—No, claro que no —dijo ella a Mark—. Este es el alojamiento de la señora Lenehan… Mervyn lo comparte con ella. Mark lanzó una carcajada desdeñosa.
—Fantástico! ¡Algún día lo utilizaré para un guion!
—¡No es divertido! —protestó Diana.
—¡Pues claro que sí! ¡Este tipo persigue a su mujer como un lunático, ¿y qué hace después? ¡Liarse con la primera chica que se encuentra en su camino!
Su actitud dolió a Diana, que tampoco deseaba defender a Mervyn.
—No se han liado —puntualizó, impaciente—. Eran las únicas plazas que quedaban.
—Deberías estar contenta —dijo Mark—. Si se enamora de ella, tal vez deje de perseguirte.
—¿No comprendes que estoy abatida?
—Por supuesto, pero no entiendo por qué. Ya no quieres a Mervyn. A veces, hablas como si le odiaras. Le has abandonado. ¿Qué te importa con quién se acuesta?
—¡No lo sé, pero me importa! ¡Me siento humillada!
Mark estaba demasiado enfadado para mostrarse comprensivo.
—Hace pocas horas decidiste volver con Mervyn. Después, te enfadaste con él y cambiaste de idea. Ahora, la idea de que pueda acostarse con otra te vuelve loca.
—No me acuesto con ella —puntualizó Mervyn.
Mark no le hizo caso.
—¿Estás segura de no seguir enamorada de Mervyn —preguntó a Diana, en tono irritado.
—¡Lo que acabas de decirme es horrible!
—Lo sé, pero ¿no es verdad?
—No, no es verdad, y te odio por pensar que sí. Los ojos de Diana se llenaron de lágrimas.
—Entonces, demuéstramelo. Olvídate de él y de dónde duerme.
—¡Las demostraciones nunca han sido mi fuerte! —grito Diana—. ¡Deja de ser tan lógico! ¡Esto no es el Congreso!
—¡No, desde luego que no! —dijo una voz nueva. Los tres se volvieron y vieron a Nancy Lenehan en la puerta. Una bata de seda azul resaltaba su atractivo—. De hecho, creo que ésta es mi suite. ¿Qué demonios está pasando?
Margaret Oxenford estaba enfadada y avergonzada. Tenía la certeza de que los demás pasajeros la miraban y pensaban en la espantosa escena del comedor, dando por sentado que compartía las horribles ideas de su padre. Tenía miedo de mirarles a la cara.
Harry Marks había rescatado los restos de su dignidad. Se había comportado con inteligencia y comprensión al entrar, apartarle la silla y ofrecerle el brazo al salir; un gesto insignificante, casi tonto, pero para ella había representado un mundo de diferencia.
De todos modos, sólo le quedaba un vestigio de autoestima, y hervía de resentimiento hacia su padre, por ponerla en una situación tan vergonzosa.
Un frío silencio reinaba en el compartimento dos horas después de la cena. Cuando el tiempo empeoró, mamá y papá se retiraron para cambiarse.
—Vamos a disculparnos —dijo Percy, sorprendiéndola. Su primer pensamiento fue que sólo serviría para aumentar su embarazo y humillación.
—Creo que me falta valor —contestó.
—Bastará con acercarnos al barón Gabon y al profesor Hartmann y decirles que sentimos mucho la grosería de papá.
La idea de mitigar en parte la ofensa de su padre era muy tentadora. Después, se sentiría mejor.
—Papá se enfurecerá —dijo.
—No tiene por qué saberlo, pero no me importa si se enfada. Creo que se ha pasado. Ya no le tengo miedo.
Margaret se preguntó si era sincero. Percy, cuando era pequeño, siempre decía que no tenía miedo, cuando en realidad estaba aterrorizado. Pero ya no era un niño pequeño.
La idea de que Percy hubiera escapado al control de su padre la preocupaba un poco. Sólo papá podía refrenar a Percy. Sin nadie que reprimiera sus travesuras, ¿qué haría?
—Vamos —la animó Percy—. Hagámoslo ahora. Están en el compartimento número 3. Lo he verificado.
Margaret continuaba vacilando. Pensar en acercarse al hombre que papá había insultado de aquella manera le ponía los pelos de punta. Podía herirles todavía más. Tal vez prefirieran olvidar el incidente lo antes posible, pero quizá se estuvieran preguntando cuánta gente estaba de acuerdo en secreto con papá. Era más importante oponerse a los prejuicios raciales, ¿no?
Margaret decidió acceder. Solía dar muestras de su carácter pusilánime, y siempre se arrepentía. Se levantó, cogiéndose el brazo del asiento para mantener el equilibrio, pues el avión no paraba de sacudirse.
—Muy bien —dijo—. Vamos a disculparnos.
Temblaba un poco de temor, pero la inestabilidad del avión disimulaba sus estremecimientos. Cruzó el salón principal y entró en el compartimento número 3.
