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Authors: Ken Follett

Tags: #Belica, Intriga

Noche sobre las aguas (48 page)

BOOK: Noche sobre las aguas
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Él asintió con la cabeza, comprendiendo sus sentimientos —¿Qué te gustaría hacer?

Nancy supo la respuesta en cuanto Mervyn terminó de formular la pregunta.

—Me gustaría escribir yo misma el guión; eso es lo que me gustaría hacer.

20

Harry Marks era tan feliz que apenas podía moverse.

Yacía en la cama recordando cada momento de la noche: el súbito estremecimiento de placer cuando Margaret le había besado; la angustia cuando había reunido el coraje para dar el paso decisivo; la decepción cuando ella le rechazó; y el asombro y placer que experimentó cuando Margaret se introdujo en su litera como un conejito zambulléndose en su madriguera.

Se encogió al recordar su reacción cuando ella le tocó. Siempre le ocurría la primera vez que estaba con una chica; no había logrado remediarlo. Era humillante. Una chica se había burlado de él. Por suerte, Margaret no se sintió disgustada o frustrada. Al contrario, aún se excitó más. En cualquier caso, Margaret fue feliz al final. Y él también.

Apenas daba crédito a su suerte. No era inteligente, no tenía dinero y no procedía de la clase social adecuada. Era un completo fracaso, y lo sabía. ¿Qué veía la joven en él? No era un misterio qué le atraía a él de ella: era bonita, adorable, tierna y vulnerable; y, por si no era suficiente, poseía el cuerpo de una diosa. Cualquiera se enamoraría de ella. Pero ¿él? No era mal parecido, desde luego, y sabía vestir, pero presentía que estas cosas no influían para nada en Margaret. Sin embargo, él la intrigaba. Consideraba su estilo de vida fascinante, y él sabía muchas cosas que ella desconocía, sobre la vida de la clase obrera en general y de los bajos fondos en particular. Harry suponía que le veía como una figura romántica, como Pimpinela Escarlata, o algún tipo de proscrito, como Robin de los Bosques o Billy el Niño, o un pirata. Le había agradecido extraordinariamente que le apartara la silla en el comedor, algo trivial que Harry había hecho sin pesar, pero que significaba muchísimo para ella. De hecho, estaba seguro de que en ese momento se había enamorado él. Las chicas son raras, pensó, encogiéndose mentalmente de hombros. En cualquier caso, ya no importaba el origen la atracción; en cuanto se desnudaron, lo demás fue pura química. Nunca olvidaría la visión de sus pechos a la escasa luz que se filtraba por la cortina, de pezones tan pequeños y pálidos que apenas se distinguían, la mata de vello castaño entre sus piernas, las pecas de su garganta…

Y ahora iba a correr el riesgo de perderlo todo. Iba a robar las joyas de su madre.

No era algo despreciable para una chica. Sus padres estaban enfadados con ella, ella debía creer que sería parte la herencia. En cualquier caso, sufriría una conmoción terrible. Robar a alguien era como una bofetada en plena cara, no hacía mucho daño, pero encolerizaba sobremanera. Podía significar el fin de su relación con Margaret.

Pero el conjunto Delhi estaba aquí, en el avión, en la bodega de equipajes, a pocos pasos de donde él se encontraba las joyas más hermosas del mundo, que valían una fortuna suficientes para que viviera sin problemas por el resto de vida.

Anhelaba sostener aquel collar en sus manos, regalar los ojos con el rojo inmaculado de los rubíes birmanos y acariciar los diamantes faceteados.

Habría que destruir las monturas, por supuesto, y romper el juego, en cuanto lo vendiera. Era una tragedia, aunque inevitable. Las piedras sobrevivirían, y terminarían convertidas en otro juego de joyas sobre la piel de la esposa de algún millonario. Y Harry Marks compraría una casa.

Sí, eso era lo que iba a hacer con el dinero. Comprar una casa de campo, en Estados Unidos, tal vez en la zona que llamaban Nueva Inglaterra, fuera cual fuera su ubicación. Ya la veía, con sus jardines y árboles, los invitados del fin de semana vestidos con pantalones blancos y sombreros de paja, y su mujer bajando por la escalera de roble con pantalones y botas de montar…

Pero su mujer tenía la cara de Margaret.

Ella se había marchado al amanecer, deslizándose por las cortinas cuando nadie podía verla. Harry había mirado por la ventana, pensando en ella, mientras el avión sobrevolaba los bosques de abetos de Terranova y aterrizaba en Botwood. Margaret dijo que se quedaría a bordo durante la escala y dormiría una hora; Harry dijo que haría lo mismo, aunque no albergaba la menor intención de dormir.

Vio una multitud de personas que abordaban la lancha, protegidas con abrigos: la mitad de los pasajeros y casi toda la tripulación. Ahora, mientras la mayoría del pasaje dormía, tendría la oportunidad de acceder a la bodega. Las cerraduras de las maletas no le supondrían grandes dificultades. El conjunto Delhi no tardaría en pasar a sus manos.

Sin embargo, no cesaba de preguntarse si los pechos de Margaret eran las joyas más preciosas de las que jamás se había apoderado.

