Read Noches de baile en el Infierno Online
Authors: Meg Cabot Stephenie Meyer
Tags: #Infantil y juvenil, Fantastica, Romántica.
Miranda comprendió que el enfado de Reynolds no era fingido.
—¿Cómo pensabas desbaratar sus planes?
—Se suponía que yo debía lograr que la niña me dijese en qué lugar iban a recogerla, ¿comprendes? Cuando tú te presentaste, yo iba a explicarle a la niña que tenía que decir que iban a recogerla en cierto lugar que el destacamento encargado del caso había elegido para detener a los tipos esos en cuanto aparecieran por allí. Entretanto, debía conducir a la sibila a un lugar seguro en el que se produciría el verdadero intercambio. Pero, insisto, llegaste tú y lo echaste a perder. Meses de trabajo policial tirados por el retrete —sus latidos habían recuperado el ritmo normal.
Miranda lo soltó.
—Lo siento —le dijo.
Él se volvió con una expresión airada que pronto reemplazó por una media sonrisa al ver la indumentaria de Miranda.
—Qué arreglada te has puesto —se mofó, y después añadió—: Oye, todavía podemos reconducir la situación. ¿Tienes otro traje como ése?
—¿Otro uniforme de roller derbi? Claro. Pero no es del mismo color. Tira al azul.
—Eso no importa con tal de que se le parezca. Si las dos vais vestidas igual, podremos convencerlos de que la sibila eres tú y, así, utilizarte de cebo y llevarla a ella a lugar seguro.
Le explicó el resto del plan con rapidez.
—Aún sería mejor si nos pusiéramos las pelucas y las máscaras. Para redondear el disfraz.
—Me parece bien. Perfecto. Ve a la entrada de servicio, por la que os colasteis. Hay un guardia vigilando la puerta exterior, pero hay otra puerta a la izquierda que está libre. Da a una oficina. Me encargaré de estos tipos y luego iré…
Dejó de hablar, levantó el arma y disparó una ráfaga. Volviéndose, Miranda vio que había derribado a uno de los guardias.
—Nos ha visto juntos —se justificó él—. No puedo permitir que uno de esos cabrones te capture o les cuente nuestro secreto a los demás. Los tendré distraídos por aquí. Tú ve con la sibila, cambiaos y esperadme en la oficina.
Ya se había puesto en marcha cuando se le ocurrió una idea y se detuvo.
—¿Cómo nos has encontrado? —le preguntó.
El ritmo cardiaco de Reynolds se ralentizó.
—Tu coche es fácil de seguir.
—Comprendo —repuso Miranda, y se marchó mientras oía a Reynolds decir por la radio: «Una baja. Repito. Una baja».
Sibby estaba frenética.
—¿Qué ha ocurrido? ¿Te han disparado?
—No. Creo que ya sé cómo saldremos de aquí.
—¿Cómo?
Miranda se lo explicó al tiempo que se cambiaban y, luego, ambas bordearon la sala para dirigirse a la oficina. Mientras caminaban, oyó al sargento Reynolds dándole órdenes a los guardias, manteniéndolos ocupados en rincones apartados de la estancia, aconsejándoles cosas como: «¡No encendáis las luces! La oscuridad es nuestra ventaja». En cierto momento, captó un gruñido de dolor, como si alguien hubiese derribado a uno de los guardias. Estaba impresionada.
Llegaron a la oficina sin encontrarse con nadie. Sibby se sentó en la silla situada tras la mesa. Miranda empezó a dar paseos cortos al ritmo que le marcaba el enorme reloj de pared que presidía la oficina, a toquetear y sopesar objetos tales como un cuenco de cristal, una caja con enseres de escritorio o una fotografía en la que podía verse a un hombre, una mujer, dos niños pequeños y un perro, todos sentados en un embarcadero con el crepúsculo de fondo. El perro llevaba puesta una gorra, como si fuese uno más de la familia.
Una mano tapó el retrato.
