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Authors: Ken Follett

Tags: #Belica, Intriga

Noche sobre las aguas (17 page)

BOOK: Noche sobre las aguas
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—Intento coger el
clipper
de la Pan American.

—Qué curioso. Yo también.

Recobró de nuevo las esperanzas.

—Dios mío. ¿Se dirige a Foynes?

—Sí. —El aspecto del hombre era sombrío—. Persigo a mi mujer.

A pesar de su excitación, comprendió que se trataba de una declaración muy extraña; semejante confesión revelaba que el hombre era muy débil, o muy seguro de sí mismo.

Nancy miró al avión. Al parecer, tenía dos cabinas, una detrás de la otra.

—¿El avión es de dos plazas? —preguntó, ansiosa. El hombre la miró de arriba abajo.

—Sí. Dos plazas.

—Lléveme con usted, por favor.

El hombre vaciló, y después se encogió de hombros.

—¿Por qué no?

Nancy estuvo a punto de desmayarse de alivio.

—Gracias, Dios mío —exclamó—. Le estoy muy agradecida.

—Olvídelo. —El hombre extendió una mano enorme—. Mervyn Lovesey. Encantado de conocerla.

Se estrecharon las manos.

—Nancy Lenehan. Es un placer.

Eddie se dio cuenta por fin de que necesitaba hablar con alguien.

Tenía que ser alguien de su plena confianza; alguien a quien pudiera confiar lo sucedido.

La única persona con la que hablaba de este tipo de cosas era Carol-Ann. Era su confidente. Ni siquiera hablaba de ciertos temas con papá, cuando éste estaba vivo; no le gustaba mostrarse débil ante su padre. ¿Podía confiar en alguien?

Pensó en el capitán Baker. Marvin Baker era el tipo de piloto que gustaba a los pasajeros: apuesto, de mandíbula cuadrada, seguro y confiado. Eddie le respetaba y apreciaba, pero Baker sólo debía lealtad al avión y a los pasajeros, y era muy estricto en el cumplimiento de las normas. Insistiría en que se dirigiera de inmediato a la policía. No le servía.

¿Alguien más?

Sí. Steve Appleby.

Steve era hijo de un leñador de Oregón, un chico alto, de músculos duros como el acero, criado en el seno de una familia católica y muy pobre. Se habían conocido cuando eran guardiamarinas en Annapolis. Habían entablado amistad el primer día, en el inmenso comedor pintado de blanco. Mientras los demás novatos protestaban del rancho, Eddie limpió su plato. Levantó la vista y reparó en otro cadete cuya pobreza le hacía pensar que la comida era excelente: Steve. Sus ojos se encontraron y se entendieron a la perfección.

Su amistad prosiguió cuando salieron de la academia, pues ambos fueron destinados a Pearl Harbor. Cuando Steve se casó con Nella, Eddie fue el padrino, y Steve intercambió papeles con Eddie el año anterior. Steve continuaba en la Marina, destinado en el astillero de Portsmouth (New Hampshire). Ahora se veían con menos frecuencia, pero no importaba, porque su amistad era de aquellas que sobreviven a largos períodos sin contacto. No se escribían, a menos que tuvieran algo importante de contar. Cuando coincidían en Nueva York cenaban, iban a bailar y compartían una estrecha amistad, como si se hubieran visto por ultima vez el día antes. Eddie habría confiado su alma a Steve.

Steve era muy habilidoso. Conseguía lo que los demás no podían: un pase de fin de semana, una botella de licor, un par de entradas para un partido importante…

Eddie decidió que intentaría ponerse en contacto con él.

Se sintió un poco mejor después de haber tomado algo parecido a una decisión. Entró corriendo en el hotel.

Se dirigió a la pequeña oficina y dio el número de la base naval a la propietaria del hotel. Después subió a su habitación. La mujer vendría a buscarle cuando consiguiera la comunicación.

