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Authors: Patricia Cornwell

Niebla roja (4 page)

BOOK: Niebla roja
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—Algunas de ellas decidieron que iban a darle una lección por lo que hizo a su colega asesinado cuando era un niño —añade Tara.

Estoy más que segura de que la relación ilícita de Kathleen Lawler con Jack Fielding no ha aparecido en las noticias. Yo lo sabría. Leonard Brazzo tampoco lo mencionó. No creo que sea cierto.

—Aquello sumado a lo del chico de la moto que atropelló cuando conducía borracha. Aquí hay un montón de madres, doctora Scarpetta. Abuelas, también. Incluso unas pocas bisabuelas.

La mayoría de estas reclusas tienen hijos. No toleran a nadie que haga daño a un niño. —Lo relata con una voz pausada y tranquila, tan dura como el metal—. Me enteré de que sus compañeras tramaban algo, y para la propia seguridad de Kathleen la trasladé al Pabellón Bravo, donde permanecerá hasta que considere que es seguro que regrese al pabellón habitual.

—Tengo curiosidad por saber lo que han dicho en las noticias. —Intento conseguir detalles de lo que sospecho que es una mentira absoluta—. No creo que hayamos oído las mismas noticias. No recuerdo haber escuchado el nombre de Kathleen en relación con los casos de Massachusetts.

—Al parecer, una de las reclusas o quizás una de las celadoras, alguien de aquí vio algo en la televisión sobre el pasado de Kathleen —dice Tara, que elude una respuesta clara—. Algo referente a que era una abusadora sexual, y la noticia se extendió como un reguero de pólvora. Estas cosas no te hacen muy popular, si estás en la GPFW. Maltratar a un niño no se perdona.

—¿Usted también vio las noticias? ¿Oyó lo que dijeron?

—No, no las vi.

Me mira como si estuviera tratando de averiguar algo.

—Me pregunto si hay alguna otra razón —agrego.

—Qué cree que puede haber. —No es una pregunta tal como lo dice.

—Se pusieron en contacto conmigo para hablar de esta visita hace dos semanas o, para ser más precisa, lo hizo Leonard Brazzo—le recuerdo—. Que fue más o menos en el momento en que a Kathleen la trasladaron para protegerla y perdió el acceso al correo electrónico. Todo esto me sugiere que el rumor comenzó a extenderse como un reguero de pólvora al mismo tiempo que me pidieron que me reuniese con ella. ¿Es correcto?

Sostiene mi mirada, su rostro inescrutable.

—Me pregunto si realmente dijeron algo trascendente en las noticias.

No me arredro y se lo digo.

3

Los asesinatos comenzaron en el noreste de Massachusetts, hace unos ocho meses. La primera víctima fue una estrella del fútbol universitario, cuyo cuerpo desnudo y mutilado encontraron flotando en el puerto de Boston cerca de la estación de los guardacostas.

Semanas más tarde, un niño fue asesinado en el patio trasero de su casa, en Salem, y se supuso que había sido víctima de un ritual de magia negra relacionado con clavar clavos en la cabeza.

El siguiente fue un estudiante graduado del MIT, muerto a puñaladas con un cuchillo de inyección en un parque de Cambridge, y el último, Jack Fielding, muerto de un disparo efectuado con su propia arma. Se esperaba que creyésemos que Jack mató a los otros y después a sí mismo, cuando en realidad su propia hija biológica es la culpable, y tal vez se habría salido con la suya si no hubiera fracasado cuando intentó asesinarme.

—Se ha hablado muchísimo de Dawn Kincaid en los medios.

—Sigo insistiendo en mis razones—. Pero no he oído nada referente a Kathleen y su pasado. Además, lo que le sucedió a Jack siendo un niño no se ha mencionado en las noticias. Al menos que yo sepa.

—No siempre podemos evitar las influencias externas —manifiesta Tara, un tanto críptica—. Los familiares entran y salen.

Los abogados. A veces, personas poderosas, con motivos que no siempre son obvios, comienzan algo, ponen a alguien en peligro, y después esa persona pierde los pocos privilegios que tenía o pierde mucho más que eso. No puedo decirle cuántas veces estos tipos que van de cruzados liberales deciden arreglar los entuertos y lo único que hacen es causar más daño y poner en riesgo a un montón de gente. Tal vez debería preguntarse si es asunto de alguien de Nueva York venir aquí a inmiscuirse.

Me levanto de la silla fabricada en la cárcel, tan dura y rígida como la alcaide que ordenó hacerla, y a través de las persianas abiertas veo a las mujeres vestidas con los uniformes grises de la prisión gris, trabajando en los canteros de flores y recortando los bordes de césped a lo largo de las aceras y las vallas o paseando a los galgos. El cielo se ha cubierto y es de color plomizo, y le pregunto a la alcaide quién es de Nueva York. ¿De quién habla?

—Jaime Berger. Creo que ustedes dos son amigas.

Sale de detrás de su escritorio.

Es un nombre que no he oído desde hace meses, y el recuerdo es doloroso y molesto.

