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Authors: John Verdon

Tags: #novela negra

No abras los ojos (43 page)

BOOK: No abras los ojos
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La respuesta solo oscureció el pozo y engrasó las paredes.

«Tienes miedo de ti mismo. Tienes miedo de lo que puedas haber hecho.»

Se mantuvo en una especie de parálisis emocional durante el resto de la cena, tratando de comer lo suficiente para ocultar el hecho de que en realidad no estaba comiendo, simulando apreciar las descripciones de Madeleine de su paseo. Pero cuanto más se entusiasmaba ella con la belleza de las rudbeckias, el perfume del aire, el azul celeste de los ásteres silvestres, más aislado, desplazado y desquiciado se sentía él. Se dio cuenta de que Madeleine había dejado de hablar y lo estaba mirando con preocupación. Dave preguntó si le había dicho algo y estaba esperando una respuesta. No quería reconocer lo distraído que estaba ni por qué.

—¿Has hablado con Kyle?—Su pregunta parecía surgir de la nada. ¿O ya lo había preguntado? ¿O ya había ido tendiendo a ella mientras él estaba inmerso en sí mismo?

—¿Kyle?

—Tu hijo.

En realidad no estaba planteando una pregunta, solo repitiendo la palabra, el nombre, como forma de mantenerse a flote, de estar presente. Era algo demasiado enmarañado para explicarlo.

—Lo he intentado. Hemos cruzado llamadas, nos hemos dejado mensajes varias veces.

—Deberías intentarlo más. Insistir hasta que hables con él.

Dave asintió, no quería discutir, no sabía qué decir.

Ella sonrió.

—Sería bueno para él. Bueno para los dos.

Dave asintió otra vez.

—Eres su padre.

—Lo sé.

—Bueno, pues. —Era una afirmación concluyente. Empezó a aclarar los platos.

Dave vio que Madeleine hacía dos viajes al fregadero. Cuando ella volvió con una esponja húmeda y papel de cocina para limpiar la mesa, él dijo:

—Está muy centrado en el dinero.

Madeleine levantó la bandeja que contenía las servilletas para poder limpiar por debajo.

—¿Y qué?

—Quiere ser un abogado de litigios.

—Eso no es necesariamente malo.

—Parece que lo único que le importa es el dinero, una casa grande, un coche grande.

—Quizá quiere que se fijen en él.

—¿Que se fijen en él?

—A los niños les gusta que sus padres se fijen en ellos—dijo.

—Kyle no es un niño.

—Es exactamente lo que es—insistió ella—. Y si te niegas a fijarte en él, entonces tendrá que intentar impresionar al resto del mundo.

—No me estoy negando a nada. Eso es un rollo de psicólogo.

—Quizá tengas razón. ¿Quién sabe?—Madeleine había perfeccionado el arte de esquivar un ataque, de salir ilesa.

Dejó a Gurney dando bandazos en el vacío.

Continuó sentado a la mesa mientras ella lavaba los platos. Empezaron a cerrársele los ojos. Como había descubierto muchas veces antes, la intensa ansiedad conllevaba agotamiento. Se fue deslizando a una especie de sopor.

50
Un cañón sin cureña


D
eberías venir a la cama. —Era la voz de Madeleine.

Dave abrió los ojos. Su mujer había apagado todas las luces menos una y estaba saliendo de la cocina con un libro bajo el brazo. La posición de la cabeza caída sobre el pecho le había producido a Gurney un dolor agudo en la clavícula. Al enderezarse, descubrió un dolor equivalente en el cogote. En lugar de refrescarle, la cabezadita sobre la mesa había reconstituido sus temores.

Se sentía tan agitado que sabía que no podría dormir bien. Tenía que hacer algo para evitar rebotar de un escenario de horror de Saul Steck a otro.

Podía devolver la llamada a Sheridan Kline, que le había dejado aquel mensaje vago sobre la familia Skard. Gurney ya había hecho un seguimiento con Hardwick, pero quizás el fiscal sabía más que Hardwick. Por supuesto, la oficina del fiscal estaría cerrada. Era domingo por la noche.

Tenía el teléfono móvil personal de Kline. Como lo conservaba de los días del caso Mellery, no le había parecido apropiado usarlo en relación con el caso Perry sin que lo invitaran a hacerlo. Pero justo en ese momento el protocolo parecía menos importante que mantener su cordura.

Fue al estudio, consiguió el número e hizo la llamada. Estaba preparado para dejar un mensaje y recibir una llamada de respuesta más tarde, calculando que un maniático del control como Kline preferiría que las conversaciones telefónicas ocurrieran según su propia agenda. Así que le sorprendió que el hombre respondiera.

—¿Gurney?

—Disculpe que le llame tan tarde.

—Pensaba que llamaría antes. Investigar ese asunto de Karmala fue idea suya.

—Lo siento, he estado un poco liado. En su mensaje de teléfono me decía que si había oído hablar de la familia Skard.

—Allí es adonde nos llevó la pista de Karmala. ¿Le suena?

—Sí y no.

