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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Intriga, Policíaca

Naturaleza muerta (54 page)

BOOK: Naturaleza muerta
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Quizá fuera entonces cuando se durmió. A menos que, sencillamente, se desmayara. En todo caso, su siguiente recuerdo fue un ruido de pasos en la piedra. Al abrir los ojos, vio al agente Pendergast mirándola. Había recuperado la pistola, y alguien se apoyaba en él con todo su peso: el sheriff, ensangrentado, con el uniforme hecho unos zorros y, en lugar de oreja, un muñón de cartílago. Corrie parpadeó y lo miró fijamente. Parecía lo más cansado y magullado que uno podía estar y mantenerse aún en pie.

–Vamonos–dijo Pendergast–; falta poco, y el sheriff necesita la ayuda de los dos.

Corrie se levantó. Una vez que hubo recuperado el equilibrio (con la ayuda de Pendergast), se internaron lentamente por el túnel; y, cuando empezó a predominar el dulce olor a aire fresco, Corrie se convenció de que por fin saldrían.

Setenta y ocho

Williams cojeaba por el camino. Cada paso hacía que le doliera el mordisco. Junto a la carretera, los maizales estaban destrozados, sin farfolla, con las mazorcas en el suelo y los tallos chocando incesantemente entre sí. Lanzó una sarta de insultos a la lluvia y el viento. Tendría que haber vuelto una hora antes. Ahora, además de herido, estaba mojado hasta los huesos. Magnífica combinación para una neumonía. Consiguió llegar al porche, pisando los cristales de una ventana reventada por el viento. Dentro de la casa ya se veía un poco de luz.

Era la chimenea. Qué bien. Por lo visto Rheinbeck se lo había tomado con calma, mientras él y Shurte vigilaban la entrada de la cueva en plena tormenta. Pues ahora le tocaba a otro disfrutar del fuego.

Se apoyó en la puerta para respirar. Cuando quiso abrirla, la encontró cerrada. La luz de la chimenea parpadeaba en los rectángulos del emplomado, formando dibujos calidoscópicos en el cristal.

Dio dos o tres aldabonazos.

–¡Rheinbeck! ¡Soy Williams!

No contestó nadie.

–¡Rheinbeck!

Esperó un par de minutos, pero seguía sin haber respuesta.

¡Pero bueno!, pensó. Seguro que está en el baño. O en la cocina. Fijo. Estaba comiendo en la cocina, o bebiendo, más bien, y con tanto viento no oía nada.

Rodeó la casa y encontró otro cristal roto en la puerta lateral. Acercó la boca a la ventana y exclamó:

–¡Rheinbeck!

Qué raro.

Tras arrancar los cristales que quedaban, metió la mano para abrir el pestillo, empujó la puerta y entró con la linterna encendida.

Dentro, la casa crujía, gemía y murmuraba como un ser vivo bajo el vendaval. Williams, inquieto, miró alrededor. Parecía resistente, pero a veces aquellas casa viejas estaban podridas por dentro. Esperó que no se le cayera encima.

–¡Rheinbeck!

Nada, que no contestaba.

Dio unos pasos cojeando. La puerta del salón al comedor estaba entreabierta. La cruzó y echó un vistazo. Estaba todo en orden: el tapete de encaje encima de la mesa, el florero en el centro, con flores frescas… Iluminó la cocina, pero estaba oscura, y no olía a comida.

Volvió a la entrada del salón, y se quedó indeciso. Parecía que Rheinbeck se hubiera marchado con la vieja. Quizá hubiera llegado la deseada ambulancia. Pero entonces ¿por qué no los habían avisado, ni a él ni a Shurte? A la boca de la cueva se llegaba en cinco minutos. Típico de Rheinbeck. Nunca se preocupaba de los demás.

Echó un vistazo al fuego, con su luz amarilla proyectada alegremente en el salón.«Pues que se jodan», decidió. Ya que no podía moverse de aquel antro, más valía estar cómodo. ¿No le habían herido gravemente en acto de servicio? Pues eso.

