No me cogeréis vivo (12 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Comunicación, Periodismo

BOOK: No me cogeréis vivo
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Olvidando que en esta ruin España se tortura y se mata animales impunemente y a diario, que sigue habiendo peleas de perros, que se ahoga a los cachorros, que se ahorca a los perros de caza que no satisfacen a sus dueños, que hay animales que son apaleados a la vista de todo el mundo sin que nadie intervenga, o que miles de ellos son abandonados cada año -abuelos al asilo, perro a la carretera- cuando a sus propietarios les incordian para las vacaciones o se les mean en la alfombra. Y que todo eso ocurre porque la presunta autoridad competente ni siquiera intenta hacer cumplir las ridículas normas mínimas que ya existen. Y también porque nadie agarra por el cogote a uno de esos animales bípedos cuando se le pilla con las manos en la masa, y le sacude, a falta de legislación adecuada, media docena de hostias. Pues al final resulta que cualquiera puede torturar gratis a un perro; pero darle una buena estiba a un hijo de la gran puta no es civilizado ni europeo, y a quien detienen y multan y empapelan es a ti. Hay que joderse. Me pregunto en qué se fundarán esos imbéciles para creer que vale más un ser humano -embriones incluidos- que la lealtad, la honradez y los sentimientos de un buen perro.

El Semanal, 19 Mayo 2002

Teresa Mendoza

Acabo de separarme de una mujer con la que conviví durante dos años y medio. Las últimas semanas han sido grises y tristes, porque ambos sabíamos que todo terminaba entre nosotros de forma anunciada e irremediable. El final llegaba sin estridencias, sin señales espectaculares, callado como una enfermedad o una sentencia sin apelación. Todo moría poquito a poco, en la rutina final de cada día. Despacio. Y parece mentira. Al principio, cuando esa mujer entró en mi vida, todo era deslumbramiento, expectación. Ansiaba conocerlo todo de ella, tocar su piel y oler su cabello, vivir como propios su infancia, sus sueños, su memoria. Oír su voz y el rumor de sus pensamientos. Y así lo hice. Durante todo este tiempo anduve sumergido en ella sin reservas. Dormí, comí, viajé, viví con ella. Y ahora, justo cuando se va, la conozco mejor que a mí mismo. Sé cómo pelea, cómo sufre, cómo ama. Identifico sus heridas, porque fui yo quien se las infligió deliberadamente, una por una. Sé cómo ve el mundo, la vida y la muerte. Cómo ve a los hombres. Cómo me ve a mí. No podía ser de otro modo porque, aunque ella siempre estuvo ahí, en alguna parte, esperando que se cruzaran nuestras vidas, fui yo quien en cierto modo la convirtió en lo que ahora es. Nadie pone lo que no tiene. Y de ese modo llegué a reconocerme en sus gestos, palabras y silencios como si contemplara mi imagen en un espejo.

Ahora todo terminó. Hemos estado por última vez frente a frente, mirándonos a los ojos, y al fin la he visto fuera, lejos. Completamente extraña, como si su vida y la mía discurrieran por caminos distintos. Y lo singular es que al advertir eso no experimenté dolor, ni melancolía. Sólo una precisa sensación de alivio infinito, e indeferencia. Eso es tal vez lo más singular de todo: la indiferencia. Después de haber ocupado durante veintinueve meses la totalidad de mis días y noches, la miro y no siento absolutamente nada. Qué raro es todo. Cuando al cabo lo sé todo de ella, y tras consagrarle mi trabajo, mi tiempo y mi salud la conozco mejor que a ninguna otra mujer en el mundo, resulta que ya no me importa. Es como si se quedara de pronto atrás, a la deriva, o se alejase por caminos que me son ajenos, y me diese igual lo que sufra, a quién ame, con quién viva, cómo sienta o cómo muera. Esa mujer ya no es asunto mío, y eso me hace sentir egoístamente limpio y libre. Es bueno, decido, poder desprenderse de esa forma de pedazos de tu vida, dejándolos atrás como quien se desembaraza de algo viejo e inútil. Una automutilación práctica. Higiénica.

