Lord Oxenford pidió otro whisky. Era un hombre sediento, como decían los irlandeses. Su esposa estaba pálida y silenciosa. Tenía un libro sobre el regazo, pero no pasaba las páginas. Parecía deprimida.
El joven Percy se marchó a charlar con los tripulantes que estaban de descanso y Margaret se sentó al lado de Harry.
Este captó su perfume y lo identificó como «Tosca». Margaret se había quitado la chaqueta, y Harry observó que había heredado la figura de su madre: era muy alta, de hombros cuadrados, busto abundante y largas piernas. Su ropa, de buena calidad pero sencilla, no le hacía justicia. Harry la imaginó ataviada con un vestido de noche largo muy escotado, cabello rojo recogido y el largo cuello blanco enmarcado pendientes de esmeraldas talladas por Louis Cartier en período indio… Estaría deslumbrante. Resultaba obvio ella no se veía así. Ser una aristócrata acaudalada la molestaba; por eso vestía como la mujer de un vicario.
Era una chica formidable, y Harry estaba un poco intimidado, pero adivinaba su punto vulnerable, que le parecía encantador. Por más encantadora que sea, Harry, recuerda que es un peligro para ti y que necesitas cultivar su amistad. Le preguntó si ya había volado en alguna ocasión anterior
—Sólo a París, con mamá —respondió ella.
Sólo a París, con mamá, meditó Harry, admirado. Su madre jamás iría a París o volaría en avión.
—¿Cómo se siente uno al disfrutar de un privilegio tan grande? —preguntó Harry.
—Odiaba aquellos viajes a París. Tenía que tomar el té con aburridos ingleses, cuando lo que me apetecía en realidadera ir a restaurantes llenos de humo donde tocaban orquestas de jazz.
—Mi madre solía llevarme a Margate. Yo chapoteaba en el mar, y comíamos helados y pescado con patatas fritas.
Recordó de repente que no debía hablar de estas cosas y una oleada de pánico le invadió. Debería farfullar vaguedades sobre un internado y una lejana casa de campo, como siempre que se veía forzado a hablar de su infancia con chicas de la alta sociedad, pero Margaret conocía su secreto: el zumbido de los motores impedía que nadie más escuchara sus palabras. En cualquier caso, cuando se sorprendió diciendo la verdad, se sintió como si, tras haberse lanzado desde el avión, estuviera aguardando a que el paracaídas se abriera.
—Nosotros nunca hemos ido a la playa —dijo Margaret con tristeza—. Sólo la gente vulgar va a bañarse al mar. Mi hermana y yo envidiábamos a los niños pobres. Podían hacer lo que les apetecía.
Harry apreció la ironía de la situación. Aquí tenía una prueba más de que había nacido afortunado: los niños ricos, que circulaban en enormes coches negros, llevaban chaquetas con cuello de terciopelo y comían carne cada día, habían envidiado su libertad y su pescado con patatas fritas.
—Me acuerdo de los olores —prosiguió Margaret—. El olor de una pastelería a la hora de comer, el olor de la maquinaria engrasada cuando pasas cerca de una feria ambulante, el acogedor olor a cerveza y tabaco que se nota al abrirse la puerta de una taberna en una noche de invierno. La gente siempre parecía divertirse en esos sitios. Nunca he entrado en una taberna.
—No se ha perdido gran cosa —dijo Harry, a quien no le gustaban las tabernas—. En el Ritz se come mejor.
—Cada uno prefiere la forma de vida del otro —observó Margaret.
—Pero yo he probado las dos —puntualizó Harry—. Sé cuál es la mejor.
La joven meditó durante unos instantes.
—¿Qué espera lograr en la vida? —preguntó de repente.
Era una pregunta muy peculiar.
—Divertirme.
—No, en serio.
—¿Qué quiere decir «en serio»?
—Todo el mundo quiere divertirse. ¿Qué vas a hacer?
—Lo que hago ahora.
Harry, guiado por un impulso, decidió revelarle algo que nunca había contado a nadie.
—¿Has leído El ladrón aficionado, de Hornung? —Margaret negó con la cabeza—. Va de un ladrón de guante blanco que fuma cigarrillos turcos, viste prendas exquisitas, consigue que le inviten a casas y roba las joyas de los propietarios. Yo quiero ser como él.
—No digas tonterías, por favor —repicó ella con brusquedad.
Harry se sintió un poco herido. Margaret era brutalmente directa cuando pensaba que alguien decía estupideces. Sólo que esto no eran estupideces, sino el sueño de su vida. Ahora que le había abierto su corazón, experimentaba la necesidad de convencerla de que estaba diciendo la verdad.
—No son tonterías —contestó.
—No puedes pasarte la vida robando. Acabarás envejeciendo en la cárcel. Hasta Robbin Hood se casó y se estableció al final. ¿Qué es lo que realmente te gusta?
Harry, en circunstancias normales, habría respondido a esta pregunta con una lista de delicatessen: un piso, un coche, chicas, fiestas, trajes de Savile Row y joyas hermosas. Sin embargo, sabía que ella se burlaría. Lamentaba su actitud, pero también era cierto que sus ambiciones no eran tan materialistas y, ante su sorpresa, se descubrió confesándole cosas que jamás había admitido.
