VI -

Cuando entramos, salionos al encuentro en el piso bajo el diplomático, quien no aparentó reconocerme, y después de hablar aparte con el fraile cosas que no entendí, nos mandó subir, diciendo que arriba estaba Amaranta con el padre Castillo, revolviendo unos libros que le habían traído. Subimos, y sin tardanza nos introdujo un paje. Al punto en que Amaranta se fijó en mí, púsose pálida y ceñuda, demostrando la cólera que por verme allí experimentaba. Pero como hábil cortesana, la disimuló al instante y recibió a Salmón con bondad, ordenándome a mí que me sentase junto a la gran copa de azófar que en mitad de la sala había, de lo cual colijo que ella debió de comprender el gran frío que a causa del rigor de la estación y de la diafanidad de mis veraniegas ropas me mortificaba.

—Este muchacho —dijo Salmón—, enterará a usía de aquello que deseaba averiguar, pues todo lo sabe de la cruz a la fecha; y al mismo tiempo tengo el honor de decir a usía que aquí tenemos un portento de precocidad, un gran latino, señora, autor de cierto inédito poema, por quien S. A. el Príncipe de la Paz le destinabaa la secretaría de la interpretación de lenguas.

El padre Castillo volviose a mí y dijo con afabilidad:

—En efecto, ayer nos habló de Vd. el licenciado Lobo. ¿Y en qué aulas ha estudiado usted? ¿Querrá leernos algo de ese famoso poema?

Yo le contesté que lo de mi ciencia latina era una equivocación, y que el licenciado Lobo me daba aquella fama usurpándola a otro.

—¡Oh, no!… que también, si mal no recuerdo, nos dijo que en Vd. la modestia es tanta como el talento, y que siempre que se le habla de estas cosas lo niega. Bien está la modestia en los jóvenes; mas no en tanto grado que oscurezca el mérito verdadero.

Amaranta no dijo nada. El padre Castillo pasaba revista a varios libros, en montón reunidos sobre la mesa, y los iba examinando uno por uno para dar su parecer, que era, como a continuación verá el lector, muy discreto. Hombre erudito, culto, ilustrado, de modales finos, de figura agradable y pequeña, de ideas templadas y tolerantes que le hacían un poco raro y hasta exótico en su patria y tiempo, Fr. Francisco Juan Nepomuceno de la Concepción, en los estrados conocido por el padre Castillo, se diferenciaba de su cofrade, el padre Salmón, en muchísimas cosas que al punto se comprenden.

—Estos son los libros y papeles que han salido en los tres últimos meses —dijo Amaranta—. Buena remesa me han mandado hoy Doblado y Pérez, mis dos libreros; pero no me pesa; pues entre tantas obras malas y de circunstancias como aparecen en estos revueltos días alguna habrá buena; y hasta las impertinentes y ridículas tienen su mérito para ilustrar la historia de los actuales en los venideros tiempos.

—Así es —indicó el padre Castillo—. No hay obra por mala que sea, que no contenga algo bueno, y hace bien vuestra grandeza, en comprarlas todas.

—He leído un poco de este voluminoso papel —dijo Amaranta tomando un folleto que parecía recién salido de la imprenta—, y me ha causado mucha risa. El título es de los de legua y media. Dice así:
Manifiesto de los íntimos afectos de dolor, amor y ternura del augusto combatido corazón de nuestro invicto monarca Fernando VII, exhalados por triste desahogo en el seno de su estimado maestro y confesor D. Juan Escóiquiz, quien por estrecho encargo de S. M. lo comunica a la nación en un discurso
.

—Pues aquí veo otro —dijo Castillo hojeándolo—, que si no es del mismo autor, lo parece. Se titula
La inocencia perseguida o las desgracias de Fernando VII: poesía
. Verdad que está en verso, y ahora es moda tratar en metro las más serias cuestiones, aun aquellas más extrañas al arte de la poesía, como por ejemplo este papel que ahora me viene a las manos y se llama
Explicación del capítulo IX del Apocalipsi, aplicado según su sentido literal al extraordinario acontecimiento de la pérfida irrupción de España: oda por un capellán
.

—Y ha de saber Vuestra Reverencia que también nuestro prisionero monarca da en la flor de hablar en verso —dijo Amaranta con sorna—, pues aquí tengo la
Epístola férvida que nuestro amado soberano el Sr. D. Fernando VII dirige a sus queridos vasallos desde su prisión: pieza patética, tierna y de locución majestuosa
.

—Pues ¿y qué me dice la señora condesa de este otro librito que ahora me cae en las manos, y lleva por nombre
La corte de las tres nobles artes, ideada para el inocente Fernando VII: anacreónticas
? Y la primera de estas anacreónticas se encabeza así:
Reglas que contribuyen a que un pueblo sea sano y hermoso
. Por mi hábito de la Merced que no entiendo esto del pueblo
sano y hermoso
, que se ha de conseguir por la corte de las tres nobles artes, y ha de exponerse en anacreónticas. Con permiso de vuecencia me lo llevaré al convento para leerlo esta noche.

—Lleve también Su Paternidad este papel suelto que dice:
Lágrimas de un sacerdote en dos octavas acrósticas
.

—Esto de los acrósticos y pentacrósticos, es juego del ingenio, indigno de verdaderos poetas —dijo Castillo—, y más aún de un sacerdote, cuyo entendimiento parecería mejor consagrado a graves empleos. Pero démelo acá usía, que me lo llevaré, juntamente con este sermón que se titula
Bonaparciana, u oración que a semejanza de las de Cicerón, escribió contra Bonaparte un capellán celoso de su patria
. Y en verdad que no anduvo modesto el tal capellancito comparándose con Cicerón; pero en fin, eso me anuncia qué tal será la dichosa Bonaparciana.

—Por Dios, señora condesa —dijo a esta sazón el padre José Anastasio de la Madre de Dios—. Ruego a vuecencia que me deje llevar al convento para leerlo esta noche, este otro graciosísimo libro que se titula:
Las Pampiroladas, letrillas en que un compadre manifiesta a su comadre que en las circunstancias actuales no debe temer a la fantasma que aterraba a todo el mundo
. ¡Qué obra más salada! Si no queda cosa que no se les ocurre…

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