Sé que el mundo es un pañuelo, y que voy a tropezarme muchas veces con su fantasma en las próximas semanas. Amigos y desconocidos me hablarán de ella y tendré, a mi vez, que dar explicaciones al respecto. Esto y aquello. La quise. Me quiso. Etcétera. Nuestros caminos se cruzarán sin duda en librerías, aeropuertos, páginas de diarios. Intentaré dejarla lo mejor posible, claro. Hablaré de nosotros como si todavía me importara, o como si mi vida girase todavía en torno a sus palabras, sus pensamientos, sus odios y sus amores. Lo haré echándole buena voluntad, lo mejor que sepa. Y casi todos pensarán: hay que ver cómo la quería. Cómo la quiere. Contaré sobre todo la parte fácil: los primeros días, los primeros tiempos, cuando todo era perfecto y era posible porque aun estaba todo por vivir. Cuando cada momento era una hoja en blanco, y ella un enigma que parecía indescifrable. Callaré el resto: la soledad, el hastío, la indiferencia del final, cuando ya nada quedaba por descubrir, por vivir, por imaginar. Cuando todo estaba consumado, y nos situábamos cada día y cada noche uno frente a otro con la intención, el deseo, de terminar de una vez. De agotarnos y olvidarnos.

Ahora, al fin, esa mujer me ha dejado para siempre. Hizo la maleta en su último amanecer gris y acaba de irse sin mirar atrás, el pelo recogido en la nuca, muy tirante y con la raya en medio, su semanario de plata mejicana tintineándole en la muñeca derecha. No la echo de menos, y tampoco creo que ella lamente perderme de vista. Es hora de que viva su propia vida, y lo sabe. Durante todo este tiempo me esmeré en prepararla para eso. Y en el fondo tiene gracia: me rifé en ella el talento, la piel y la vida, y ahora la veo irse y no siento emoción ninguna. Sin duda pronto la encontraré en manos de otros, y la verdad es que no me importa. Antes de marcharse entornando despacio la puerta para no hacer ruido —yo estaba inmóvil, fingiendo que dormía—, dejó sobre la mesa una raya de coca, una botellita de tequila y una copa a medio vaciar, y en el estéreo una canción de José Alfredo Jiménez. Cuando estaba en las cantinas, dice la letra, no sentía ningún dolor. Ahora termino de teclear estas líneas, me levanto y apago la música. Qué cosas. Por qué diablos tendré un nudo en la garganta. A fin de cuentas, sólo se trataba de una novela más.

El Semanal, 26 Mayo 2002

La lengua del imperio

El otro día, en un diario de una autonomía bilingüe, un cagatintas local de los que la pretenden monolingüe comentaba lo mucho que me gusta la lengua del imperio. Eso del imperio lo apuntaba en tono despectivo y de venenosa denuncia. Según el fulano, yo debería avergonzarme de amar este idioma que algunos llaman castellano y otros llaman español, porque es el mismo en que hablaban, pensaban y escribían señores que, por lo visto, le dieron mucho a él por el saco. A él o a sus ancestros. Y como la mía es la lengua que utilizaron los reyes católicos, y Felipe V, y la misma con la que José María Pemán, o quien fuera, le puso camisa azul al Cid Campeador para hacerle la pelota al general Franco -exactamente igual que otros le ponen ahora barretina a los almogávares-, el tiñalpa a quien hago referencia sugiere que yo debería olvidar que esa lengua también la utilizaban Jorge Manrique, Quevedo, Cervantes, Sor Juana, Valle lnclán, Galdós, Borges, Miguel Hernández, Juan Rulfo, Cernuda, Machado y algunos otros, y no hacer tanto alarde de ella en artículos y novelas, que ya es el colmo del exhibicionismo insultante y la provocación lingüística. Tendría, apunta mi primo, que limitarme a ser, como él, un columnista cateto, minoritario -porque quiere, claro, no por incapaz ni mediocre-, autosuficiente, satisfecho con que lo lea el cacique local que le manda butifarra el día de la fiesta de su pueblo. Debería esconder mi lepra lingüística, y una de dos: utilizar idiomas intachables que jamás de los jamases hayan tenido nada que ver con imperios, como el inglés o el francés, verbigracia, o recurrir a las siempre democráticas y nunca sospechosas lenguas autonómicas. Que en ésas sí puede uno hablar o escribir con la cabeza muy alta, pues resulta históricamente probado que en España los hijos de puta sólo hablan castellano.