—Tiene una investigación en marcha, no sé los pormenores de la misma y tampoco no debería saberlos —comenta haciendo referencia a la responsable de la Unidad de Delitos Sexuales de la oficina del fiscal del condado de Manhattan—. Tiene grandes planes e insiste en que nada debe filtrarse a los medios ni a nadie.

Así que no me pareció prudente mencionarle nada al respecto a su abogado. Pero se me ocurrió que de todos modos usted acabaría por enterarse de que Jaime Berger tiene interés en la GPFW.

—No sé nada de una investigación y no tenía ni idea.

Tengo cuidado en no permitir que lo que siento se refleje en mi rostro.

—Parece estar diciendo la verdad —admite con un atisbo de rebeldía y resentimiento en sus ojos—. Por lo visto, lo que acabo de decir es una información nueva para usted, y eso está bien. No me gusta que las personas me den una razón para algo, cuando en realidad tienen otra. No me gustaría creer que su venida aquí para visitar a Kathleen Lawler es un ardid para encubrir su colaboración con una persona de la que soy responsable en la GPFW. Que el verdadero motivo de su presencia aquí es ayudar a la causa de Jaime Berger.

—Yo no formo parte de lo que sea que esté haciendo.

—Puede que sí y no saberlo.

—No me puedo imaginar cómo mi venida aquí para visitar a Kathleen Lawler puede tener relación con algo en que esté involucrada Jaime.

—Sin duda sabe que Lola Daggette es una de las nuestras—dice Tara.

Es una extraña manera de expresarlo, como si la reclusa más famosa de la GPFW fuese una adquisición como un perro de carreras rescatado, un jinete de rodeo o una planta especial cultivada en el vivero que vi en la carretera.

—El doctor Clarence Jordan y su familia, 6 de enero de 2002, aquí en Savannah —continúa—. Un asalto a la casa en plena noche, solo que el robo no era el motivo. Al parecer, fue el placer de matar por matar. Los cortaron y apuñalaron hasta la muerte, mientras estaban en la cama, a excepción de la niña, uno de las mellizas. La persiguieron por las escaleras y llegó hasta la puerta principal.

Recuerdo haber oído al médico forense de Savannah, Colin Dengate, cuando presentó el caso en la reunión anual de la Asociación Nacional de Médicos Forenses en Los Ángeles hace unos años. Hubo muchas conjeturas sobre lo que sucedió de verdad dentro de la mansión de las víctimas y cómo se consiguió acceder, y me parece recordar que el asesino se preparó un bocadillo, bebió cerveza y utilizó el baño sin molestarse en descargar la cisterna. En aquel momento tuve la impresión de que la escena del crimen planteaba más preguntas que respuestas y que las pruebas parecían contradecirse a sí mismas.

—A Lola Daggette la detuvieron cuando lavaba sus prendas manchadas de sangre y luego comenzó a inventarse una mentira tras otra —añade Tara—. Una drogadicta que tenía problemas para controlar su agresividad y una larga historia de abusos y choques con la ley.

—Creo que existe una teoría según la cual podría haber estado involucrada más de una persona —le señalo.

—La teoría aquí es que se hizo justicia, y este otoño Lola tendrá que explicarse ante Dios.

—Nunca identificaron el ADN o tal vez fueron las huellas digitales. —Comienzo a recordar los detalles—. Se pensó en la posibilidad de que hubiera más de un agresor.

—Esa fue su defensa, el único argumento solo remotamente plausible que sus abogados pudieron imaginar y que podría explicar cómo la sangre de las víctimas podía estar en sus ropas si ella no estaba involucrada. Así que se inventaron un cómplice imaginario para dar a Lola alguien a quien culpar. —Tara Grimm me acompaña al pasillo—. No me gusta pensar que Lola pueda quedar en libertad y es posible que pueda tener una oportunidad a pesar de que ha agotado sus apelaciones. Al parecer, se han ordenado nuevas investigaciones forenses de las pruebas originales, algo sobre el ADN.

—Si es cierto eso, entonces la policía, los tribunales, deben de tener una razón de fondo. —Miro a lo largo del pasillo hasta el puesto de control donde los guardias hablan entre ellos—. No puedo imaginar que la oficina de investigación de Georgia, la policía, la fiscalía o el tribunal permitieran un nuevo análisis de las pruebas a menos que hubiera razones fundadas para hacerlo.

—Supongo que entra en el reino de las posibilidades que su condena pueda ser revocada. Para el caso, podría haber otras reclusas que saliesen antes por buena conducta. Podría acabar produciéndose una fuga mayúscula en la GPFW.

Los ojos de la alcaide son duros como el pedernal, el brillo es de una furia desatada.

—Jaime Berger no suele sacar a las personas de la cárcel —le contesto.

—Pues ahora parece que es lo suyo. No ha estado haciendo visitas sociales en el Pabellón Bravo.

—¿Cuánto tiempo hace? ¿Cuándo estuvo aquí?

—Tengo entendido que tiene un lugar donde hospedarse en Savannah, para las escapadas. Solo es algo que he oído.