Se quitó el mono. No quería que le interrumpieran en mitad del baño, de modo que se lavó la cara y las manos en el dormitorio, vistiéndose a continuación con una camisa blanca y los pantalones del uniforme. La rutina le calmó un poco, pero estaba muy impaciente. No sabía lo que Steve diría, pero compartir el problema constituiría un alivio.

Se estaba anudando la corbata cuando la propietaria llamó a la puerta. Eddie bajó corriendo la escalera y descolgó el teléfono. Le habían conectado con la operadora de la base.

—Póngame con Steve Appleby, por favor —dijo.

—El teniente Appleby no puede ponerse al teléfono en este momento —contestó la mujer. El corazón le dio un vuelco a Eddie—. ¿Quiere que le dé el recado?

Eddie se sentía amargamente decepcionado. Sabía que Steve no podría agitar una varita mágica y rescatar a Carol-Ann, pero al menos habrían hablado, y tal vez habría surgido alguna idea.

—Señorita, es una emergencia. ¿Dónde diablos está?

—¿Puede decirme quién le llama, señor?

—Soy Eddie Deakin.

La operadora abandonó al instante su tono formal.

—¡Hola, Eddie! Fuiste su padrino de bodas, ¿verdad? Soy Laura Gross. Nos conocemos. —Bajó la voz como una conspiradora—. Steve no ha pasado la noche en la base, extraoficialmente.

Eddie gruñó para sí. Steve estaba haciendo algo que no debía… en el momento menos apropiado.

—¿Cuándo volverá?

—Tenía que haber regresado antes de amanecer, pero aún no ha dado señales de vida.

Peor aún. Steve no sólo se hallaba ausente, sino que tal vez se había metido en algún lío.

—Puedo pasarte con Nella —dijo la operadora—. Está en la oficina.

—Vale, gracias.

No iba a confesar sus problemas a Nella, desde luego, pero quizá averiguaría algo más sobre el paradero de Steve. Dio pataditas en el suelo, nervioso, mientras aguardaba la conexión. Recreó en su mente a Nella: era una muchacha afectuosa de rostro redondo y pelo largo rizado.

Por fin, escuchó su voz.

—¿Diga?

—Nella, soy Eddie Deakin.

—Hola, Eddie. ¿Dónde estás?

—Llamo desde Inglaterra, Nella. ¿Dónde está Steve?

—¡Desde Inglaterra! ¡Santo Dios! Steve está, hummm, ilocalizable ahora. ¿Pasa algo? —preguntó, en tono preocupado.

—Sí. ¿Cuándo crees que volverá Steve?

—En el curso de la mañana, tal vez dentro de una hora o así. Eddie, pareces muy nervioso. ¿Qué pasa? ¿Tienes algún problema?

—Dile a Eddie que me llame aquí, si llega a tiempo. Le dio el número de teléfono del Langdown Lawn. Ella lo repitió.

—Eddie, ¿quieres hacer el favor de contarme qué ocurre?

—No puedo. Dile que me llame. Me quedaré aquí otra hora. Después, he de volver al avión… Hoy regresamos a Nueva York.

—Lo que tú digas —dijo Nella, vacilante—. ¿Cómo está Carol-Ann?

—He de irme. Adiós, Nella.

Colgó sin esperar la respuesta. Sabía que se había comportado con rudeza, pero estaba demasiado preocupado para que le importara. Se sentía a punto de estallar.

Como no sabía que hacer, subió la escalera y regresó a su cuarto. Dejó la puerta entreabierta, para oír el timbre del teléfono del vestíbulo, y se sentó en el borde de la cama individual. Tenía ganas de llorar, por primera vez desde que era niño. Sepultó la cabeza entre sus manos.

—¿Qué voy a hacer?

Recordó el secuestro de Lindbergh. Se publicó en todos los periódicos cuando estaba en Annapolis, siete años antes. Habían asesinado a su hijo.

—Oh, Dios mío, salva a Carol-Ann —rezó.