Renqueó hasta el sofá y se sentó. Aja. Mucho mejor. Por alguna razón, la calidez de un buen fuego siempre reconfortaba. Suspirando de satisfacción, contempló el reflejo de las llamas en los bordados de la pared, y en las figuritas de cristal y porcelana. Después de otro suspiro más profundo, cerró los ojos, aunque la luz se le filtraba por los párpados.

Se despertó de golpe, sin saber dónde estaba. Después de un momento de pánico, se acordó. Debía de haberse quedado dormido. Se desperezó y bostezó.

Un ruido sordo.

Tras el susto inicial, supuso que era el viento entrando por otra ventana rota. Se irguió y permaneció a la escucha.

Otro ruido.

Parecía dentro de la casa, abajo, en el sótano. De pronto lo entendió. Claro. Rheinbeck y la vieja estaban en el sótano a causa del aviso de tornado. Por eso la casa parecía deshabitada.

Suspiró de irritación. No tenía más remedio que bajar, aunque solo fuera para dar el parte. Abandonando la comodidad del sofá, cojeó hacia la puerta (no sin una mirada de añoranza al fuego) y se dirigió a la escalera del sótano.

Dudó si bajar. Se decidió a bajar. Los escalones protestaban bajo su peso, con unos crujidos que se sobreponían alarmantemente al furor de la tormenta. A medio camino, se detuvo y estiró el cuello para escrutar la oscuridad.

–¡Rheinbeck!

El mismo golpe sordo, seguido por un suspiro. Williams también suspiró. ¿Por qué se tomaba tantas molestias? ¡Estaba herido, hombre! ¡Habráse visto!

Al mover la linterna, el sótano (de por sí lleno de cosas) se pobló de barras amarillas y negras, proyectadas por la barandilla. En la pared de piedra del fondo había una enorme puerta.

–¿Rheinbeck?

Otro suspiro. Ahora que estaba más cerca, descartó que fuera el viento por una ventana rota. Sonaba trabajoso, como… húmedo.

Peldaño a peldaño, llegó al final de la escalera. Tenía la puerta enfrente. Se acercó cojeando y la empujó con gran lentitud.

Vio una mesita de taller, con una vela corrida y té para dos: tetera, tazas, nata, pastitas y mermelada, todo muy bien arreglado. Rheinbeck estaba delante, encorvado en una silla, con los brazos colgando y un tremendo agujero en la cabeza, que chorreaba sangre hacia la boca. A sus pies había una estatua rota de porcelana.

Williams lo miró sin entender.

–¿Rheinbeck?

Todo estaba inmóvil. La sorda detonación de un trueno sacudió los cimientos de la casa.

Williams no podía moverse ni pensar. Ni siquiera era capaz de desenfundar la pistola. Por alguna razón, solo podía fijar una mirada incrédula en lo que tenía delante. Incluso en las profundidades del sótano, el furor de la tormenta hacía gemir la casa como si tuviera vida propia. Aun así, Williams no podía apartar la vista de la bandeja del té.

Otro golpe a sus espaldas lo sacó de su inmovilidad. Dio media vuelta, buscando la pistola, mientras el haz de la linterna barría la pared, y justo en ese momento apareció una figura como por arte de magia y se lanzó sobre él entre un torbellino de cajas cayendo. Era una mujer vestida de blanco, una especie de fantasma con los brazos en alto, el camisón hecho jirones, el pelo gris enmarañado y el cuchillo de Rheinbeck en uno de los puños levantados. De su boca abierta (un agujero rosa y sin dientes) salió un grito:

–¡Demonios!

Setenta y nueve

La lluvia y el viento habían arreciado tanto que Shurte empezó, a temer que se hubiera formado una hilera de tornados cuyo destino directo fuera Medicine Creek. Ahora el agua bajaba hasta la cueva como un río. Justo después de resguardarse en la entrada oyó algo: pasos lentos y arrastrados, cada vez más cerca.

