Nick (24 page)

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Authors: Inma Chacon

Tags: #prose_contemporary

BOOK: Nick
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Ya no le quedaba una sombra de duda. Aun antes de saber las notas que obtendría, debía asumir que el curso estaba perdido.

Paula y el Pichichi la esperaban en el mismo lugar que el día anterior. Había bajado la temperatura y algunos árboles comenzaban a amarillear, como si el otoño se hubiera presentado de repente, sin aviso y antes de tiempo. Paula se había puesto unas medias negras tupidas, unas botas de media caña color camel de tacón alto, una minifalda y una camiseta negras, y una cazadora a medio abrochar, que le resaltaba su talla ochenta y cinco, del mismo color que las botas.

Al verla, Dafne tuvo la impresión de que el final del verano llegaba acompañado de otros finales. De una etapa en la que Paula había estado siempre presente y de la que no les quedaba otro remedio que despedirse, la época en la que ella se resistía a crecer, mientras su prima lo deseaba con toda su alma.

Ya nunca más irían a la misma clase, ni probablemente al Chino las dos solas. No se pasarían las horas muertas intercambiándose canciones de unos móviles a otros, ni escucharían juntas sus mp3. Todo había cambiado. Ahora saldrían con el Pichichi y con el Rata, y ya nada volvería a ser igual.

Tal y como Paula deseaba desde hacía años, por fin habían crecido.

Aquel verano que terminaba le había enseñado que el tiempo no es el enemigo, sino lo que se hace o se deja de hacer cuando sólo se utiliza como excusa.

El Pichichi se acercó y le dio dos besos en las mejillas. Se parecía tanto a su hermano que no comprendía cómo su prima podía estar segura de que se trataba de él y no del otro. A ella le costaba incluso adjudicarles a cada uno su sobrenombre. Eduardo el Pichichi, Edu el Zamora, o César el Pichichi o el Zamora. En cualquiera de las combinaciones, siempre tenía que pensar de cuál de ellos se trataba. Aunque también es cierto que, ahora que Edu salía con Paula, había descubierto que uno de los dos tenía las pecas más marcadas.

Al lado de Paula, parecía que fuese ella la que le sacaba tres años de diferencia.

Nunca había oído hablar al Pichichi sin que utilizase dos tacos cada tres palabras, pero en aquella ocasión la sorprendió sin decir ni uno siquiera.

—Al Rata le dan el alta hoy. Me ha dicho que te avise y te diga que vayas a verlo.

—¿Ahora?

—Me ha dicho que en cuanto salieras de los exámenes.

—¿Está bien?

—Sí, pero hasta que empiece la rehabilitación tiene que ir en silla de ruedas, y seguramente tardará mazo en salir a la calle.

Sólo faltaban unos minutos para que Lliure y Cristina acudieran a la cita con
El que faltaba por aquí
. Dafne hubiera preferido esperar en su casa a que volvieran para saber qué había pasado, pero tenía tantas ganas de ver a Roberto que no dudó en dirigirse hacia el hospital en cuanto se lo dijo el novio de Paula.

-oOo-

Paula y el Pichichi la acompañaron y se quedaron esperando en la puerta de entrada, mientras ella subía los ocho pisos casi a la carrera.

Cuando llegó frente a la puerta de Roberto, tocó con los nudillos sin esperar a recuperar la respiración.

Roberto ya no llevaba el pijama azul claro con el que le había visto siempre allí, sino un pantalón vaquero y una camiseta blanca, sobre la que se había colocado la sudadera del número siete.

A Dafne le dio un vuelco el corazón. Ante su mente pasaron todas las horas del Chino, de internet, y de los sms. Jamás hubiera imaginado otra forma mejor de encontrarle que con aquella sudadera.

No había nadie con él. Sus padres habían bajado a la administración del hospital para resolver el papeleo del alta médica, y su hermano le esperaba en casa, colocando una pancarta de bienvenida por encargo de su madre, de lado a lado del recibidor.

Roberto extendió la palma de la mano para que Dafne le diera la suya, después tiró poco a poco de ella hasta obligarla a sentarse en la cama, frente a la silla de ruedas en la que iba a salir del hospital.

Dafne todavía no había recobrado el aliento. En la habitación no se oía otra cosa que el aire que entraba y salía de sus pulmones. Antes de que consiguiera recuperar el aliento, él le puso la mano en la boca y le acarició los labios.

—¿Qué pasa, ojos de gato? ¿Siempre respiras así?

Dafne no le contestó. En otras circunstancias, habría tratado de disimular el ritmo de su corazón y de sus pulmones, pero aquellos no eran momentos para pensar. Dejó que su respiración se descontrolara y le acarició con los dientes el borde de la mano. Él se dejó morder y después le pellizcó despacio los labios, impidiéndole con los dedos que pudiera cerrar la boca. Ella entornó los ojos. Él le acarició con el índice las paletas y los colmillos. Ella le mordió las yemas de los dedos. Él empujó hacia delante su silla de ruedas. Ella le dejó acercase. Él le cogió la cara entre las manos. Ella le besó. Y el mundo se hizo cada vez más grande, y ellos cada vez más pequeños, en una habitación donde lo único que se oía era sus respiraciones, hondas, lentas, entrecortadas, alteradas como si los dos hubieran subido andando al octavo piso.