—Miranda… Estoy aquí… Te estoy hablando…
Miranda dejó la fotografía sobre la mesa.
—Lo siento. ¿Qué me decías?
—¿Cómo sabes que no te ha engañado?
—Lo sé. Confía en mí.
—Pero si te equivocas…
—No me equivoco.
El reloj chasqueó. Miranda retomó sus paseos.
—Odio ese reloj —dijo Sibby.
Chasquido. Paseo. Sibby:
—No estoy segura de poder lograrlo.
Miranda se detuvo y la miró.
—Pues claro que vas a lograrlo.
—Yo no soy valiente como tú.
—¿Cómo? Pero si eres tú la que ha besado ya a… ¿a cuántos? ¿Veintitrés?
—Veinticuatro.
—Has besado a veinticuatro en un solo día. Tienes valentía de sobra —Miranda dudó un momento y agregó—: ¿Sabes a cuántos he besado yo en toda mi vida?
—¿A cuántos?
—A tres.
Tras dar un gritito, Sibby se echó a reír.
—¡Jolines! Ya sé por qué estás tan reprimida. O progresas un poco, o vas a tener una vida muy triste.
—Gracias.
Dieciocho minutos después, el sargento Caleb Reynolds estaba junto a la puerta de la oficina, espiándolas por una rendija. Le había costado un poco más de lo previsto poner todo en orden, pero se sentía bien, confiado, y no le cabía duda sobre lo que estaba a punto de suceder. Sobre todo viendo a las dos jóvenes vestidas con los uniformes de las Bees, con aquellas faldas mínimas y las camisetas sin mangas, y hasta con las máscaras y las pelucas. Eran idénticas entre sí, de no ser porque una iba de azul y la otra de blanco. Como si fueran muñecas; sí, le gustaba considerarlas de aquel modo. Eran sus muñecas.
Muñecas caras.
—¿Estás segura de que tus ganas de darle un beso no te están nublando el juicio, Miranda? —estaba diciendo la muñeca azul.
—¿Y quién ha dicho que yo quiera darle un beso, eh, ladrona de besos? —respondió la muñeca blanca.
—¿Y quién ha dicho que yo quiera darle un beso? —se burló la muñeca azul—. Por favor. Deberías aprender a divertirte un poco. Vivir a tope.
—Seguro que aprendo en cuanto pueda librarme de ti, Sibby.
La muñeca azul sacó la lengua, y estuvo a punto de hacer que Reynolds soltara una carcajada. Eran muy guapas, aquellas muñecas, sobre todo cuando estaban juntas.
—Ahora en serio —dijo la muñeca azul—. ¿Cómo sabes que podemos confiar en él?
—Tiene sus propios planes —le explicó la muñeca blanca— y apuntan en la misma dirección que los nuestros.
En aquel momento, Reynolds tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para contener una risotada. No sabía la muñeca hasta qué punto estaba en lo cierto, en especial, en lo referente a sus propios planes.
Y tampoco sabía lo equivocada que estaba con respecto al resto.
Empujó la puerta hasta abrirla y las vio volverse con la ilusión de estar contemplando a su salvador pintada en la expresión.
—¿Estás preparada, señorita Cumean?
La muñeca azul asintió.
—Cuida de ella —le recomendó la muñeca blanca—. Ya sabes lo importante que es.
—Descuida. La dejaré en lugar seguro y regresaré a participar en la segunda parte de la operación. No le abras la puerta a nadie que no sea yo.
—Entendido.
Reynolds regresó al cabo de un minuto escaso.
—¿Todo bien? ¿Sibby ya está a salvo?
—Ha ido a pedir de boca. Mis hombres estaban en donde debían estar. No ha habido ningún problema
—Vale, pues ¿cuánto tenemos que esperar hasta que yo pueda salir de aquí?
El se le acercó y la arrinconó contra la pared.
—Cambio de planes —dijo.
—¿Cómo? ¿Es que has añadido una parte en la que me besas antes de que, haciéndome pasar por Sibby, conduzca a los guardias a la emboscada que los SWAT les tienen preparada?