Insultando mentalmente a Williams por haberlo dejado solo, se apostó junto a la lámpara de propano y apuntó con la escopeta hacia los escalones, mientras le latía muy deprisa el corazón.

Empezaron a distinguirse figuras silenciosas y vagas en la oscuridad. Se acordó del perro, y tuvo escalofríos.

–¿Quién es?–preguntó, procurando que no le temblara la voz–. Identifiqúense.

–El agente especial Pendergast, el sheriff Hazen y Corrie Swanson–fue la lacónica respuesta.

Bajó el arma, aliviadísimo, y descendió al encuentro de los tres con la lámpara de propano. Al principio casi no dio crédito a la sangrienta visión que descubrió: el sheriff Hazen casi irreconocible bajo una capa de sangre, y una joven llena de morados y de manchas de barro. Shurte reconoció a la tercera persona como elagente del FBI que le había dado un puñetazo a Cole, pero no tuvo tiempo de preguntarse cómo se había metido en la cueva.

–Tenemos que llevar al sheriff Hazen al hospital–dijo el agente del FBI–. Esta joven también necesita atención médica.

–Se han cortado las comunicaciones–dijo Shurte–, y por las carreteras no se puede circular.

–¿Dónde está Williams?–dijo Hazen, con la voz pastosa.

–Ha ido a la casa a… a relevar a Rheinbeck.–Shurte se quedó callado. Casi le daba miedo preguntarlo–. ¿Y los demás?

Hazen se limitó a negar con la cabeza.

–Haremos que baje un equipo de rescate en cuanto se hayan restablecido las comunicaciones–dijo Pendergast, cansado–. Ahora, si es tan amable, ayúdeme a llevar a estas dos personas a la casa.

–A la orden.

Shurte pasó un brazo por la espalda de Hazen y lo condujo suavemente hasta el último escalón. Pendergast iba detrás, ayudando a la chica. Al abandonar la boca de la cueva, la furia de los elementos los obligó a encorvarse. La lluvia bajaba horizontal por la hendidura, fustigándolos, acribillándolos con tallos rotos de maíz y farfolla. La mansión de los Kraus se erguía frente a ellos silenciosa y oscura, sin otra luz que un vago resplandor en las ventanas del salón. Shurte se preguntó dónde estaban Williams y Rheinbeck, porque la casa parecía vacía.

Recorrieron lentamente el camino hasta la entrada y subieron al porche. Shurte vio que Pendergast intentaba abrir la puerta principal, y se la encontraba cerrada con llave. Justo entonces oyó algo dentro: un golpe sordo, seguido por un grito y un disparo.

Pendergast desenfundó la pistola con gran agilidad, y en menos de un segundo ya había echado la puerta abajo. Hizo señas a Shurte para que se quedara con Hazen y la chica, y entró corriendo.

Cuando Shurte, con la escopeta en alto, asomó la cabeza por el marco de la puerta, vio a dos personas forcejeando en el vestíbulo, cerca de la escalera del sótano. Eran Williams y alguien más, una horrible figura con un camisón blanco ensangrentado y el pelo gris y largo despeinado. Le pareció imposible. Era la vieja. El siguiente grito fue estridente, casi ininteligible:

–¡Asesinos de niños!

Al mismo tiempo, el fogonazo de un disparo iluminó la sala. En tres saltos, Pendergast llegó hasta la anciana de blanco y la agarró. Forcejearon un poco, y se oyó un chillido sordo. La pistola resbaló por el suelo. Shurte perdió de vista al agente y la vieja, mientras Williams se lanzaba escaleras abajo. Transcurrieron unos treinta segundos, hasta que Pendergast reapareció con la mujer en brazos, murmurándole algo al oído. Poco después, Williams salió del sótano con un brazo alrededor de Rheinbeck, que, con paso inestable, se sujetaba la cabeza manchada de sangre.