Se conminó a ser realista. Ella había pasado una noche con él, pero ¿volvería a verla después de bajar del avión? Había oído rumores acerca de que los «romances de barco» eran muy efímeros; a bordo de un avión aún lo serían más. Margaret anhelaba con desesperación dejar a sus padres y llevar una vida independiente, pero ¿lo conseguiría algún día? Muchas chicas ricas acariciaban la idea de la independencia, pero, en la práctica, muy pocas renunciaban a una vida de lujos. Aunque Margaret era sincera al cien por ciento, no tenía ni idea de cómo vivía la gente normal, y cuando la probara no le gustaría.

No, era imposible predecir qué haría. Las joyas, por el contrario, eran muy fiables.

Todo sería más sencillo si se tratara de una elección radical. Si el diablo se le acercara y dijera «Puedes elegir entre quedarte con Margaret o robar las joyas», se decantaría por Margaret. Sin embargo, la realidad era mucho más compleja. Podía olvidar las joyas y perder a Margaret. O conseguir ambos trofeos.

Toda la vida se había arriesgado.

Decidió apostar por ambas cosas.

Se levantó.

Se puso las zapatillas y la bata y paseó la vista a su alrededor. Las cortinas seguían corridas sobre las literas de Margaret y su madre. Las otras tres, la de Percy, la de lord Oxenford y la del señor Membury, estaban vacías. No había nadie en el salón, a excepción de una mujer de la limpieza, que se cubría la cabeza con un pañuelo. Habría subido en Botwood y vaciaba los ceniceros con movimientos perezosos. La puerta que daba al exterior estaba abierta, y el frío aire marino remolineó alrededor de los tobillos desnudos de Harry. En el compartimento número 3, Clive Membury conversaba con el barón Gabon. Harry se preguntó de qué estarían hablando, ¿quizá de chalecos? Más atrás, los mozos estaban transformando las literas en otomanas. En todo el avión reinaba una atmósfera de languidez.

Harry siguió adelante y subió la escalera. Como de costumbre, no había preparado ningún plan, ni excusas, ni tenía idea de qué iba a hacer si le sorprendían. Consideraba que trazar proyectos de antemano y anticipar errores le ponía demasiado nervioso. Incluso cuando improvisaba, como ahora, la tensión le dejaba sin aliento. Cálmate, se dijo, lo ha hecho cientos de veces. Si sale mal, ya te inventarás algo, como de costumbre.

Llegó a la cubierta de vuelo y miró a su alrededor. Tenía suerte. No había nadie. Respiró aliviado. ¡Vaya chiripa!

Vio una escotilla abierta bajo el parabrisas, entre los asientos de los dos pilotos. Miró por la escotilla y vio un gran espacio vacío, en las entrañas del avión. Había una puerta abierta en el fuselaje, y uno de los tripulantes más jóvenes hacía algo con una cuerda. Mala suerte. Harry retiró la cabeza antes de que le vieran.

Recorrió a toda prisa la cabina de vuelo y atravesó 1s puerta de la pared posterior. Se encontraba entre las dos bodegas de carga, bajo la escotilla que se utilizaba para introducir la carga, y donde también se encontraba la cúpula del navegante. Eligió la bodega de la izquierda, entró y cerró la puerta a su espalda. Nadie podía verle. Imaginó que la tripulación no tenía motivos para echar un vistazo a la bodega.

Examinó el lugar. Era como estar en una maletería de lujo. Maletas de piel caras estaban apiladas por todas partes y sujetas con cuerdas a los costados. Harry tenía que encontrar cuanto antes el equipaje de los Oxenford. Se puso manos a la obra.

No fue fácil. Algunas maletas se habían colocado con 12 etiqueta del nombre en la parte inferior, y otras estaban cubiertas por maletas difíciles de apartar. En la bodega no había calefacción y su bata no le protegía del frío. Le temblaban las manos y los dedos le dolían mientras desataba las cuerdas que impedían caer durante el vuelo a las maletas Trabajaba de una manera sistemática, para no pasar por alto o registrar dos veces una misma pieza. Volvió a atar las cuerdas como mejor pudo. Los nombres eran internacionales: Ridgeway, D’Annunzio, Lo, Hartmann, Bazarov…, pero no Oxenford. Al cabo de veinte minutos había inspeccionado todas las maletas, estaba temblando y había llegado a la conclusión de que las maletas ansiadas se hallaban en la otra bodega. Maldijo para sus adentros.

Ató la última cuerda y paseó la vista a su alrededor con gran atención; no había dejado pruebas de su visita.

Ahora, debería repetir el mismo procedimiento en la otra bodega. Cuando abrió la puerta y salió, una voz asombrada gritó:

—¡Mierda! ¿Quién es usted?

Era el oficial que Harry había visto en el compartimento de proa, un joven risueño y pecoso que llevaba una camisa de manga corta.

Harry estaba igual de sorprendido, pero lo disimuló en seguida. Sonrió, cerró la puerta y respondió con calma:

—Harry Vandenpost. ¿Quién es usted?

—Mickey Finn, el ayudante del mecánico. No debería estar aquí, señor. Me ha dado un buen susto. Siento haber lanzado un taco. ¿Qué está haciendo?

