—Más te vale que lo entiendas. Y más te vale no intentar nada, porque no dudaré un instante en reventarte la cara con esto. —Levantó la mano y sacudió la pistola delante de él.
Se volvió a mirar al Secretario.
—Eh... Ra-Rafael —dijo al fin— sigue durmiendo. Le... le he puesto unas mantas e-encima.
¡Rafael! Moses lo había olvidado por completo, el hombre que había encontrado quitando pacientemente las piedras del derrumbe que habían cortado el acceso a la superficie. Miró entonces al Secretario y percibió el miedo en sus ojos. Estaba con Branko, sin duda, y pensaba que era posible que si éste le ordenaba ponerse a cuatro patas y balar como un cordero probablemente lo haría. Pero si algo sabía del alma humana, comprendía que el motor de su comportamiento era el miedo. Branko le daba miedo, casi podía verlo aullando en el iris de sus ojos emanando un hedor dulzón y sutil que cualquier bestia hubiera podido oler a kilómetros de distancia.
—Vale. Ahora comeremos algo.
Sacaron latas de alimentos y, aunque no pudieron cocinarlas el hambre las maquilló y las hizo digeribles.
—Algunas de estas cocinas todavía funcionan con gas —dijo Branko— mañana investigaremos. Quizá aún podamos comer caliente, al menos durante un tiempo.
Pero la luz de las velas y la oscuridad que acechaba en cada esquina de la habitación pobló la mente de Moses de nuevos recuerdos, cuando estaban todavía en su casa y hablaban del padre Isidro que les acechaba. Por aquél entonces apagaron las luces para evitar ser detectados. Y ese recuerdo encendió una nueva señal de alerta en su cabeza.
—Dios mío —dijo Moses— ¡el padre Isidro!
—¿Qué pasa? —preguntó Branko a punto de llevarse una cucharada de champiñones a la boca.
—¡La luz! —exclamó de pronto.
Branko dejó caer la sopa en la lata que tenía delante.
—Si sigue ahí fuera, ¡verá la luz! —exclamó Moses.
Se quedaron congelados por unos momentos, y después, como si hubieran ensayado una sincronía perfecta se levantaron y comenzaron a apagar las velas. El aire se llenó del olor de la mecha y el humo de las velas, y la oscuridad se precipitó desde todos los ángulos cayendo sobre ellos. El resplandor de las llamas en las ruinas del edificio arrancaba contrastadas sombras en el techo y las paredes.
—Qué hijo de puta.
—T-tendremos que comer en a-alguno de los dormitorios, con la puerta cerrada, ca-cada noche —dijo el Secretario.
—¿Seguirá ahí realmente ese cabrón? —preguntó Branko más para sí mismo que a nadie en particular.
Y aunque no dijo nada Moses dejó su cucharilla en la mesa. De repente, ya no tenía hambre.
* * *
El padre Isidro estaba sentado sobre una pequeña montaña de escombros junto al edificio en ruinas. Le resultaba interesante que, pese a estar a escasos centímetros de una columna de fuego, no notaba el intenso calor de la llama. Tampoco el frío del atardecer. No notaba hambre en su estómago pese a que no había probado bocado en todo el día, y tampoco acusaba cansancio alguno. Se decía que había superado esas trabas terrenales humanas, ahora pertenecía a los Ejércitos del Señor.
Miraba expectante las ruinas de la Ciudad Impía, ansiaba saber qué ocurriría a continuación. ¿Había terminado su tarea, o le reservaba el Señor alguna otra misión? Una y otra vez se imaginaba el advenimiento de Dios, que volvía a la Tierra para llevarse a los hombres de bien descendiendo de los cielos en medio de una miríada de haces de luz donde nadaban seres etéreos, espíritus luminosos de la casta de los Justos.
Lo rodearían con su amor y lo llevarían ante Él, y formaría parte de la eternidad bendecido para siempre con la dicha. ¿Qué había dicho Jesús?
Yo soy la Resurrección y la Vida, el que cree en mí aunque esté muerto, vivirá. Y todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente.
Asintió en silencio como auto convenciéndose, y se abrazó meciéndose como si llevara un bebé entre sus brazos. Intermitentemente, cuando incidían en las llamas, sus ojos refulgían con destellos anaranjados.
Al cabo de un rato escudriñó de nuevo los cielos, y entonces reparó en algo nuevo. El piso de enfrente, en la ventana había un resplandor trémulo, cálido, como el de la llama de un pequeño fuego. Era un resplandor que conocía bien.
Como la llama de una vela.
Se puso en pie con una rapidez sobrenatural.
—Ratas esquivas —musitó con voz ronca—. Así será al fin, saldrán los ángeles y apartarán a los malos de entre los justos y los echarán en el horno de fuego. ¡Allí será el lloro y el crujir de dientes!