—Eso no es una respuesta.

—Lo que quiero decir, Sheridan, es que me es familiar, pero no sé por qué. Jack Hardwick me informó de que los Skard son tipos malos con raíces en Cerdeña. Pero todavía no puedo situar de dónde conozco el nombre. Sé que lo he visto hace poco.

—¿Es lo único que le dijo Hardwick?

—Me dijo que nunca habían condenado por nada a ningún Skard. Y que fuera el que fuese el negocio en el que estaba metido Karmala Fashion, no era el de la moda.

—Así que sabe lo mismo que yo. ¿Para qué más me llama?

—Me gustaría participar de una manera más oficial.

—¿Eso qué significa?

—Actualizaciones, invitaciones a las reuniones.

—¿Por qué?

—He estado más o menos adscrito al caso y hasta el momento el instinto no me ha fallado.

—Está por ver.

—Mire, Sheridan, lo único que estoy diciendo es que nos podemos ayudar mutuamente. Cuanto más sepa y cuanto antes lo sepa, más puedo ayudar.

Hubo un largo silencio. La intuición de Gurney le decía que era más una técnica que una indecisión por parte de Kline. Esperó.

Kline prorrumpió en una risa sin humor. Gurney siguió esperando.

—Ya sabe que Rodriguez no lo soporta, ¿verdad?

—Claro.

—Y sabe que Blatt no lo soporta.

—Desde luego.

—¿Y que ni siquiera a Bill Anderson le cae bien?

—Exacto.

—Así que sería tan bien recibido en el DIC como una ventosidad en un ascensor, ¿se da cuenta de eso?

—No lo dudaría ni un minuto.

Hubo otro silencio, seguido por otra risa espeluznante de Kline.

—Esto es lo que le ofrezco: voy a decirle a todo el mundo que tenemos un problema con Gurney. Gurney es un cañón sin cureña. Y la mejor manera de controlar a un cañón suelto es no quitarle ojo, atarlo en corto, mantenerlo en el corral. Y la forma en que he planeado mantenerlo vigilado es tenerlo mucho por aquí, compartiendo sus ideas con nosotros. ¿Qué le parece?

Mantener un cañón suelto atado en corto en un corral le sonaba a síntoma de desintegración mental.

—Es factible, señor.

—Bien. Hay una reunión en el DIC mañana a las diez. No falte. —Kline colgó sin decir adiós.

51
Confusión total

D
urante el resto de la noche, Gurney se sintió al mismo tiempo cargado de energía y calmado por la conversación y la promesa de Kline.

Estaba complacido y bastante sorprendido de sentirse todavía igual cuando se despertó al amanecer del día siguiente. En un esfuerzo por alimentar esa sensación, permanecer dentro de los confines comparativamente seguros y sólidos de un mundo en el cual era el cazador y no la presa, Gurney revisó el archivo Perry por enésima vez mientras tomaba el café de la mañana. Entonces llamó al número de Rebecca Holdenfield y dejó un mensaje en el que le preguntaba si podía pasar por su oficina de Albany esa tarde después de su reunión con el DIC.

Hacer y devolver llamadas, establecer citas: la actividad generaba una sensación de inercia. Llamó al número de Val Perry y le saltó el contestador. Apenas dijo «Soy Dave Gurney», ella contestó. Le sorprendió, nunca habría pensado que Val Perry se levantara temprano.

—¿Qué está pasando?—preguntó.

Sin estar preparado para una conversación real, contestó:

—Solo quería mantener el contacto.

—Oh… ¿Y…?—Parecía nerviosa, pero quizá no más nerviosa que de costumbre.

—¿El nombre Skard significa algo para usted?

—No. ¿Debería?

—Solo me preguntaba si Jillian lo habría mencionado.

—Jillian nunca mencionaba nada. No es que compartiera cosas conmigo. Pensaba que se lo había dejado claro.

—Perfectamente claro, varias veces. Pero algunas preguntas hay que plantearlas aunque se esté seguro al noventa y nueve por ciento de cuál va a ser la respuesta.

—Entendido. ¿Algo más?

—¿Jillian le pidió alguna vez a usted o a su marido que le compraran un coche caro?

—No hay casi nada que Jillian no haya pedido en algún momento, así que supongo que sí. Por otra parte, dejó claro desde que tenía doce años que Withrow y yo éramos irrelevantes para su felicidad, que siempre podía encontrar a un hombre rico que le diera lo que quisiera, así que por lo que a ella concernía nos podíamos ir a tomar viento. —Hizo una pausa, quizá saboreando el tono escandaloso de sus observaciones—. Estaba saliendo. ¿Alguna pregunta más?

—Es todo por ahora, señora Perry. Gracias por su tiempo.

Como Sheridan Kline la noche anterior, Val Perry colgó sin molestarse en decir adiós. Fuera cual fuese la contribución de Gurney a la investigación del asesinato de su hija, estaba claro que no cumplía con sus expectativas.