Y lo que son las cosas de la vida. Estaba el otro día meditando sobre todo eso, apesadumbrado y medio convencido -el último esfuerzo imperial me ha dejado con las defensas intelectuales bajas-, considerando la posibilidad de renunciar a esta miserable lengua fascista en la que fui educado, a esta anquilosada jerga que es hablada por cuatrocientos millones de siervos abyectos. Estaba, digo, a punto de descolgar el teléfono para llamar a mi vecino el rey de Redonda y decirle oye, perro inglés, tú que dominas la lengua de Shakespeare, nada sospechosa de imperial ni de lejos, y todavía eres joven y guapo, chaval, aún estás a tiempo de cambiar y ennoblecer tus textos renunciando para siempre a esta parla infame en la que ahora escribes. Yo estoy demasiado encanallado, me temo; pero tú estás a tiempo. Sálvate. Teclea en inglés esa novela que publicarás el próximo otoño y gánate el respeto del mundo. O mejor, puesto a ser honrado de verdad, vete a Soria y escríbela en soriano. Con un par de huevos. Qué más da que no te lean fuera, si en Soria vas a ser la hostia.

Estaba en eso, les digo, a punto de ver la luz de la verdad -la página de Paulo Coelho me está ayudando mucho en la parte espiritual, últimamente- y pedirle una foto dedicada a Baltasar Porcel, para ponerla junto a la carta autógrafa de Patrick O'Brian que tengo colgada junto al ordenador cuando me llamó mi amigo el escritor mejicano Élmer Mendoza, que estaba en Madrid en su primera visita a Europa y a España. Quihubo, cabrón, me dijo. Estoy en tu pinche tierra gachupina hijadeputa, y es que no me lo creo, carnal. Alucino porque todo esto lo conocía ya de antes sin haberlo visto, de los libros, y ahora que lo pateo comprendo tantas cosas de mi tierra y de aquí, y es como si me paseara por una memoria antiquísima que tenía ahí y no me daba cuenta. Y estoy tan entusiasmado que ahorita mismo quiero que me lleves a una librería y me aconsejes, porque quiero comprar un Quijote bueno, el mejor que pueda, y releer sus páginas esta noche en el hotel. Eso dijo Élmer. Así que me fui para allá, lo conduje a la librería de Antonio Méndez, en la Calle Mayor, y le regalé a mi carnal sinaloense el Quijote en la edición crítica de Francisco Rico, el que viene con letra grande en un solo tomo, que me parece la mejor y más fiel presentación actual del texto original de Cervantes. Pero como aún tenía fresco lo del imperio del otro, confieso que sentí una punzada de remordimiento. A ver si estoy haciendo mal, me dije. A ver si fomento glorias imperiales al regalar un libro franquista por antonomasia, y jodemos la marrana. Pero cuando le miré la cara a Élmer se me quitó la aprensión de golpe. Pasaba las páginas de su Quijote con una expresión de felicidad infinita. Sabes, güey, me dijo. Desde niño, cuando era un hijo de campesinos incultos y empecé a ir a la escuela allá en Méjico, soñaba con caminar por España con este libro en las manos. Me lo quedé mirando con cara de guasa. ¿A pesar de Cortés y la Malinche, Alvarado, el Templo Mayor y toda la parafernalia?, pregunté. Y Élmer encogió los hombros, sonrió y dijo chale, carnal. No mames. O como decís en España, no me toques los cojones.