Ya no solía rezar. Los rezos nunca habían servido de nada a sus padres. Sólo creía en sí mismo. Meneó la cabeza. No era el momento de acudir a la religión. Tenía que pensar y hacer algo.

La gente que había secuestrado a Carol-Ann quería que Eddie subiera al avión, eso estaba claro. Tal vez era motivo suficiente para no hacerlo, pero en este caso no se encontraría con Tom Luther ni averiguaría qué querían de él. Quizá pudiera frustrar sus planes, pero perdería hasta la más ínfima posibilidad de lograr el control de la situación.

Se levantó y abrió su maletín. Sólo podía pensar en Carol-Ann, pero guardó como una autómata los útiles de afeitar, el pijama y la ropa sucia. Se peinó y guardó los cepillos.

El teléfono sonó cuando iba a sentarse otra vez.

Salió de la habitación en dos zancadas. Bajó la escalera como un rayo, pero alguien llegó al teléfono antes que él. Cruzó el vestíbulo y oyó la voz de la propietaria.

—¿El cuatro de octubre? Voy a ver si quedan plazas libres.

Volvió sobre sus pasos, cabizbajo. Se dijo que Steve tampoco podría hacer nada. Nadie podía ayudarle. Alguien había raptado a Carol-Ann, y Eddie iba a obedecer sus órdenes para recuperarla. Nadie le sacaría del apuro en que se encontraba.

Entristecido, recordó que se habían peleado la última vez que la vio. Nunca se lo perdonaría. Deseó con todo su corazón haberse mordido la lengua. ¿De qué mierda habían discutido? Juró que nunca más se pelearía con ella, si conseguía rescatarla con vida.

¿Por qué sonaba ese jodido teléfono?

Llamaron a la puerta y entró Mickey, vestido con el uniforme de vuelo y cargando la maleta.

—¿Preparado para marcharnos? dijo en tono jovial. El pánico se apoderó de Eddie.

—¿Ya es hora?

—¡Claro!

—Mierda,..

—¿Qué pasa, tanto te gusta esto? ¿Quieres quedarte a luchar contra los alemanes?

Eddie tenía que concederle unos minutos más a Steve.

—Ve pasando —dijo a Mickey—. Enseguida te alcanzo.

Mickey pareció herirle un poco que Eddie no quisiera acompañarle. Se encogió de hombros.

—Hasta luego —dijo, y se marchó.

¿Dónde cojones estaba Steve Appleby?

Siguió, sentado durante quince minutos, con la vista clavada en el papel pintado.

Por fin, cogió su maleta y bajó la escalera poco a poco, mirando el teléfono como si fuera una serpiente venenosa dispuesta a atacar. Se detuvo en el vestíbulo, esperando que sonara.

El capitán Baker bajó y miró a Eddie, sorprendido. —Vas a llegar tarde —dijo—. Será mejor que vengas conmigo en taxi.

El capitán poseía el privilegio de ir en taxi hasta el hangar.

—Estoy esperando una llamada —contestó Eddie. El capitán frunció levemente el entrecejo.

—Bien, pues ya no puedes esperar más. ¡Vámonos!

Eddie no se movió durante un momento. Después, comprendió la estupidez de la situación. Steve no iba a llamar, y Eddie debía estar en el avión si quería hacer algo. Se obligó a coger la maleta y a salir por la puerta.

Entraron en el taxi que les estaba esperando.

Eddie se dio cuenta de que casi había incurrido en insubordinación. No quería ofender a Baker, que era un buen capitán y siempre trataba a Eddie con suma corrección.

—Lo siento —se disculpó—. Esperaba una llamada de Estados Unidos.

El capitán sonrió, con semblante risueño.

—¡Coño, pero si llegaremos mañana!

—Tiene razón —contestó Eddie, sombrío.

Estaba solo.

SEGUNDA PARTE
De Southampton a Foynes
6

Mientras el tren rodaba hacia el sur atravesando los bosques de pinos de Surrey en dirección a Southampton, Elizabeth, la hermana de Margaret Oxenford, hizo un anuncio sorprendente.