Capítulo 50

A Dafne nunca la habían besado. Ella sabe que no es la primera persona, ni será la última en sentir ese vértigo. Sabe que no volverá a vivir ese momento que se quedará para siempre con ella. El verano se ha ido y ha traído otra cosa. Otro aire. Otra forma de sentir.

Lo sabe. Sí. Pero no quiere separarse de aquella boca. Ni quiere que después la roce otra cosa que no sea aquel roce. No quiere otro olor, ni otro sabor, ni otro día que no sea ese día. Ni otra hora que no sea esa hora.

Pero está claro que esa clase de sueños no puede cumplirse. No sólo porque dejarían de ser sueños, sino porque otras personas no saben que existen.

La auxiliar de enfermera no sabía que no debería entrar en la habitación hasta que Dafne se hubiera marchado. Los padres de Roberto deberían haberse entretenido un poco más tramitando los papeleos del alta. El traumatólogo debería ha- her esperado a la tarde para hacerle la última recomendación.

Y la enfermera no debería haberse acordado de que tenía que entregarle a su padre el historial del enfermo.

Es verdad. Algunos sueños no pueden cumplirse. Aquel beso iba a tener que terminar, pese a que debería haber durado para siempre.

La auxiliar de enfermera entró para preguntarle a Roberto si le llevaba la bandeja de la comida. Sus padres volvieron de la administración con la noticia de que se podían marchar. El traumatólogo llegó con sus consejos y le citó para verle en la consulta la semana siguiente. Y la enfermera le entregó a su padre el historial para que lo guardase.

Dafne y Roberto se quedaron callados, cogidos de la mano mientras la habitación se llenaba de gente.

En el vestíbulo de la planta baja los esperaban Paula, el Pichichi, el Zamora y un montón de chicos y chicas del grupo de mayores, a los que había llamado el Rata para avisarles de que salía del hospital.

Unas cuantas calles más allá, en la plaza porticada, Lliure y Cristina se entrevistaban con su padre, quien les explicaba que había encontrado las fotos de Cristina en internet por pura casualidad, un hombre al que no habían visto nunca y que les pedía una segunda oportunidad, mientras su madre y su hermana pequeña esperaban en casa el resultado de la entrevista, a sólo dos paradas de autobús.

Probablemente, las hijas acabarían por darle a su padre la oportunidad que nunca debería haber perdido, y probablemente él acabaría por desaprovecharla otra vez, como había desaprovechado todas las que nunca quiso pedir. Había mu- chas probabilidades de que fuera así. Un padre que no ha visto a sus hijas en dieciséis años, por propia voluntad, no merece mucho crédito cuando decide que quiere recuperar a quienes nunca ha tenido. Pero, a pesar de que no resolverían sus dudas en aquel preciso momento, y de que se arriesgarían a vivir otra vez el trance de perderle, Lliure y Cristina tenían todo el derecho del mundo a conocerle.

Lo más probable es que Dafne nunca sepa lo que ellas sintieron cuando Teresa les entregó la caja de Pandora. Aquella mezcla de tristeza, alegría, resentimiento, esperanza, incomprensión y reproches, que no sólo se dirigía a su padre, sino también a Teresa, que no supo defenderlas del dolor sino con otro dolor.

Tampoco ellas sabrán nunca hasta qué punto Dafne precipitó los acontecimientos que, tarde o temprano, tendrían que desbordarse.

Quizá ni siquiera Dafne llegue a saberlo tampoco.

Ella sólo quería llamarse así, ¡Dafne!, como la ninfa que enamoró al dios Apolo y se convirtió en un laurel.

Aún no conoce la historia de la sacerdotisa de la hermana gemela del dios de la música. No sabe que se la tragó la tierra, su madre, para protegerla del amor de Apolo. Y cuando lo sepa, quizá, como otros eligen una canción como su canción, o un disco como su disco, ella elegirá aquel árbol como su árbol, y le regalará a Roberto en cada cumpleaños tantas hojas de laurel como años vaya a cumplir.

Pero ella aún no lo sabe. Aún espera en el cuarto de Roberto a que vuelvan a salir todos los que no deberían haber entrado.

Aún espera su segundo beso, que también se quedará para siempre en su memoria. Un beso largo, tranquilo, a cámara lenta, que se darán después de que ella sujete la puerta de la habitación número ocho, para que Roberto pase por debajo de su brazo en su silla de ruedas.

A mis hijas, Dulce y Clara.

Y a mi hermana Dulce, por supuesto.

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