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Authors: Betty Mahmoody,William Hoffer

No sin mi hija (14 page)

BOOK: No sin mi hija
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¡Cuán extraño resultaba disfrutar con la simple posibilidad de eliminar los gusanos de mi comida! En dos meses, mis prioridades habían cambiado drásticamente. Me di cuenta de que el estilo de vida americano me había mimado hasta convertirme en alguien preocupado por los detalles más nimios. Aquí, todo era diferente. Había aprendido ya que no debía permitir que los detalles de la existencia cotidiana estorbaran otras tareas más importantes. Si había bichos en el arroz, los quitabas y en paz. Si el niño se ensuciaba en la alfombra persa, limpiabas la porquería y a otra cosa. Si tu marido quería salir al parque temprano, salías, y santas pascuas.

Zohreh trajo a Ameh Bozorg en coche de visita. Nos regaló una almohada, lo cual turbó a Moody. Más tarde, Moody me explicó que era costumbre ofrecer un regalo a un invitado cuando éste se marcha. Lo que quería decir, pues, estaba claro. Ameh Bozorg no consideraba nuestra visita a Reza y Essey como algo temporal. Se sentía insultada porque habíamos rechazado su hospitalidad.

No había tiempo para debatir la cuestión. Zohreh rehusó el ofrecimiento de té de Essey, explicando:

—Tenemos prisa por marcharnos, porque voy a llevar a mamá al
hamoom
.

—Ya era hora —murmuró Moody—. Llevamos aquí ocho semanas, y es la primera vez que ella toma un baño.

Aquella noche llamó Zohreh. «Por favor,
Daheejon
, ven —le dijo a Moody—. Mamá está enferma».

Reza anduvo varias manzanas hasta la casa de su hermana Ferree, pidió prestado un coche, y regresó para llevar a Moody, que estaba orgulloso de hacer una visita domiciliaria.

Pero a su regreso aquella noche a última hora, estaba lleno de resentimiento contra su hermana. Exhausta por los rigores del baño, Ameh Bozorg había regresado del
hamoom
y se había ido directamente a la cama, quejándose de dolor de huesos. Dio instrucciones a Zohreh para que mezclara alheña con agua para formar una pasta medicinal, que esparció por su frente y sus manos.

Moody la encontró envuelta en capas de ropa y tapada con mantas para sudar y eliminar los demonios. Le dio una inyección para el dolor.

—No está realmente enferma —gruñó—. Sólo quería hacer un acontecimiento del hecho de tomar un baño.

La amistad que me demostraba Reza resultaba sorprendente. Cuando, tiempo atrás, le había echado a patadas de nuestra casa de Corpus Christi, me soltó algunos epítetos malhumorados. Pero al parecer había olvidado las pasadas tensiones existentes entre nosotros, y —pese a su apoyo a la revolución iraní— conservaba buenos recuerdos de América.

Una noche, Reza trató de dar un toque americano a nuestra vida, trayéndonos una pizza. Mahtob y yo estábamos excitadas y hambrientas, pero nuestro apetito se desvaneció cuando colocaron la pizza delante de nosotras. La base era de
lavash
, el seco pan corriente de Irán. Estaba cubierta con unas cucharadas de salsa de tomate y un poco de salsa boloñesa a base de cordero; no había queso. Tenía un sabor horrible, pero comimos toda la que pudimos, y me sentí verdaderamente agradecida a Reza por aquel gesto.

El sobrino de Moody estaba encantado de su propia generosidad, también, y orgulloso de su sofisticación en lo tocante a la cultura occidental. Después de la cena, hizo una sugerencia que encajaba perfectamente con mis planes: «Quiero que enseñes a Essey a cocinar como los americanos», me dijo.

Enseñar a Essey a cocinar buey o puré de patatas requería largas excursiones de compras, en busca de los escasos ingredientes. Acepté el encargo instantáneamente, antes de que Moody pudiera poner objeciones. En los días que siguieron, Moody se encontró acompañándonos a Essey y a mí en interminables visitas a los mercados iraníes. Permaneciendo en constante alerta, yo procuraba orientarme en la ciudad. Aprendí a tomar taxis «naranja» en vez de los más caros y más difíciles de hallar, taxis con radioteléfono. Un chófer de taxi naranja es alguien que casualmente posee un coche y quiere ganarse unos riales de más circulando a toda velocidad por las calles principales con una docena o más de personas apretujadas en el vehículo. Los taxis naranja circulan por rutas más o menos regulares, como los autobuses.

La presencia de Moody en aquellas excursiones de compras era impropia. Yo confiaba en que poco a poco bajara la guardia y nos permitiera, a Essey y a mí, marchar solas. Quizás hasta permitiese que Mahtob y yo nos aventuráramos solas. Eso podría darme la oportunidad de contactar una vez más con la embajada, para ver si Helen guardaba correo para mí, o si el Departamento de Estado había podido hacer algo para ayudarme.

Moody era perezoso por naturaleza. Yo sabía que si lograba convencerle, poco a poco, de que me estaba adaptando a la vida en Teherán, acabaría por encontrar demasiado aburrido acompañarme a recados de «mujeres».