—Me gustaría vivir en una gran casa de campo con las paredes cubiertas de hiedra —dijo.
Calló. De pronto, las emociones le dominaban. Se sintió turbado, pero, por algún motivo que desconocía, tenía muchas ganas de contarle todo esto.
—Una casa en el campo con pista de tenis, caballerizas y rododendros bordeando el camino particular —prosiguió. La recreó en su mente, y se le antojó el lugar más seguro y cómodo del mundo—. Me gustaría pasear por los jardines con botas marrones y un traje de
tweed
, hablando con los jardineros y los mozos de cuadra, y todos pensarían que yo era un auténtico caballero. Invertiría todo mi dinero en negocios sólidos como una roca y nunca gastaría ni la mitad de la renta. Al llegar el verano, celebraría fiestas en los jardines, con fresas y nata. Y tendría cinco hijas tan bonitas como su madre.
—¡Cinco! —rió Margaret—. ¡Será mejor que te cases con una mujer fuerte! —De repente, se puso seria—. Es un sueño precioso —dijo—. Espero que se convierta en realidad.
Harry se sentía muy cercano a ella, como si pudiera pedirle cualquier cosa.
—¿Y tú? —preguntó—. ¿También tienes un sueño?
—Quiero participar en la guerra. Voy a alistarme en el STA.
Aún sonaba extraño que las mujeres se alistasen en el ejército, pero a estas alturas ya era moneda corriente.
—¿Qué harías?
—Conducir. Necesitan mujeres para entregar mensajes y conducir ambulancias.
—Será peligroso.
—Lo sé, pero no me importa. Quiero participar en la lucha. Es nuestra última oportunidad de detener el fascismo.
Apretó la mandíbula, y un brillo indómito apareció en sus ojos. Harry pensó que era terriblemente valiente.
—Pareces muy decidida.
—Tenía un… amigo al que los fascistas mataron en España, y quiero terminar el trabajo que él empezó.
Su expresión reflejaba tristeza.
—¿Le amabas? —preguntó Harry, guiado por un impulso. Margaret asintió con la cabeza.
Harry advirtió que estaba a punto de llorar. Acarició su brazo, a modo de consuelo.
—¿Aún le amas?
—Siempre le querré un poco. —La voz de la joven se redujo a un susurro—. Se llamaba Ian.
Harry sintió un nudo en la garganta. Deseó estrecharla en sus brazos y consolarla, y lo hubiera hecho de no ser por la presencia de su padre que, sentado al final del compartimento, bebía whisky y leía el Times. Tuvo que contentarse con apretarle discretamente la mano. Ella le dedicó una sonrisa de gratitud, como si comprendiera.
—La cena está servida, señor Vandenpost —anunció el mozo.
Harry se sorprendió de que ya fuesen las seis. Lamentó interrumpir su conversación con Margaret.
Ella leyó su mente.
—Tendremos mucho tiempo para hablar —dijo—. Pasaremos juntos las próximas veinticuatro horas.
—Cierto. —Harry sonrió y volvió a acariciarle la mano—. Hasta luego —murmuró.
Recordó que había empezado a cultivar su amistad a fin de manipularla. Había terminado contándole todos sus secretos. Margaret tenía una manera de dar al traste con sus planes que le preocupaba. Lo peor era que le gustaba.
Entró en el siguiente compartimento. Se sorprendió un poco al ver que lo habían transformado por completo; en lugar de un salón, ahora era un comedor. Había tres mesas de cuatro comensales, y dos más pequeñas auxiliares. Tenía todo el aspecto de un buen restaurante, con manteles y servilletas de hilo y vajilla de porcelana color hueso, adornada con el símbolo azul de la Pan American. Observó que el dibujo reproducido en el papel pintado de esta zona era un mapamundi y el mismo símbolo alado de la Pan American.
El mozo le indicó que tomara asiento frente a un hombre bajo y robusto, vestido con un traje gris claro que Harry le envidió. La aguja de corbata tenía una perla auténtica de buen tamaño. Harry se presentó.
—Tom Luther —dijo el hombre, estrechándole la mano. Harry observó que sus gemelos hacían juego con la aguja. Un hombre que gastaba dinero en joyas.
Harry se sentó y desdobló la servilleta. El acento de Luther era norteamericano, aunque matizado por cierta entonación europea.
—¿De dónde eres, Tom? —preguntó Harry.
—De Providence, Rhode Island. ¿Y tú?
—De Filadelfia. —Harry tenía una necesidad extrema de saber dónde estaba Filadelfia—. Pero he vivido un poco en todas partes. Mi padre se dedicaba a los seguros.
Luther asintió con cortesía, pero sin demostrar mucho interés, lo cual complació a Harry. No deseaba que le hicieran preguntas sobre sus orígenes; era demasiado fácil cometer un desliz.