Gabon y Hartmann estaban en el lado de babor frente a frente. Hartman se hallaba absorto en un libro, con su largo y delgado cuerpo curvado, la cabeza inclinada y la nariz ganchuda apuntando a una página llena de cálculos matemáticos. Gabon, aburrido en apariencia, no hacía nada, y fue el primero en verles. Cuando Margaret se detuvo a su lado, aferrándose al respaldo del asiento para no caer, se puso rígido y les miró con hostilidad.
—Hemos venido a disculparnos —se apresuró a explicar Margaret.
—Su valentía me sorprende —dijo Gabon. Hablaba un inglés perfecto, con un acento francés casi inexistente.
No era la reacción que Margaret había esperado, pero no por ello se desanimó.
—Lamento muchísimo lo sucedido, y mi hermano también. Admiro mucho al profesor Hartmann, como dije antes.
Hartmann levantó la cabeza del libro y asintió. Gabon continuaba airado.
—Es demasiado fácil para gente como ustedes pedir disculpas —dijo. Margaret miró al suelo, deseando no haber venido—. Alemania está llena de gente rica y educada que «lamenta muchísimo» lo que está sucediendo allí, pero ¿qué hacen? ¿Qué hacen ustedes ?
Margaret enrojeció. No sabía qué decir o hacer.
—Basta, Philippe —intervino Hartmann. ¿No ves que son jóvenes?
—Miró a Margaret—. Acepto sus disculpas, y le doy las gracias.
—Oh, Dios mío —exclamó ella—. ¿He hecho algo que no debía?
—En absoluto —contestó Hartmann—. Ha mejorado un poco las cosas, y se lo agradezco. Mi amigo el barón está terriblemente disgustado, pero creo que al final adoptará también mi punto de vista.
—Será mejor que nos vayamos —dijo Margaret, abatida. Hartmann asintió con la cabeza.
Margaret se dio la vuelta.
—Lo siento muchísimo —dijo Percy, siguiendo a su hermana.
Regresaron a su compartimento. Davy, el mozo, estaba preparando las literas. Harry había desaparecido, seguramente en el lavabo de caballeros. Margaret decidió acostarse. Cogió la bolsa y se dirigió al lavabo de señoras para cambiarse. Mamá salía en aquel momento, espléndida con su bata color castaño.
—Buenas noches, querida —dijo.
Margaret pasó por su lado sin hablar.
El lavabo estaba abarrotado. Margaret se puso a toda prisa el camisón de algodón y el albornoz. Su indumentaria parecía poco elegante entre las sedas de colores brillantes y las cachemiras de las demás mujeres, pero no le importó. Disculparse, a fin de cuentas, no la había tranquilizado, porque los comentarios del barón Gabon eran muy ciertos. Era demasiado fácil pedir perdón y no hacer nada acerca del problema.
Cuando regresó al compartimento, papá y mamá estaban en la cama, tras las cortinas cerradas, y un ronquido apagado surgía de la litera de papá. La de Margaret aún no estaba hecha, y decidió esperar en el salón.
Sabía muy bien que sólo existía una solución a su problema. Tenía que dejar a sus padres y vivir sola. Estaba más decidida que nunca a hacerlo, pero aún no había resuelto los problemas prácticos de dinero, trabajo y alojamiento.
La señora Lenehan, la atractiva mujer que había subido en Foynes, se sentó a su lado, luciendo una bata azul vivo que cubría un salto de cama negro.
—He venido a tomar un coñac, pero el camarero parece muy ocupado —dijo. No aparentaba una gran decepción. Agitó la mano en dirección a los demás pasajeros—. Parece una fiesta en que el pijama sea la prenda obligatoria, o una orgía de medianoche en el dormitorio… Todo el mundo en deshabillé. ¿No te parece?
Margaret nunca había asistido a una fiesta en pijama ni dormido en un dormitorio universitario.
—Me parece muy extraño. Hace que parezcamos una gran familia.
La señora Lenehan se abrochó el cinturón de seguridad. Tenía ganas de charlar.
—Supongo que es imposible comportarse con formalidad vestido para ir a dormir. Hasta Frankie Gordino estaba guapo con su pijama rojo, ¿verdad?
Al principio, Margaret no supo muy bien a quién se refería. Después, recordó que Percy había escuchado una agria discusión entre el capitán y el agente del fbi.
—¿Es el prisionero?
—Sí.
—¿No le tienes miedo?
—Creo que no. No va a hacerme ningún daño.
—Pero la gente dice que es un asesino, y cosas todavía peores.
—Siempre habrá crímenes en los bajos fondos. Quita de en medio a Gordino y otro se encargará de los asesinatos. Yo le dejaría allí. El juego y la prostitución han existido desde que Dios era un crío, y si tiene que haber crimen, mejor que esté organizado.
Estas afirmaciones resultaban bastante chocantes. Tal vez la atmósfera reinante en el avión invitaba a la sinceridad. Margaret imaginó que la señora Lenehan no hablaría así si hubiera hombres presentes: las mujeres eran más realistas cuando no había hombres delante. Fuera cual fuera el motivo, Margaret estaba fascinada.
—¿No sería mejor que el crimen estuviera desorganizado? —preguntó.
—Por supuesto que no. Si está organizado, está contenido. Cada banda posee su propio territorio, y no lo abandona. No roban a la gente de la Quinta Avenida y no exigen al club Harvard que les pague protección. No hay de qué preocuparse.