Pero sabía muy bien qué hacer, ¿a cuántos supervivientes había sacado ya de sus agujeros donde resistían a duras penas los horrores de la Pandemia
Zombi
? A bastantes más de los que podía recordar. Se servía de los muertos, los azuzaba, los encarrilaba, y los abofeteaba para "despertarlos" hasta llevarlos a estados de excitación donde se retraían a estadios salvajes. Era entonces cuando los muertos se volvían imparables. No había puerta que los contuviese, ni arma que pudiese disparar tan rápido como para frenarlos. Y así violentaba todos los escondites y llevaba la muerte consigo.
—Aquí viene la ira de Jehová contra los que hacen mal, ¡para cortar de la tierra la memoria de ellos! —exclamó dirigiéndose con paso resuelto hacia el portal.
Encontró que la doble puerta negra estaba cerrada. La cerradura fue soldada por el Escuadrón en los días en los que Carranque hacía poco que había sido fundado, y aunque tenía cristales en ambas hojas unos sólidos hierros la cruzaban verticalmente cada pocos centímetros. En el pasado había utilizado coches aparcados para romper las puertas de los portales, pero la carretera era un caos y veía complicado poder maniobrar uno de ellos para ese propósito. Además, pensó, resultaría demasiado aparatoso. Era mejor presentarse por sorpresa en casa de sus nuevos amigos.
Bajó unas escaleras que conducían a la planta baja del edificio ocupadas por pequeñas oficinas, y tanteó todas las puertas buscando un acceso alternativo. La mayoría eran de hierro, o blindadas con recia madera, pero en la oficina de
Glaxo Smith
encontró una puerta de apariencia débil que pudo echar abajo con una sola patada. La madera restalló y se quebró con un crujido atroz golpeando violentamente contra la pared y rebotando de vuelta. El padre Isidro observó la tremenda cantidad de esquirlas y virutas de madera desperdigadas por el suelo con manifiesta sorpresa, era evidente que la fuerza que alguna vez tuvo en su juventud no solo había regresado, sino que era aún mayor, no recordaba haber podido hacer algo así ni siquiera cuando los músculos decoraban sus delgadas pero fibrosas piernas en los días lejanos en los que practicaba el fútbol en el seminario. Y entonces chascó los dientes, pero sin ser consciente de ello.
El interior de la oficina no le procuró la satisfacción que andaba buscando. Ningún acceso partía de allí hacia el edificio. No obstante cuando volvió a salir, reparó en algo que antes se le escapó. Un tragaluz de apenas un metro cuadrado hecho con cristal esmerilado que conducía directamente a lo que parecía ser el garaje privado del edificio. Los ladrillos de cristal eran pequeños y gruesos, del tipo que deja pasar la luz pero no ver el interior si no es tras la bruma deforme del vidrio, así que calculó que abrirse camino entre ellos le llevaría bastante tiempo.
No obstante, saber del garaje subterráneo le proporcionó una idea. Regresó a la calle principal y descendió por la rampa del parking público donde una furgoneta cerraba el paso. Se detuvo al momento, mirando con suspicacia al grupo de
zombis
que golpeaban su lateral embadurnado en una especie de pasta anaranjada que alguna vez fue sangre fresca. Si algo sabía de los muertos es que nunca cejan en su empeño. Aquellos siervos del Señor estaban allí porque alguna vez hubo alguien al otro lado, eso lo veía con la claridad de la luz del mediodía. Sus labios finos y resecos se plegaron hacia arriba, dibujando una burda imitación de una sonrisa.
Se acercó a la puerta de la cabina, tenía los cristales rotos pero en su interior se divisaba un confuso batiburrillo de objetos de toda clase: ruedas, partes de asientos de otros vehículos, maletas e incluso un guardabarros. Lo retiró todo sin apenas esfuerzo de nuevo complacido por la energía sobrenatural que recorrían sus brazos, y pasó a través de la cabina hasta el interior. Cuando lo hizo descubrió algo más, en la reinante oscuridad los volúmenes parecían destacar, como si alguien hubiera perfilado su silueta con trazos grises dándole a las cosas una apariencia fantasmagórica.
Allí, sintiéndose bendecido y señalado por el Creador, anduvo por el parking vacío como un espectro, pues la sotana tremolaba a su espalda convertida en un andrajo y su piel era ahora del color gris de las piedras con las que están hechas las sepulturas. Y mientras vagaba deslizándose como ingrávido en la oscuridad, descubrió el agujero que abrieron días atrás los que ahora descansaban bajo los restos de Carranque, y otra vez chasqueó los dientes sin proponérselo. El sonido fue seco y rotundo, como el de una trampa para ratones.
El agujero le llevó al garaje privado y desde allí se coló por las escaleras directamente al portal, comprobó con desdén que los impíos en su infinita auto-complacencia, ni siquiera habían cerrado la puerta que separaba ambos ambientes. Pero cuando se disponía a subir levantó una mano huesuda de dedos largos y finos y la movió delante de sus ojos, su imaginación la equipó con una espada flamígera que refulgía con una llama fría y azulada.