A las 9.50, Gurney se metió en el aparcamiento del edificio con aspecto de fortaleza de la Policía del estado, donde tenía que celebrarse su reunión de las 10.00. Durante el minuto que estuvo buscando un sitio para aparcar, su teléfono sonó dos veces. La primera era una llamada de voz; la segunda, un mensaje de texto. Gurney confiaba en que al menos una de las comunicaciones fuera de Rebecca Holdenfield.

En cuanto aparcó, sacó el teléfono y comprobó en primer lugar el mensaje de texto. La fuente era un número de móvil con el código de área de Manhattan. Al leer el mensaje, una marea de miedo se elevó desde las tripas al pecho.

«¿Está pensando en mis chicas? Ellas están pensando en usted.» Lo releyó y lo releyó otra vez. Miró el número desde donde lo habían enviado. El hecho de que el remitente no se hubiera molestado en bloquearlo seguramente significaba que estaba asignado a un teléfono prepago imposible de rastrear. Pero también implicaba que podía responder al mensaje.

Después de descartar las contestaciones llenas de furia y bravuconería que se le ocurrieron, se decidió por tres palabras carentes de emoción: «Quiero saber más».

Al pulsar el botón de «enviar», se fijó en que eran las 9.59. Se apresuró a entrar en el edificio.

Cuando llegó a la gris sala de conferencias, las seis sillas de la mesa ovalada ya estaban ocupadas. Lo más cercano a una bienvenida que recibió fue un gesto de Hardwick señalando unas cuantas sillas plegadas apoyadas contra la pared, junto a la cafetera. Rodriguez, Anderson y Blatt no le hicieron caso. Gurney podía imaginar sus reacciones poco entusiastas al ingenio absurdo del fiscal sobre controlar el cañón suelto invitándolo a sus reuniones.

La sargento Wigg, una pelirroja enjuta que conocía como la eficiente coordinadora del equipo de análisis de pruebas en el caso Mellery, estaba sentada a un extremo de la mesa, estudiando la pantalla de su portátil; exactamente como la recordaba. Su prioridad sería la búsqueda de certeza factual y coherencia lógica. Gurney abrió su silla plegable y la colocó al final de la mesa, enfrente de ella. Eran las 10.05, según el reloj de la pared.

Sheridan Kline miró su reloj frunciendo el ceño.

—Muy bien. Vamos con un poco de retraso. Tengo una agenda apretada hoy. ¿Quizá podamos empezar con algo nuevo, algún progreso significativo, direcciones prometedoras?

Rodriguez se aclaró la garganta.

—Dave tiene alguna noticia—intervino Hardwick—, una peculiaridad en la escena del crimen. Podría ser una buena forma de empezar la reunión.

Kline arqueó las cejas.

Gurney pretendía esperar hasta más avanzada la reunión para sacar a relucir el problema, con la esperanza de que, entre tanto, nuevos datos arrojaran cierta luz al respecto. Pero ahora que Hardwick estaba forzando la cuestión, sería poco elegante retrasarlo.

—Creemos que después de matar a Jillian, Flores huyó a través del bosque hasta el lugar donde encontramos el machete, ¿es así?—dijo Gurney.

Rodriguez se ajustó sus gafas de montura metálica.

—¿Creemos? Diría que tenemos pruebas concluyentes al respecto.

Gurney suspiró.

—El problema es que tenemos algunos datos de vídeo que no apoyan esa hipótesis.

Kline empezó a parpadear con rapidez.

—¿Datos de vídeo?

Gurney explicó pormenorizadamente cómo la continua visibilidad del tronco del cerezo en el vídeo de la recepción probaba que Flores no podía haber tomado la ruta necesaria a través del bosque, porque cualquiera que hubiera seguido ese camino tendría que haber pasado entre la cámara de esa esquina de la propiedad y el árbol, y debería aparecer, aunque fuera de forma fugaz, en la imagen.

Rodriguez estaba torciendo el gesto como un hombre que sospecha que le están engañando, pero que no sabe cómo. Anderson estaba torciendo el gesto como alguien que trata de permanecer despierto. Wigg levantó la mirada de la pantalla de su portátil, lo que Gurney interpretó como un signo de gran interés.

—Así que fue por el otro lado, por detrás del árbol—dijo Blatt—. No veo el problema.

—El problema, Arlo, es el terreno. Estoy seguro de que lo han comprobado.

—¿De qué problema con el terreno está hablando?

—El barranco. Ir desde la cabaña hasta el sitio donde se encontró el machete sin pasar por delante de ese árbol requeriría ir recto desde la parte de atrás de la cabaña, luego deslizarse por una larga y empinada pendiente con un montón de piedras sueltas, después recorrer otros ciento cincuenta metros por el suelo rocoso e irregular del fondo del barranco para llegar al primer lugar donde hay alguna posibilidad de volver a escalar. E incluso allí las piedras sueltas y la tierra no lo hacen tarea fácil. Por no mencionar que el punto en el cual se llega al nivel inicial no está cerca de donde se encontró el machete.

Blatt suspiró como si ya fuera consciente de todo ello y no significara nada.

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