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Authors: Laurent Gounelle

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No me iré sin decirte adónde voy (11 page)

BOOK: No me iré sin decirte adónde voy
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—Alan —prosiguió—, la libertad está en nosotros mismos. Debe proceder de nosotros. No esperes que venga del exterior.

Sus palabras reverberaron en mi espíritu.

—Es posible —terminé admitiendo.

—¿Sabes?, existen numerosos estudios sobre los supervivientes de los campos de concentración durante la segunda guerra mundial. Uno de ellos ha demostrado lo que casi todos ellos tenían en común: seguir siendo libres en su cabeza. Si no tenían más que un pedacito de pan para comer para ese día, se decían: «Soy libre de comerme este pan cuando quiera. Soy libre de elegir en qué momento voy a tomármelo.» Con ayuda de elecciones que pueden parecer tan irrisorias como ésa, conservaban un sentimiento de libertad. Y parece ser que ese sentimiento de libertad los ayudaba a seguir con vida…

Lo escuché con atención y no pude evitar decirme que, en el lugar de esas pobres gentes, yo habría sentido de manera tan violenta la dominación y el abuso de poder de mis carceleros que nunca habría sido capaz de alcanzar semejante estado mental.

—¿Cómo podría…, bueno…, llegar a ser más libre? —pregunté.

—No hay una receta para ello, ni una sola forma de lograrlo. Un buen medio, sin embargo, es decidirse a hacer durante un cierto tiempo lo que de ordinario evitamos cuidadosamente…

—Verá, tengo la impresión de que todo cuanto me aconseja usted consiste en hacer aquello que no me gusta. ¿Es así como uno evoluciona en la vida?

Estalló en una sonora carcajada. La mujer del perfume embriagador se volvió hacia nosotros.

—Es más complejo que todo eso. Pero cuando, en la vida, evitamos enfrentarnos a todo aquello que tememos, a menudo no nos damos cuenta de que la mayor parte de nuestros miedos son creaciones de nuestro espíritu. La única manera de saber si lo que creemos es erróneo o no es ir a comprobarlo sobre el terreno. Luego a veces es útil enfrentarse a ello, aun a riesgo, en efecto, de sentirse algo violento, para experimentar lo que nos angustia y poder, así, ser conscientes de que tal vez nos hemos equivocado.

—Entonces, ¿qué va a pedirme esta vez para resolver mi problema?

—Veamos… —dijo arrellanándose en su sillón, evidentemente satisfecho de encontrarse en la posición adecuada para formular su sentencia—. Ya que crees, equivocadamente, que la gente no te querrá si no te comportas según sus criterios, ya que sientes la necesidad de responder a la imagen que esperan de ti, vas a jugar a trastornarte…

Tragué saliva al tiempo que sentía que me ardía el rostro.

—¿Trastornarme?

—Sí, vas a optar por lo contrario de lo que sientes que tienes que hacer. Por ejemplo, vas a comenzar por llevar todos los días a la oficina esa revista que tanto te gusta, hasta que estemos seguros de que todo el mundo te ha visto con ella.

Para mi gran desconcierto, se adueñó del
Closer
que había vuelto a dejar del revés sobre la mesa a su llegada.

—Si hago eso, me desnudaré ante todo el mundo.

—¡Ay! ¡Tu imagen, claro…! Ya veo que no eres libre…

—Pero eso traería consecuencias en mi trabajo. Perdería la credibilidad. ¡No puedo hacerlo!

—Olvidas que antes me has dicho que a los directivos de tu empresa no les interesan las personas, que no miran más que sus resultados. Luego pasarán bastante de tus lecturas.

—Pero no puedo hacerlo, me daría… ¡vergüenza!

—No tienes que tener vergüenza de lo que te interesa.

—Pero eso no me interesa. ¡Nunca leo esa revista!

—Sí, lo sé, nadie la lee. Y, sin embargo, venden centenares de miles de ejemplares todas las semanas… ¡Pero te interesa, ya que la tenías en la mano cuando llegué!

—De hecho…, no sé…, era sólo por curiosidad, vaya.

—Pues por eso, tienes derecho a ser curioso, es una cualidad incluso. No debes avergonzarte de ello.

Ya imaginaba la cara de mis compañeros y de mis jefes cuando me viesen con la revista de cotilleos.

—Alan —siguió él—, serás libre el día en que no te preocupes siquiera de saber lo que pueden pensar las personas que te vean con un
Closer
bajo el brazo.

No pude evitar pensar que ese día quedaba lejos, muy lejos…

—No lo veo yo tan claro…

—De hecho, vas a cometer cada día, digamos… tres faltas, tres faltas de urbanidad. Concretamente, quiero que te comportes de manera inapropiada tres veces al día, con respecto a cualquier cosa, incluso cosas pequeñas. Lo que quiero es que te vuelvas imperfecto durante un tiempo, hasta que te des cuenta de que estás todavía vivo, de que eso no cambia nada para ti, y de que tus relaciones con los demás no se han deteriorado. Por último, vas a negarte al menos dos veces al día a lo que los demás te pidan, o bien a contradecir su punto de vista. Lo dejo a tu elección.