—Y una multitud tan numerosa como las arenas del mar invadieron el país entero —susurró citando pasajes del Apocalipsis que durante semanas había estudiado en su iglesia mientras el mundo moría— y cercaron el campamento, la Ciudad muy amada, pero bajó fuego del cielo y los devoró —y más lentamente, repitió—. Una multitud tan numerosa…
Se dio vuelta y regresó al parking. Sus ejércitos. Olvidaba abrir paso a sus ejércitos.
* * *
Moses tenía sus propias preocupaciones. Una era Branko por supuesto. Tras apagar las luces se había sentado en la butaca con la pistola en la mano y no había vuelto a decir palabra, y aunque la luz era del todo insuficiente sabía por su respiración y su postura que aún estaba despierto, vigilando sus pasos. La otra preocupación era conseguir avisar a Dozer y su equipo cuando regresaran; también a Juan. Juan era la clave. Él podría buscar entre los restos sin peligro.
Jesús,
pensó,
hasta podría acabar con todos los zombis que han tomado Carranque y cerrar las puertas otra vez.
Pero aunque ahora le pareciera que había sido en otra vida, Juan había partido tan solo aquella mañana, y por lo que hablaron días atrás no creía que fuese a volver en menos de veinticuatro horas.
Pero verá el fuego, verá el humo inmenso y volverá. No puede haber llegado tan lejos.
La otra cosa que bullía en su mente era el bonito puzzle del misterio de los cadáveres.
Algo los mató allí mismo. Mientras trabajaban. El sacerdote no pudo haber sido, tuvieron que matarlos antes de la primera explosión y tuvieron que hacerlo rápido y por sorpresa. No fue con disparos, porque no escuché ninguno... ¿un gas? Y si alguien lo hizo, ¿por qué? No fue para liberar al cura, para entonces ya se había liberado solo, pero entonces, ¿para qué?
Otra vez los recuerdos se agolpaban en su cabeza sumiéndole en un túnel de desesperación que añadía ladrillos a su estructura cada minuto que pasaba, pero en ese momento el Secretario irrumpió en la habitación, venía del recibidor.
Por un momento no dijo nada, pero incluso en la oscuridad reinante, Moses vislumbró que temblaba como una hoja. Branko pareció percibir algo, porque se volvió lentamente para mirarlo.
—Yo... —dijo el Secretario, lívido. —M-me p-parece que he escuchado a-algo.
—Algo, ¿dónde? —preguntó Branko.
—Tras la p-puerta. Tras la pu-puerta.
Branko se incorporó de un salto ceñudo, pero Moses permaneció donde estaba sorprendiéndose a sí mismo de la indiferencia que estaba experimentando. Por primera vez en su vida, sintió que el mundo ya no merecía la pena. No sin el Cojo, no sin Isabel, no sin la gente de Carranque. El sentimiento todavía germinaba en su interior, abriendo lentamente sus pétalos negros como una Dama de Noche en los meses cálidos de principio de verano, pero se perfilaba ya con una claridad que le era fácil interpretarla: no quería seguir luchando. No quería
resistir
en un piso oscuro, al lado de una calle atestada de cosas muertas que se pasaban la noche bramando y gruñendo con lastimera insistencia, tomando comida enlatada y apagando la luz por la noche para que un sacerdote con delirios religiosos no les detectase. No quería vivir con supervivientes como Branko y el se-secretario. No, eso no era
vida.
—Tú, ven con nosotros —dijo Branko, señalándolo con la pistola.
Moses abrió la boca para decir algo, pero se interrumpió. No deseaba escucharle, era más sencillo ir con ellos que empezar una trifulca que acabaría invariablemente con él siendo encañonado, así que accedió a incorporarse.
Fueron en comitiva hasta el recibidor a través de una puerta acristalada de doble hoja donde la luz permitía apenas distinguir los volúmenes, allí el único mobiliario era un tosco mueble estantería que estaba pegado a la pared. Escucharon durante unos instantes, y en un momento dado Branko se acercó a la puerta y pegó la oreja.
La puerta no tenía cerradura, el Escuadrón se había ocupado de abrir todas las puertas para explorar las viviendas.
—¿Lo e-escucháis? —preguntó el Secretario, en voz baja.
Y sí, lo escuchaban. Era un murmullo lejano, una letanía que conseguían captar con cierta dificultad y sólo en intervalos, pero se trataba sin duda del cántico desesperanzador e inquietante de los muertos.
—Eso viene de la calle, imbécil —dijo Branko entonces.
—P-pero antes... antes no s-se escuchaba.
—Porque habrá cambiado el viento. Anda, ¡no me jodas! —exclamó Branko levantando la mano por encima de la cabeza.
—Creo que no —dijo Moses— eso viene del rellano, pero de los pisos inferiores.
—¡Que no, coño!
—Abre la puerta entonces, si estás tan seguro.
Moses no podía ver su rostro, pero casi sentía la intensidad de su fría mirada clavada en él. Unos segundos después la puerta se abrió de repente y el rellano de la escalera les fue mostrado.