Descarta la información como un cotilleo y yo estoy segura de que es algo más.

Si Jaime vino aquí a la GPFW para entrevistarse con alguien en el corredor de la muerte, no lo hizo sin pasar exactamente por lo que estoy pasando ahora mismo. Primero se sentó con Tara Grimm. Visitas sociales, o sea más de una. ¿Una escapada de qué y con qué propósito? Parece algo del todo fuera de lugar para la fiscal de Nueva York, fiscal que conozco.

—Ella ha estado viniendo aquí y ahora usted está aquí —dice la alcaide—. Tengo la sospecha de que usted es alguien que no cree en las coincidencias. Haré saber a las celadoras que puede entrar con la fotografía y dejársela a Kathleen.

Entra en el despacho y yo recorro el largo pasillo azul hacia el puesto de control donde un guardia de uniforme gris y gorra de béisbol me pide que vacíe los bolsillos. Me dice que lo ponga todo en un cesto de plástico, y pongo mi carné de conducir y las llaves de la camioneta, y explico que la fotografía ha sido aprobada por la alcaide, y el guardia me responde que ya lo sabe y la puedo llevar conmigo. Me escanean, me cachean y me dan una tarjeta de identificación roja en la que dice que soy la visitante oficial número setenta y uno. Me sellan la mano derecha con una palabra en clave que solo se verá con la luz ultravioleta cuando me marche de la prisión.

—Puede conseguir entrar en este lugar, pero si su mano no está marcada, nunca saldrá —comenta el guardia, y no puedo decir si está siendo amable, divertido o algo más.

El nombre que aparece en su placa de identificación es M. P. Macon, y llama por radio al control central para que abran la reja.

Un fuerte zumbido electrónico, y una pesada puerta de metal verde se abre y se cierra con un chasquido detrás de nosotros. A continuación, se abre una segunda puerta y las reglas de visita en rojo me advierten de que estoy entrando en un lugar de trabajo de tolerancia cero para las relaciones empleado-interna. El suelo de baldosas está recién encerado y lo noto pegajoso en las suelas de mis mocasines mientras sigo al guardia Macon a lo largo de un pasillo gris, en el que cada puerta es de metal y está cerrada, y en todos los rincones y las intersecciones hay espejos convexos de seguridad.

Mi escolta es corpulento y tiene un aire vigilante que raya en la alerta de combate, sus ojos castaños lo escanean todo, mientras llegamos a otra puerta que se abre por control remoto. Salimos al patio al calor de la tarde, y unas nubes bajas, deshilachadas, pasan por el cielo como si huyesen de un peligro que se acerca. Los relámpagos brillan en la distancia, resuenan los truenos y las primeras gotas de lluvia que golpean la pasarela de hormigón son del tamaño de nueces aplastadas. Huelo el ozono y la hierba recién cortada, y la lluvia empapa el fino algodón de mi blusa mientras caminamos a paso redoblado.

—Creía que la lluvia tardaría un poco más. —El guardia mira hacia el oscuro cielo revuelto que en cualquier momento reventará directamente sobre nosotros—. En esta época del año, es cosa de todos los días. Comienza soleado con un cielo azul, todo lo hermoso que puede ser. Luego nos trae un tormentón, por lo general sobre las cuatro o las cinco de la tarde. Claro, que despeja el aire. Esta noche refrescará y se estará bien. Al menos para esta época del año en estos lugares. No querrá estar aquí en julio y agosto.

—Yo vivía en Charleston.

—Entonces ya lo sabe. Si yo pudiese tomar las vacaciones en verano, iría sin pensármelo dos veces al lugar de donde viene usted. Estoy seguro de que en Boston hay diez grados menos —añade, y no me gusta que él sepa de dónde salí esta mañana.

Me recuerdo a mí misma que no es una deducción difícil de hacer. Cualquiera que busque se enterará de que trabajo en Cambridge, y el aeropuerto más cercano es Logan, en Boston. Abre la reja exterior y me lleva por un camino con una valla alta y rollos de alambre de espino a ambos lados. El Pabellón Bravo no parece diferente de las otras unidades, pero cuando la puerta exterior se abre con un clic y entramos en el interior, siento una miseria colectiva y una opresión que parece filtrarse a través de bloques de hormigón gris, el cemento gris pulido y el acero verde oscuro. La sala de control en el segundo nivel está detrás de un espejo de una sola dirección enfrente mismo de la entrada, y hay una lavandería, una máquina de hielo, una cocina y un buzón de quejas.

Me pregunto si es verdad que aquí es adonde vino Jaime Berger. Me pregunto de qué habló con Lola Daggette y si tiene alguna relación con el traslado de Kathleen Lawler para asegurar su protección y cómo algo de todo esto podría relacionarse conmigo.

Que Jaime viniese aquí y con toda intención pusiese a alguien en peligro no es su forma de trabajar. Es inconcebible para mí que pueda haber sido la fuente de un rumor sobre el pasado de Kathleen Lawler, que engendrase la hostilidad entre las otras internas.

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