Shurte cruzó el recibidor con Corrie y el sheriff, y al entrar en el salón descubrió que la luz que había visto parpadear desde fuera era la chimenea. Pendergast sentó a la anciana en un sillón orejero, entre murmullos destinados a tranquilizarla, mientras le ponía holgadamente las esposas. Después se levantó y ayudó a Shurte a acomodar al sheriff frente a la chimenea, en el sofá. Williams, que tenía escalofríos, tomó asiento en el sofá más alejado de la vieja. La chica se había dejado caer en el sillón del otro lado de la chimenea.

La mirada de Pendergast cruzó la sala.

–Agente Shurte…

–Dígame.

–Vaya a buscar un kit de primeros auxilios a uno de los coches patrulla, y atienda al sheriff Hazen. Sufre una escisión grave de la oreja izquierda, lo que parece una fractura simple de cubito, traumatismo faríngeo y abrasiones y contusiones múltiples.

Pocos minutos después, cuando Shurte regresó con el instrumental médico, encontró la sala iluminada con velas, y más leña en el fuego. Pendergast había abrigado a la anciana con una manta de lana. La señorita Kraus los miraba con odio a través de una maraña de pelo gris.

Pendergast fue ágilmente al encuentro de Shurte.

–Ocúpese del sheriff Hazen.

Se acercó a la joven y le dijo algo muy amablemente. Ella asintió. Después, Pendergast cogió algunas cosas del kit de primeros auxilios y, tras vendarle las muñecas, se ocupó de los cortes de los brazos, el cuello y la cara. Shurte, mientras tanto, atendía a Hazen, que gruñía estoicamente.

Un cuarto de hora después ya habían hecho cuanto estaba en sus manos. Shurte comprendió que no tenían más remedio que esperar ayuda.

Sin embargo, el agente del FBI parecía inquieto. Se paseaba por la sala mirando a los demás con ojos plateados; y,mientras la tormenta sacudía la mansión, su vista recaía unayotra vez en la anciana manchada de sangre que se había quedado con la cabeza gacha, esposada y sin moverse en el sillón.

Ochenta

El calor de la chimenea, los vapores de la taza de manzanilla y el sopor del sedante administrado por Pendergast se combinaban para que Corrie tuviera una creciente sensación de irrealidad. Hasta sus brazos y piernas, magullados y llenos de cortes, parecían ajenos a ella, y apenas le dolían. Bebía sin descanso sorbos cortos, tratando de sumirse en una simple acción mecánica y no pensar en nada. ¿De qué servía pensar, si no veía sentido a nada? Ni a la fantasmagórica aparición que la había perseguido por la cueva, ni al arrebato homicida de Winifred Kraus… a nada. Era como una absurda pesadilla.

De los tres policías, dos, Williams y Rheinbeck, estaban sentados en la otra punta del salón, el segundo de ellos con la cabeza y una pierna vendadas. El tercero, Shurte, se había quedado cerca de la puerta, mirando la oscura carretera por la ventana. Hazen yacía en un sofá extremadamente mullido, con los ojos entreabiertos, y tal cantidad de morados y vendajes que costaba reconocerlo. Pendergast observaba atentamente a Winifred Kraus, que los miraba a todos desde el sillón orejero y lanzaba veneno por sus ojos, que semejaban rojos orificios en su cara blanca y empolvada.

Pendergast rompió el silencio que reinaba en el salón, sin dejar de observar a la anciana:

–Señorita Kraus, lamento decirle que su hijo ha muerto.

Winifred gimió y sufrió convulsiones, como si la noticia fuera un golpe físico.

–Lo han matado en la cueva–explicó Pendergast sin alterarse–. Ha sido inevitable. No lo entendía. Nos ha atacado, y hemos sufrido varias bajas. Ha sido en defensa propia.

La anciana gemía y se balanceaba, repitiendo sin descanso:

BOOK: Naturaleza muerta
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