El Semanal, 02 Junio 2002

Vomitando el yogur

Lo mismo también las ve pasar el perro inglés, porque siempre me las cruzo cerca de su esquina. Y son alumnas, me parece. De algo. Modelillos pedorras con aspiraciones. Van en grupitos, con bolsas en la mano, altas y flaquísimas, mirando al horizonte como si anduvieran por esa pasarela de modelos donde sueñan -las pobres gilipollas- con hacerse famosas y, lo que ya sería el non plus ultra de la fama y del glamour -otras terminan en putas a secas-, que les pique el billete un millonetis tipo Fefé o un chulo italiano. Las veo pasar, digo, con menos carnes que una bicicleta, tan esqueléticas que entran ganas de invitarlas en Pans and Company, que está allí cerca, en plan come algo hija, por Dios, que tú te verás muy Esther Cañadas y muy fashion, o así, pero la verdad es que da lástima veros a la Cañadas y a tíi. Que la penúltima que me encontré de ese calibré fue en África, y tenía un buitre cerca, esperando a que dejara de respirar para hacerse un bocata con los pellejos. Se creen atractivas, supongo. Se creen que están buenas que se rompen, las cretinas; o que, en ausencia de buenez, eso les da atractivo y las asemeja a la gente que la tele y el cine y las revistas nos meten por los morros. Antes, en otros tiempos del cuplé, la cosa era parecerse a Ava Gardner o a Sofía Loren, que ésas sí eran tordas de rompe y rasga; mientras que ahora el colmo del atractivo canónico dicen que lo tiene Calista Flockhart, manda huevos, cuando todo Cristo sabe que las que de verdad ponen a un tío a marcar el paso, caritas de discoteca y pijaditas de cine aparte, son Kim Basinger en sus buenos tiempos de Nueve semanas y media, la Elizabeth Sue de Leaving Las Vegas, o la Sara Montiel de Veracruz. Con esas jacas sí que temblaría la Calle Mayor a su paso, perro inglés incluido. Lo demás son camelos de diseñadores, a la mayor parte de los cuales quien de verdad les interesa es Mel Gibson, o más concretamente Rupert Everett; que son opciones estupendas y respetables, siempre y cuando los que manipulan el canon no pretendan imponernos a los demás su desprecio, o indiferencia, por las tradicionales y apetitosas curvas femeninas, y las borren de la lista dejándonos compuestos y sin novia a los vulgares machistas carnívoros que no sabemos ver, pobres de nosotros, la belleza espiritual que anida tras un paquete de huesos asexuado o andrógino, aunque tenga la cara de Gwyneth Paltrow, y preferimos un par de tetas a dos carretas llenas de etéreas sílfides. Con perdón.

Así va la cosa, y no sólo con las pavas, sino con tíos como castillos que andan vomitando el yogur, bulímicos perdidos, prisioneros todos de esa enfermedad que es mentira que ataque sólo a las niñas pijas y a los majaretas, sino que se extiende por todas partes, propagada por la tele y el cine y la moda; y se contagian las madres que acaban de parir y se ven feas, y los que ahora sustituyen la iglesia por el gimnasio -no sé qué es peor-, y los que van a una tienda joven en busca de una talla 40 y les dicen no, mire, vaya a la sección de morsas adultas. Y así sucede que la señora del súper, ahora que llega el verano, se queje de no vender más que pasteles de espinacas -en septiembre, comenta, vendrán ansiosos por atiborrarse de dulces-; y también ocurre que en estas fechas de ombligos al aire y cuerpos descremados con bífidos poliactivos de los cojones, las radios y la tele y las revistas están llenas de irresponsables dietas de mierda que algunos imbéciles e imbécilas siguen a ojos cerrados, mientras florece, cual setas venenosas, una legión de medicuchos y charlatanes de feria que se forran estafando a la gente con consejos que deberían guardarse para la puta que los parió. Y así conseguimos, entre todos, que la joven adolescente cuyo cuerpo se redondea -lo que es una maravilla y un hermoso regalo de la vida- se avergüence y sufra y se odie a sí misma, y anhele ser como su compañera de pupitre, escuchímizada a base de engañarse, no comer, y echar lo que traga en el cuarto de baño. Y conseguimos que el joven gordete, alegre, monitor voluntario de chavales pobres o de abuelos solitarios, crea que su novia lo ha dejado por cuestión de unos kilos más o menos, y eso le amargue la vida, y lo destroce, y se arruine la salud negándose a comer y volviéndose un perfecto idiota acomplejado e infeliz. Todos esos, fíjense, también son crímenes que dañan, enferman y matan; pero los legisladores, gobiernos y ministerios correspondientes -incluido el de esa cateta de Málaga que no recuerdo ahora cómo se llama- siguen con el bolo colgando, sin poner coto al desmadre con represión del fraude, con información exhaustiva y con ayuda eficaz a los afectados. No es cosa nuestra, dicen. Ignorando que, en lo que a crímenes se refiere, vivimos en un mundo interdependiente donde ya no sirven las coartadas neutrales, el neoliberalismo ni las milongas. Ahora, los que no son víctimas ni asesinos suelen ser cómplices.

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