—Busco mi maleta. Me he olvidado la navaja de afeitar —respondió Harry.

—Está prohibido el acceso al equipaje consignado durante el viaje, señor, en cualquier circunstancia.

—Pensé que no hacía ningún mal.

—Bueno, lo siento, pero está prohibido. Puedo prestarle mi navaja de afeitar.

—Se lo agradezco, pero prefiero la mía. Si pudiera encontrar mi maleta…

—Caramba, ojalá pudiera ayudarle, señor, pero es imposible. Pídale permiso al capitán cuando vuelva, pero sé que le dirá lo mismo.

Harry comprendió, desalentado, que debía aceptar la derrota, al menos de momento. Sonrió, disimulando lo mejor que pudo.

—En este caso, aceptaré su oferta y le quedaré muy agradecido.

Mickey Finn le abrió la puerta. Harry salió a la cabina de vuelo y bajó la escalera. Vaya mierda, pensó irritado. Unos segundos más y lo habría conseguido. Dios sabe cuándo tendré otra oportunidad.

Mickey entró en el compartimento número 1 y volvió un momento después con una maquinilla de afeitar, una hoja nueva, aún envuelta en papel, y jabón de afeitar en una taza Harry lo cogió todo y le dio las gracias. No le quedaba otra opción que afeitarse.

Cogió su bolsa de aseo y entró en el cuarto de baño, pensando todavía en aquellos rubíes birmanos. Carl Hartmann. el científico, estaba lavándose en camiseta. Harry dejó sus útiles de afeitar en la bolsa y se afeitó a toda prisa con la navaja de Mickey.

—Menuda noche —dijo.

Hartmann se encogió de hombros.

—Las he tenido peores.

Harry contempló sus huesudos hombros. El hombre era un esqueleto ambulante.

—Seguro que sí —repuso.

No hubo más conversación. Hartmann no era hablador y Harry estaba preocupado.

Después de afeitarse, Harry sacó una camisa azul nueva. Desenvolver una camisa nueva era uno de los pequeños pero intensos placeres que la vida le procuraba. Adoraba el crujido del papel de seda y el tacto fresco del algodón virgen. Se deslizó en ella embelesado y se anudó la corbata de seda color vino con un nudo perfecto.

Cuando volvió a su compartimento, observó que las cortinas de Margaret continuaban cerradas. Imaginó su rápida zambullida en el sueño, su adorable cabello esparcido sobre la almohada blanca, y sonrió para sí. Echó una ojeada al salón y vio que los camareros habían preparado el bufet del desayuno. Se le hizo la boca agua al contemplar los cuencos de fresas, las jarras de nata y zumo de naranja, el champán puesto a enfriar en cubos plateados. En esta época del año, pensó, debían ser fresas de invernadero.

Guardó su bolsa de aseo, y después, con los útiles de afeitar que Mickey Finn le había prestado, subió por la escalera hasta la cubierta de vuelo para intentarlo de nuevo.

Mickey no estaba, pero, para decepción de Harry, otro tripulante estaba sentado ante la gran mesa de mapas, realizando cálculos en un cuaderno. El hombre levantó la vista y sonrió.

—Hola. ¿Qué desea?

—Busco a Mickey para devolverle su navaja.

—Le encontrará en el número uno, el compartimento situado más hacia adelante.

—Gracias.

Harry vaciló. Tenía que sacarse de encima a este tipo…, pero ¿cómo?

—¿Algo más? —preguntó el hombre.

—La cubierta de vuelo es increíble —comentó Harry—. Parece una oficina.

—Increíble, es verdad.

—¿Le gusta volar en estos aviones?

—Me encanta. Mire, ojalá tuviera tiempo para charlar, pero he de terminar estos cálculos y estaré ocupado casi hasta la hora del despegue.

El corazón le dio un vuelco a Harry. Esto significaba que el camino a la bodega estaría bloqueado hasta que ya fuera demasiado tarde. No se le ocurrió ninguna excusa para entrar en ella. Se obligó de nuevo a disimular su disgusto.

—Lo siento —dijo—. Me largo ahora mismo.

—Por lo general, nos gustar charlar con los pasajeros, porque conocemos a gente muy interesante. Pero en este momento…

—Es culpa mía.

Harry se devanó los sesos para conseguir más tiempo, pero luego se rindió. Dio la vuelta y bajó la escalera, maldiciendo por lo bajo.

Parecía que la suerte le estaba fallando.

Devolvió los útiles de afeitar a Mickey y volvió a su compartimento. Margaret aún no se había levantado. Harry atravesó el salón y salió al hidroestabilizador. Aspiró varias bocanadas profundas del frío y húmedo aire. Estoy desperdiciando la oportunidad de mi vida, pensó encolerizado. Le picaban las palmas de las manos cuando imaginaba las fabulosas joyas, a pocos metros sobre su cabeza. Pero aún no se había rendido. Quedaba otra escala, Shediac. Sería su última oportunidad de robar una fortuna.

QUINTA PARTE
De Botwood a Shediac
BOOK: Noche sobre las aguas
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