A Reynolds le gustó el modo en que Miranda le sonreía mientras hablaba. Le dio una caricia en la mejilla y dijo:
—No exactamente, Miranda —siguió acariciándola hasta tocarle el cuello.
—¿Pero qué estás dic…?
Antes de que pudiera terminar, el sargento la aplastó contra la pared y la alzó en vilo sujetándola por el cuello.
—Ahora sólo estamos tú y yo —dijo Reynolds, apretándole la garganta con más fuerza—. Lo sé todo sobre ti. Quién eres. Qué es lo que puedes hacer.
—¿De verdad? —barbotó ella.
—De verdad, sí, princesa —Reynolds observó que los ojos de Miranda se dilataban, que su víctima empezaba a atragantarse—. Sabía que lograría llamar tu atención.
—No sé de qué estás hablando.
—Sé que tu cabeza tiene un precio. Miranda Kiss: se busca, viva o muerta. Mi plan primigenio consistía en dejarte vivir durante un tiempo y capturarte más tarde, pero, por desgracia, a ti se te ocurrió la gran idea de intervenir. Si te hubieras preocupado de tus asuntos en vez de fijarte en los míos, princesa. Pero ahora no puedo permitir que vuelvas a entorpecerme el camino.
—¿Te refieres a lo que te propones hacer con Sibby? Tú eres el que quiere apropiarse del dinero. Tú traicionaste a esos tipos y les hiciste creer que compartías su causa, al igual que has hecho con nosotras.
—Pero qué chica tan lista.
—¿Entonces me matas, la secuestras a ella y te quedas con el dinero? ¿Eso es todo?
—Sí. Como en el Monopoly, princesa. Permiso de paso y recaudación de doscientos dólares. Sólo que en este caso son cincuenta millones. Por la niña.
—¡Vaya! —la sorpresa de Miranda no era fingida—. ¿Y cuánto te darán por mí?
—¿Muerta? Cinco millones. Pero viva vales más. Por lo visto, hay quien piensa que eres una especie de supermujer, que posees superpoderes. Sin embargo, ahora ya no hay tiempo para eso.
—Eso ya lo has dicho —balbució ella.
—No me digas que te estás aburriendo, Miranda—Reynolds cerró los dedos un poco más—. Siento que no sea un final demasiado novelesco —afirmó, sonriente, mirándola a los ojos mientras la estrangulaba.
Advirtió que a ella comenzaba a faltarle el aire.
—Ya que vas a asesinarme, ¿te importaría acabar de una vez? Está siendo desagradable.
—¿Te refieres a lo que te hago con las manos? ¿O tiene que ver con la sensación de que fracasas…
—No estoy fracasando.
—… una vez más?
Ella le escupió en la cara.
—Sigues teniendo agallas. Eso es lo que admiro de ti. Creo que tú y yo habríamos llegado lejos, pero, por desgracia, ya no hay tiempo para eso.
Ella presentó batalla una última ocasión, arañándole las manos con que le atenazaba el cuello, los antebrazos, cualquier parte de su cuerpo, pero él no se inmutó. Desesperanzada, dejó caer las manos.
Él se le acercó tanto que ella pudo olerle el aliento.
—¿Unas últimas palabras?
—Pues sí: Listerine contra el mal aliento. Te hace mucha falta.
Él se rió y le presionó el gaznate hasta que se le cruzaron las manos.
—Adiós.
Por un segundo, ella sintió que la mirada de su ejecutor le quemaba los ojos. Después, él oyó un fuerte chasquido y notó que algo le golpeaba en la cabeza por detrás. Trastabilló, soltó a la chica y perdió la consciencia antes de aterrizar en el suelo.
Todavía sosteniendo el reloj, la muñeca azul pensó que él nunca sabría quién le había golpeado.