Lo miraba en silencio. La falta de entusiasmo que yo debía de mostrar no influía en absoluto en el suyo. Parecía encantado con sus ideas.

—¿Cuándo empiezo?

—¡En seguida! ¡No hay que dejar para más tarde lo que nos puede hacer crecer!

—Muy bien. En ese caso, creo que voy a marcharme sin despedirme de usted, e incluso sin proponerle pagar mi parte de la cuenta.

—¡Perfecto! ¡Es un buen comienzo!

Se lo veía visiblemente satisfecho, pero su mirada maliciosa no me transmitía nada que valiese la pena.

Me levanté y abandoné la mesa.

Ya había cruzado todo el bar y alcanzaba la puerta de la galería cuando me llamó. Su resonante voz rompió el pesado silencio del lugar, y todo el mundo se volvió, para tratar de ver lo que agitaba en la mano.

—¡Alan! ¡Vuelve! ¡Olvidas tu revista!

9

O
dio los lunes por la mañana. Supongo que ese sentimiento debe de ser el más banal y el más extendido del mundo, pero yo tenía una buena razón para ello: era el día de la reunión comercial. Todas las semanas, mis colegas y yo oíamos decir en ella que los objetivos no se habían alcanzado. ¿Qué íbamos a hacer para lograrlo? ¿Qué decisiones íbamos a tomar? ¿Qué acciones íbamos a emprender?

Mi fin de semana había estado preñado de emociones, así como la semana que había seguido a mi entrevista con Dubreuil. Los primeros días me había obligado a calcular mis pequeñas hazañas diarias. Luego, sin embargo, había aprovechado todas las ocasiones que se me presentaban.

Así, había conducido a dos por hora en una calleja con coches detrás, mientras me atormentaban las ganas de apartarme para que pasaran, o de acelerar para no parecer un abuelito al volante. Había hecho un poco de ruido en mi apartamento y obtenido dos llamadas al orden por parte de la señora Blanchard, la vecina de abajo. Le había colgado el teléfono a un comercial que trataba de venderme ventanas. Había ido a la oficina con dos calcetines de colores diferentes. Había comido paté en un pequeño restaurante y le había dicho al camarero que su foie-gras era muy bueno. Finalmente, había tomado a diario mi café en la barra del bar de enfrente a la hora punta, hora en la que todos pretenden cambiar el mundo y proponen soluciones evidentes —¿por qué el gobierno no pensaba entonces en ellas?— a los problemas económicos del país. Y, por supuesto, me había esforzado por estar en desacuerdo más o menos en todo.

Todo aquello había sido muy agotador, aunque una parte de mí comenzaba a sentir un cierto placer por superar mis miedos, y acariciaba la idea de liberarme un día de su abrazo agobiante.

Justo después de que hubo terminado mi primera entrevista de ese lunes con un candidato, me fui pitando a la maldita reunión. Eran las once y cinco; llegaba, por tanto, tarde. Entré en la sala con mi cuaderno de notas en mano y… mi
Closer
bajo el brazo. Los consultores ya estaban sentados detrás de las mesas dispuestas en círculo. Yo era el último en llegar.

Luc Fausteri me dirigió una mirada glacial. A su izquierda, Grégoire Larcher conservó su inalterable sonrisa Profident. Sabía que era siendo positivo como se conseguía lo mejor de la gente. Estoy seguro de que se había blanqueado los dientes: eran tan brillantes que me recordaban a una dentadura postiza. Cuando hablaba, no podía evitar mirarlo a la boca, en vez de a los ojos.

Me senté en un sitio libre. Todos se volvieron hacia mí. Dejé la revista sobre la mesa, el título a la vista; luego evité cruzarme con la mirada de cualquiera de ellos. Me daba demasiada vergüenza…

A mi izquierda, Thomas leía el
Financial Times
con aspecto de iluminado. Mickaél bromeaba con su vecina, que trataba de hojear
La Tribune
mientras se reía por lo bajo de las chorradas que decía su colega.

—Las cifras de la semana son…

A Larcher le gustaba tomar la palabra y dejar luego el final de la frase en suspenso para captar así toda nuestra atención. Se levantó, como para establecer su dominio sobre los asistentes, y prosiguió, siempre muy sonriente:

—Las cifras de la semana son alentadoras. Hemos obtenido un 4 por ciento más de trabajos de selección confiados a la empresa en relación con la semana anterior, y más de un 7 por ciento en relación con la misma semana del pasado año. Sobre ese último indicador, les recuerdo que nuestro objetivo es alcanzar un 11 por ciento más. Por supuesto, los resultados individuales son desiguales, y debo felicitar una vez más a Thomas, que sigue estando a la cabeza del pelotón.

El aludido adoptó un aire relajado y distraídamente satisfecho. Le encantaba vestir el maillot de líder, y en realidad yo sabía que los cumplidos le producían el mismo efecto que un tiro de cocaína.