Sin embargo, a finales de nuestra segunda semana de estancia con Reza y Essey, descubrí que se me estaba agotando el tiempo. Cada día eran más evidentes las señales de que nuestros anfitriones se estaban cansando de nosotros. Maryam era una niña egoísta, incapaz de compartir sus juguetes con Mahtob. Essey trataba de seguir mostrándose hospitalaria, pero se veía claro que nuestra presencia en el atestado domicilio era mal recibida. Reza, por su parte, también trataba de mantener su postura amistosa, pero cuando regresaba de sus largos días de trabajo como contable para el negocio de exportación e importación de Baba Hajji, veía en su cara la frustración que le producía la actitud perezosa de Moody. Se habían vuelto las tornas. En América, él se había sentido muy contento de vivir a costa de la generosidad de Moody. Aquí, no le gustaba la idea de tener que mantener a su
Daheejon
. Su invitación, a fin de cuentas, había sido sólo
taraf
.

A Moody le ofendía la falta de memoria de Reza, pero en vez de confiar demasiado en el prestigio de su posición en la familia, decidió retirarse. «No podemos quedarnos aquí —me dijo—. Vinimos sólo para un breve tiempo, para que te sintieras mejor. Hemos de regresar. No podemos herir los sentimientos de mi hermana».

Sentí un estremecimiento de pánico. Le supliqué a Moody que no me devolviera a la prisión de la horrible, horrible, casa de Ameh Bozorg, pero él se mostró inflexible. Mahtob se mostró tan trastornada como yo ante aquellas noticias. Aunque ella y Maryam se peleaban constantemente, prefería sin duda esta casa. En el baño, juntas, aquella noche, pedimos a Dios que interviniera.

Y lo hizo. No sé si Moody, al ver nuestra tristeza, se habría decidido a hablarles el primero, pero lo cierto es que Mammal y Nasserine bajaron para proponernos nuevos planes. Quedé sorprendida al comprobar que Nasserine hablaba el inglés fluidamente… un secreto que ella me había guardado hasta entonces celosamente.

—Mammal tiene que trabajar todo el día, y yo voy a la universidad por la tarde —explicó—. Necesitamos a alguien que cuide del bebé.

Mahtob soltó un chillido de alegría. El pequeñín de Nasserine, Amir, era un niño espabilado, inteligente, y a Mahtob le encantaba jugar con él. Lo que es más, llevaba pañales.

Lo cierto es que, en América, yo había sentido más antipatía por Mammal que por el propio Reza; y, por su parte, Nasserine me había despreciado durante toda mi estancia en Irán. No obstante, la oportunidad de trasladarme a su apartamento, en el piso de arriba, era absolutamente preferible a la de regresar a casa de Ameh Bozorg… Y esta oferta no era
taraf
. Deseaban y necesitaban que viviéramos con ellos. Moody aceptó el traslado, pero me advirtió una vez más que era sólo temporal. A no tardar, tendríamos que regresar a casa de su hermana.

Habíamos traído sólo algunas cositas con nosotros, de modo que la tarea de empaquetar y mudarnos inmediatamente fue sencilla.

Mientras acarreábamos nuestras pertenencias al piso, descubrimos que Nasserine agitaba un difusor lleno de malolientes semillas negras que ardían sobre la cabeza de su hijo, con el fin de alejar al diablo antes de ir a dormir por la noche. Pensé que un cuento y un vaso de leche caliente serían más apropiados, pero sujeté la lengua.

Mammal y Nasserine, hospitalarios, nos ofrecieron su habitación, dado que ellos dormían tan cómodamente en el suelo de otra habitación como en su doble cama. De hecho, demostraban un desprecio total por los muebles. En su comedor había una larga mesa con media docena de sillas. En el cuarto de estar había muebles de terciopelo verdes, confortables, modernos, pero ellos ignoraban estas reliquias del período occidentalizante del sha, manteniendo cerradas las puertas de dichas habitaciones, y prefiriendo comer y conversar en el suelo de su sala formal, que estaba adornada con alfombras persas, un teléfono, un televisor fabricado en Alemania… y nada más.

Nasserine mantenía la casa más limpia que Essey, pero pronto me di cuenta de que era una cocinera atroz: no sabía ni se preocupaba mucho por la higiene, la nutrición o el buen sabor. Cuando compraba un trozo de cordero o era lo bastante afortunada para obtener un pollo, simplemente lo envolvía —completo, con plumas y entrañas— en trozos de papel de periódico y lo metía en el congelador. La misma carne era descongelada una y otra vez hasta que se terminaba. Su provisión de arroz era la más sucia que había visto, y estaba contaminada no sólo por diminutos bichos negros, sino también por asquerosos gusanos blancos que se retorcían. Y no se preocupaba de lavarlo antes de cocerlo.

Afortunadamente, el trabajo de la cocina recayó pronto sobre mí. Mammal exigía comida iraní, pero al menos podía asegurarme de que estaba limpia.