Los dos tripulantes llegaron y se presentaron. Eddie Deakin, el mecánico, era un tipo ancho de pecho y cabello color arena, de rostro agradable. Harry intuyó que le habría gustado desanudarse la corbata y quitarse la chaqueta del uniforme. Jack Ashford, el navegante, tenía el cabello oscuro, la barbilla caída, un hombre preciso y metódico que daba la impresión de haber nacido con el uniforme.
En cuanto se sentaron, Harry notó que una corriente de hostilidad se establecía entre Eddie y Luther. Muy interesante.
La cena empezó con un cóctel de gambas. Los dos tripulantes bebieron café. Harry pidió una copa de vino blanco seco y Tom Luther ordenó un martini.
Harry todavía pensaba en Margaret Oxenford y en el novio que había muerto en España. Miró por la ventana, preguntándose hasta qué punto continuaba enamorada del muchacho. Un año era mucho tiempo, sobre todo a su edad.
—Hasta el momento, el tiempo está a nuestro favor —comentó Jack Ashford, siguiendo la dirección de su mirada. Harry observó que el cielo estaba despejado y que el sol brillaba sobre las alas.
—¿Cómo suele ser? —preguntó.
—A veces, llueve sin parar desde Irlanda a Terranova —contestó Jack—. Tenemos granizo, nieve, hielo, truenos y rayos.
Harry recordó algo que había leído.
—¿No es peligroso el hielo?
—Planeamos nuestra ruta con la idea de evitar temperaturas bajo cero. En cualquier caso, el avión va equipado con botas de goma anticongelantes.
—¿Botas?
—Simples protectores de goma que recubren las alas la cola en los puntos propensos a helarse.
—¿Cuál es la predicción para el resto del viaje? Jack vaciló un momento, y Harry comprendió que se arrepentía de haber mencionado el tiempo.
—Hay una tempestad en el Atlántico —dijo.
—¿Fuerte?
—En el centro es fuerte, pero nos limitaremos a rozarla; espero.
No parecía muy convencido.
—¿Qué se nota en una tempestad? —preguntó Tom Luther. Sonreía, enseñando los dientes, pero Harry leyó el miedo en sus ojos azules.
—Se mueve un poco —dijo Jack.
No dio más explicaciones, pero Eddie, el mecánico, respondió a la pregunta de Tom Luther.
—Es como intentar cabalgar sobre un caballo salvaje. Luther palideció. Jack miró a Eddie con el ceño fruncido, desaprobando su falta de tacto.
El siguiente plato era sopa de tortuga. Nicky y Davy, los dos mozos, servían a los comensales. Nicky era gordo; Davy pequeño. En opinión de Harry, ambos eran homosexuales, o «musicales», como diría la camarilla de Noel Coward. A Harry le gustaba su eficacia informal.
El mecánico parecía preocupado. Harry le estudió con disimulo. Su rostro franco y bondadoso desmentía que fuere un tipo taciturno.
—¿Quién se encarga del avión mientras tú comes, Eddie, preguntó Harry, en un intento de sonsacarle algo.
—Mi ayudante, Mickey Finn, realiza el trabajo —contestó Eddie. Hablaba en tono distendido, pero no sonreía—. La tripulación se compone de nueve personas, sin contar a los dos camareros. Todos, excepto el capitán, trabajan en turnos alternos de cuatro horas. Jack y yo hemos trabajado desde que despegamos de Southampton a las dos de la tarde, así que paramos a las seis, hace escasos minutos.
—¿Y el capitán? —preguntó Tom Luther con ansiedad—¿Toma pastillas para mantenerse despierto?
—Duerme cuando le es posible —dijo Eddie—. Creo que se tomará un buen descanso cuando rebasemos el punto de no retorno.
—¿Quiere decir que volaremos por el cielo mientras el capitán duerme? —preguntó Luther, en un tono de voz excesivamente agudo.
—Claro —sonrió Eddie.
Luther parecía aterrorizado. Harry intentó apaciguar los ánimos.
—¿Cuál es el punto de no retorno?
—Controlamos nuestras reservas de combustible incesantemente. Cuando no nos queda el suficiente para regresar Foynes, significa que hemos rebasado el punto de no retorno. Eddie hablaba con contundencia, y Harry comprendió, si el menor asomo de duda que pretendía asustar a Tom Luther.
El navegante intervino en la conversación, con ánimo conciliatorio.
—En este momento, nos queda el combustible suficiente para llegar a nuestro destino o volver a Inglaterra.
—¿Y si no queda el suficiente para llegar a uno u otro punto? —se interesó Luther.
Eddie se inclinó hacia adelante dibujó una sonrisa desprovista por completo de humor.
—Confíe en mí, señor Luther —dijo.
—Una circunstancia imposible —se apresuró a afirmar el navegante—. Regresaríamos a Foynes antes de que ocurriera. Para mayor seguridad, basamos todos nuestros cálculo en tres motores, en lugar de cuatro, por si acaso uno se avería.
Jack intentaba que Luther recuperara la confianza, pero hablar de motores averiados sólo sirvió para que el hombre se asustara más. Intentó sorber un poco de sopa, pero su mano tembló y el líquido se derramó sobre su corbata.