La familia Oxenford viajaba en un vagón especial reservado para los pasajeros del
clipper
. Margaret se encontraba de pie al final del vagón, sola, mirando por la ventana. Su estado de ánimo oscilaba entre la desesperación más absoluta y una creciente excitación. Se sentía irritada y mezquina por abandonar su país en una hora de crisis, pero la perspectiva de volar a Estados Unidos no dejaba de emocionarla.

Su hermana Elizabeth se apartó del grupo familiar y caminó hacia ella con semblante grave.

—Te quiero, Margaret —dijo, tras un breve instante de vacilación.

Margaret se conmovió. Durante los últimos años, desde que habían alcanzado la edad necesaria para entender la batalla ideológica desencadenada en el mundo, habían abrazado puntos de vista diametralmente opuestos, y ello las había alejado. Sin embargo, echaba de menos la intimidad con su hermana, y el alejamiento la entristecía. Sería maravilloso volver a ser amigas.

—Yo también te quiero —dijo, abrazando a Elizabeth.

—No voy a ir a Estados Unidos —dijo Elizabeth, al cabo de un momento.

Margaret jadeó, estupefacta.

¿Cómo es posible?

—Voy a decirles a papá y mamá que no voy. Tengo veintiún años… No pueden obligarme.

Margaret no estaba tan segura, pero apartó el tema de momento; había otras preguntas mucho más acuciantes.

—¿A dónde irás?

—A Alemania.

—¡Nooooo! —exclamó Margaret, horrorizada— ¡Te mataran!

Elizabeth le dirigió una mirada desafiante.

—Los socialistas no son los únicos que desean morir por una causa, créeme.

—¡Vas a luchar por el nazismo!

—No sólo por el fascismo— repuso Elizabeth, con un extraño brillo en sus ojos—, sino por toda la raza blanca, que está en peligro de ser engullida por los negros y los mestizos. Es por la raza humana.

Una oleada de irritación invadió a Margaret. ¡No sólo iba a perder una hermana, sino que la iba a perder por culpa de una causa perversa! Sin embargo, no quería enzarzarse en una discusión política; estaba mucho más preocupada por la seguridad de su hermana.

—¿De qué vas a vivir?

—Tengo dinero.

Margaret recordó que ambas habían heredado una cantidad de su abuelo a los veintiún años. No era excesiva, pero suficiente para vivir una temporada.

Otra idea acudió a su mente.

—Tu equipaje ya ha sido enviado a Nueva York.

—Aquellas maletas estaban llenas de manteles viejos. Preparé otras maletas y las envié el lunes.

Margaret estaba asombrada. Elizabeth lo había planeado todo a la perfección y en el mayor secreto. Reflexionó con amargura en la precipitación de su intento de fuga. Mientras yo me hacía mala sangre y rechazaba la comida, pensó, Elizabeth encargaba su pasaje y enviaba su equipaje por anticipado. Claro que Elizabeth se había, mostrado a la altura de sus veintiún años y Margaret no, pero lo fundamental residía en la cuidadosa planificación y la fría ejecución. Margaret se sentía avergonzada de que su hermana, tan estúpida y equivocada en lo referente a política, se hubiera comportado con tanta inteligencia.

De pronto, comprendió de que echaría de menos a Elizabeth. Aunque que ya no eran grandes amigas, Elizabeth siempre estaba a mano. Casi siempre discutían, se peleaban y hacían burla de sus mutuas ideas, pero Margaret también iba a echar de menos esa rutina. Aún se consolaban en los momentos de aflicción. Las reglas de Elizabeth solían ser dolorosas, y Margaret la acostaba y le llevaba una taza de chocolate caliente y la revista
Picture Post
. Elizabeth había lamentado profundamente la muerte de Ian, aunque no le veía con buenos ojos, y había confortado a Margaret.

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