—Pero tengo una excelente noticia para todos los demás…

La mirada seductora de Larcher barrió el grupo mientras hacía una pausa dramática.

—En primer lugar debo decirles que Luc Fausteri ha trabajado mucho por ustedes —continuó—. Desde hace casi un mes, analiza todos los datos de los que disponemos para intentar comprender de un modo racional por qué algunos de ustedes obtienen mejores resultados que los demás, cuando el método de trabajo es el mismo para todos. Ha atado cabos en todos los sentidos, cruzado cifras, elaborado estadísticas, estudiado los gráficos, y el fruto de sus investigaciones es simple y llanamente genial. Tenemos la solución, y cada uno va a poder beneficiarse de ella a diario. Pero, Luc, por favor, presenta tú mismo tus conclusiones.

Nuestro jefe de área, más serio que nunca, se quedó sentado y tomó la palabra con su voz monótona y fría:

—De hecho, al examinar sus horarios, he advertido una correlación inversa entre la duración relativa media de entrevistas por consultores, observada durante los doce últimos meses, y la media mensual de los resultados comerciales del consultor considerado, corregida de los clientes sondeados convencidos o no por aquél.

La sala guardó silencio por unos segundos, cada uno mirando fijamente a Fausteri con aire interrogativo.

—¿Puede traducir eso al francés? —dijo Mickaél rompiendo a reír.

—¡Es muy simple! —repuso Larcher, retomando la palabra confiada a su subordinado segundos antes—. Son aquellos que se toman más tiempo en sus entrevistas quienes obtienen menos trabajos de selección entre las empresas. Además, es muy lógico, si se piensa en ello: no se puede estar en misa y repicando. Si pasan demasiado tiempo entrevistando a sus candidatos, les queda menos para sondear a las empresas y vender nuestros servicios y, por tanto, sus resultados son peores.

Todos permanecimos en silencio mientras la información calaba en nuestras mentes.

—Un ejemplo —dijo de nuevo Larcher—. Thomas, el mejor de todos, invierte de media una hora y doce minutos en las entrevistas, mientras que Alan, a la cola del pelotón (lo siento, Alan), dedica a ello una media de una hora y cincuenta y siete. ¿Se dan cuenta? ¡Es casi el doble!

Me arrellané en mi asiento mientras miraba con un aire fingidamente relajado la mesa que tenía delante de mí. Pero encima de esa mesa… no había nada más que mi
Closer
. De inmediato sentí sobre mí el peso de las miradas de todos los presentes.

—Sin duda se puede disminuir la duración de nuestras entrevistas —dijo Alice, una joven consultora—, pero de ese modo haremos descender el índice de éxito de las selecciones. Yo tengo siempre presente la garantía que ofrecemos a las empresas. Si el elegido no cumple con el trabajo o lo deja a los seis meses de su contratación, debemos proporcionarles un candidato de reemplazo. Perdóname, Thomas —dijo volviéndose hacia su colega—, pero recuerdo que son precisamente tus clientes quienes más recurren a esa garantía. A mí, en cambio, eso me ocurre muy raramente.

Thomas la miró sin decir nada, con una sonrisita condescendiente.

—No quiero ser el defensor de Thomas, que no lo necesita —dijo Larcher—, pero el coste de la renovación de sus candidatos fallidos es ridículo comparado con las ganancias que reporta.

—Pero ése no es el interés de nuestros clientes —replicó Alice—. Luego tampoco es el nuestro: eso degrada nuestra imagen.

—Y aun así no nos odian, si eso la tranquiliza. Saben bien que no se puede dominar la naturaleza humana. Esto no es una ciencia exacta… Nadie puede estar seguro de elegir al buen candidato.

Todo el mundo se guardó mucho de responder, y la mirada sonriente de Larcher barrió la sala.

Al cabo de un rato, David, el más veterano del equipo, se permitió un comentario:

—Lo que sucede es que nuestro modelo de entrevista es largo, y no podemos hacer nada si nuestros candidatos no tienen siempre espíritu de síntesis. No podemos dejarlos con la palabra en la boca…

—Es ahí donde tengo una buena noticia —dijo Larcher, triunfante—. Luc, infórmanos de tu segunda conclusión.

Fausteri retomó el hilo de su informe. Hablaba sin mirarnos, los ojos sumidos en los papeles.

—Ya les he dicho que la duración media de las entrevistas de Thomas era sensiblemente inferior a la de los consultores menos efectivos comercialmente. Si analizamos con más detalle las cifras, nos muestran que esa media esconde otra diferencia. La duración del cara a cara es muy breve en el caso de los candidatos que no pasarán la selección…

—Dicho de otro modo —cortó Larcher, triunfante—, les basta con pasar menos tiempo con los ineptos y así dispondrán de más para sondear. Abrevien las entrevistas en cuanto se den cuenta de que el candidato en cuestión no se adecúa al puesto. No merece la pena seguir perdiendo el tiempo con él.

Se hizo un silencio incómodo entre los asistentes a la reunión.

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