Margaret consideró excesivo esto último.
—¿Y la gente que se arruina en el juego? ¿Y esas chicas desgraciadas que arruinan su salud?
—No he querido decir que no me preocupe por esa gente —dijo la señora Lenehan. Margaret la miró con fijeza a la cara, preguntándose si era sincera—. Escucha, yo fabrico zapatos.— Margaret pareció sorprenderse—. Así me gano la vida. Soy propietaria de una fábrica de zapatos. Mis zapatos de hombre son baratos, y duran cinco o diez años. Es posible comprar zapatos aún más baratos, pero no son buenos; tienen suelas de cartón que se estropean al cabo de unas diez semanas. Y, lo creas o no, algunas personas compran las de cartón. Bien, creo que yo he cumplido mi deber fabricando zapatos buenos. Si la gente es lo bastante imbécil como para comprar zapatos malos, yo no puedo hacer nada. Y si la gente es lo bastante imbécil como para dilapidar su dinero en el juego, cuando ni siquiera puede comprar un filete para comer, tampoco es mi problema.
—¿Has sido pobre alguna vez? —preguntó Margaret. La señora Lenehan rió.
—Una pregunta muy aguda. No, nunca, de modo que tal vez debería callarme. Mi abuelo hacía botas a mano y mi padre abrió la fábrica que yo dirijo ahora. No sé nada sobre la vida en los barrios bajos. ¿Y tú?
—No mucho, pero creo que existen motivos por los que la gente juega, roba y vende su cuerpo. No sólo son imbéciles. Son las víctimas de un sistema cruel.
—Supongo que debes ser comunista —dijo la señora Lenehan, sin hostilidad.
—Socialista —corrigió Margaret.
—Me parece bien —fue la sorprendente respuesta de la señora Lenehan—. Es posible que cambies de ideas más adelante, a todo el mundo le pasa a medida que se hace mayor, pero si se carece de ideales, ¿qué se puede mejorar? No soy cínica. Creo que se aprende de la experiencia, pero hay que aferrarse a los ideales. Me pregunto por qué te estaré predicando de esta manera. Tal vez porque hoy cumplo cuarenta años.
—Felicidades.
Margaret solía rebelarse cuando la gente decía que sus ideas cambiarían cuando se hiciera mayor. Implicaba un tono de superioridad, y esas personas lo decían por lo general, cuando habían perdido en una discusión y no querían admitirlo. Sin embargo, la señora Lenehan era diferente.
—¿Cuáles son tus ideales? —preguntó Margaret.
—Me conformo con fabricar buenos zapatos —sonrió con humildad—. No es un gran ideal, pero para mí es importante. Mi vida ha sido agradable. Vivo en una casa bonita, mis hijos van a colegios caros, gasto una fortuna en ropa. ¿Y por qué me lo puedo permitir? Porque fabrico zapatos buenos. Si fabricara zapatos de cartón, pensaría que soy una ladrona. Sería tan mala como Frankie.
—Un punto de vista bastante socialista —indicó Margaret, sonriendo.
—En realidad, adopté los ideales de mi padre —dijo la señora Lenehan, en tono reflexivo—. ¿De dónde has sacado tus ideales? De tu padre no, desde luego.
Margaret enrojeció.
—Te han hablado de la escena ocurrida durante la cena.
—Estaba presente.
—He de alejarme de mis padres.
—¿Qué te lo impide?
—Sólo tengo diecinueve años.
—¿Y qué? —dijo la señora Lenehan, con cierta sorna—. ¡Hay gente que se va de casa a los diez!
—Lo intenté. Me metí en un lío y la policía me cogió.
—Te rindes con mucha facilidad.
Margaret quería demostrar a la señora Lenehan que no se trataba de falta de valentía.
—No tengo dinero, no sé hacer nada. Nunca recibí una educación adecuada. No sé qué hacer para ganarme la vida.
—Cariño, te diriges a los Estados Unidos. La mayoría de la gente ha llegado a ese país con mucho menos que tú, y alguna ya es millonaria. Sabes leer y escribir en inglés, eres agradable, inteligente, bonita… No te costará mucho encontrar trabajo. Yo te contrataré.
El corazón le dio un vuelco. Un momento antes, detestaba la actitud poco comprensiva de la señora Lenehan. Ahora, le estaba dando una oportunidad.
—¿De veras? ¿De veras vas a contratarme?
—Claro.
—¿Y qué haré?
La señora Lenehan reflexionó unos instantes.
—Te pondré en la oficina de ventas; pegarás sellos, irás a por café, contestarás al teléfono, tratarás con amabilidad a los clientes. Si demuestras tu utilidad, pronto serás ascendida a subdirectora de ventas.
—¿En qué consiste eso?
—En hacer lo mismo por más dinero.
A Margaret le parecía un sueño imposible.
—Dios mío, un trabajo de verdad en una oficina de verdad —dijo, en tono soñador.
La señora Lenehan rió.
—¡Casi todo el mundo piensa que es una lata!
—Para mí, representa una aventura.