Finalmente, tenía algo en que ocuparme. Mientras Nasserine estaba fuera, en sus clases, yo hacía el trabajo de la casa: limpiar el polvo, barrer, fregar y restregar. Mammal era miembro de la junta de directores de una compañía farmacéutica iraní, y esto, descubrí, le daba acceso a artículos raros. En la alacena de Nasserine había almacenadas delicias tales como guantes de goma, una docena de botellas de champú líquido, y las que debían de ser más de un centenar de cajas de algo tan imposible de encontrar como detergente para la limpieza.

Nasserine se quedó asombrada al saber que las paredes se podían lavar y que su color era inicialmente blanco en vez de gris. Estaba encantada con su nueva doncella, porque ello le dejaba tiempo libre no sólo para estudiar, sino para más horas de plegaria y de lectura del Corán. Mucho más devota que Essey, permanecía completamente tapada con el
chador
incluso en la intimidad de su hogar.

Durante los primeros días, Mahtob jugaba alegremente con Amir mientras yo cocinaba y fregaba y Moody pasaba su tiempo sin hacer nada. En un sentido relativo, estábamos contentos. Moody ya no hablaba de volver con Ameh Bozorg.

Los iraníes encuentran todas las maneras posibles de complicarse la vida. Por ejemplo, un día Moody me llevó a comprar azúcar, y este simple recado se convirtió en una jornada entera de trabajo. Los iraníes están divididos en cuanto a sus preferencias por el tipo de azúcar que usan en su té. Ameh Bozorg prefería azúcar molido que derramaba generosamente en el suelo. Mammal era partidario de ponerse un terrón directamente sobre la lengua, detrás de los dientes delanteros y beber el té a través de él.

Mammal le entregó a Moody cupones de racionamiento que nos permitían comprar azúcar de las dos variedades para varios meses. El tendero comprobó los cupones y luego le sirvió algunos kilos de azúcar molido de un montón que había en el suelo, en una directa invitación a los gusanos. Después, con un martillo, cortó un pedazo de un gran trozo de azúcar.

En casa, tuve que moldear «terrones» con él, aporreándolo primero hasta convertirlo en pequeños trocitos y luego cortando los cubos con un instrumento parecido a un alicate que me levantó ampollas en las manos.

Tareas así fueron llenando los espantosos días de octubre de 1984, pero podía observar cierto progreso. Moody, poco a poco, iba relajando su vigilancia. Sabía perfectamente que yo era mucho mejor cocinera que cualquier mujer iraní, y que tenía que buscar cuidadosamente en los mercados locales para encontrar las carnes, las frutas, las verduras y el pan más frescos. Abrigando a Mahtob y Amir para protegerlos del frío aire otoñal, emprendíamos cada mañana el largo viaje hacia las diversas tiendas.

Descubrí una combinación de hamburguesería y pizzería en que, como yo era americana, accedieron a venderme un par de kilos de aquel extraño queso iraní que parecía
mozzarella
, el queso blanco italiano. Usándolo, podía crear una imitación bastante buena de una pizza al estilo americano. El dueño de aquella tienda, Pol Pizza Shop, me dijo que me vendería el queso cuando quisiera… pero sólo a mí. Era la primera vez que mi nacionalidad representaba una ventaja para mí.

En estas primeras excursiones, Moody venía conmigo, vigilándome estrechamente, pero yo estaba encantada al notar signos de aburrimiento en él.

En una ocasión, permitió que Nasserine me llevara a comprar hilo para hacer un suéter a Mahtob. Anduvimos toda la mañana buscando agujas de hacer media, sin éxito. «Hay que tener suerte para encontrarlas —me dijo Nasserine—. Pero no tengo inconveniente en que uses las mías».

Poco a poco, sin ansiedad, fui induciendo en Moody la idea que era pesado e inútil acompañar a una mujer a sus recados. Así, me aseguraba de que siempre me faltara algún ingrediente necesario o algún utensilio, justo cuando me disponía a hacer la cena. «Necesito unas pocas judías ahora mismo», decía. O queso, o pan, o incluso catchup, que a los iraníes les encanta.

Durante unos días, por alguna razón desconocida, Moody estuvo más hosco e inquietante que de costumbre, pero debía de suponer que me tenía efectivamente acorralada. Un día evidentemente preocupado por sus propios asuntos, se quejó de que no tenía tiempo de acompañarme al mercado. «Ve tú misma al recado», me dijo. Esto, sin embargo, suscitaba otro problema. Él no deseaba que yo tuviera dinero propio, porque el dinero proporcionaba al menos una libertad limitada (aún no sabía nada de mi tesoro privado). De modo que impartió sus instrucciones: «Primero, ve a averiguar el precio. Luego vuelve, y te daré el dinero para que yayas a buscarlo».

Era una tarea difícil, pero estaba dispuesta a efectuarla. Todas las mercancías eran vendidas por kilos, y el sistema de medidas era para mí tan inescrutable como el parsi. Al principio tomé lápiz y papel e hice que el dependiente me escribiera el precio. Poco a poco fui aprendiendo a leer los números persas.

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