Vestida con el uniforme azul, Miranda se deshizo del hombre al que le había atizado con el reloj y corrió hacia Sibby. A sus muñecas todavía se abrazaban los aros de unas esposas, y de cada uno de ellos colgaba un trozo de cadena. Le temblaban las manos y los brazos.
Con sumo cuidado, levantó a la niña, inconsciente.
—Vamos, Sibby, abre los ojos.
No debía haber tardado tanto. El plan era sencillo: Sibby y ella intercambiarían su identidad cambiándose los uniformes. Cuando, como Miranda esperaba, el sargento Reynolds las traicionase, sería Miranda, disfrazada de Sibby, la que él entregaría a sus hombres. Miranda acabaría con ellos y luego volvería a rescatar a Sibby.
Al menos, así debía haber sido.
—Venga, Sibby, arriba —dijo Miranda, tomando a la niña en brazos y echándose a correr.
Notaba el pulso de Sibby, pero era débil e irregular. Cada vez más débil. «Esto no estaba previsto.»
—Despierta, Sibby —dijo, con voz quebrada—. Ya ha salido el sol.
Miranda no había calculado que se encontraría con los cinco gorilas de Reynolds esperándola —¿no tendría que haber estado uno de ellos esperando fuera con el coche en marcha?—, pero, en especial, no había previsto que la mujer a la que el sargento había ido a buscar al aeropuerto tuviese los nudillos cubiertos de anillos de metal. El puñetazo que ésta le había propinado a Miranda les había dado tiempo para esposarla a una tubería mientras ella se recuperaba, así que había tenido que noquearlos con una serie de certeras patadas y romper la cadena de las esposas para liberarse, y eso había hecho que se retrasara más de la cuenta. Dándole al sargento más tiempo del planeado para que se ensañara con el esófago de Sibby.
Mucho más.
Los latidos eran cada vez más frágiles, casi inaudibles.
—Lo siento muchísimo, Sibby. Tendría que haber llegado antes. Lo he dado todo, pero no era capaz de romper las esposas, estaba muy atontada y… —Miranda no veía con claridad y se dio cuenta de que estaba llorando. Tropezó, pero se recuperó y siguió corriendo—. Sibby, no puede pasarte nada. No puedes dejarme así. Si no te despiertas, te juro que jamás volveré a divertirme. Ni una sola vez —el pulso de la niña era poco más que un rumor, y estaba pálida como un fantasma. Miranda sofocó un sollozo—. Dios, Sibby, por favor…
Un temblor sacudió los párpados de Sibby, quien, al poco, recuperó el color en las mejillas y el soniquete del ritmo cardiaco.
—¿Ha ido bien? —murmuró.
Miranda contuvo las ganas de abrazarla con todas sus fuerzas y tragó el aparatoso nudo que le atenazaba la garganta.
—Sí, bien.
—¿Le has…?
—Le he dado con el reloj, como pedías.
Sibby sonrió, le acarició la mejilla y cerró los ojos. No volvió a abrirlos hasta que estuvieron en el coche y empezaron a alejarse del edificio de la Sociedad Histórica. Se incorporó y miró alrededor.
—¡Eh! Estoy en el asiento de delante.
—Sólo por esta vez —le explicó Miranda—. No te acostumbres.
—Vale —Sibby estiró el cuello y giró la cabeza a un lado y a otro—. Era un plan estupendo. Cambiarnos los uniformes de modo que te confundieran conmigo y no se anduvieran con contemplaciones.
—Todavía no deben de saber qué ha ocurrido —Miranda se arremangó—. He roto la cadena, pero no puedo quitarme los aros de las esposas.
Por algún motivo, Miranda pensó en lo que le había dicho Kenzi durante el baile: «¿Estás preparada para desembarazarte de las inseguridades de la juventud? ¿Lista para adueñarte del futuro?».
—¿Qué ha pasado con el mago de las plantas?
—He dejado un mensaje anónimo en el contestador de la policía diciendo dónde pueden encontrarle a él y a los guardias a los que les disparó. A estas alturas, estará yendo de camino a la cárcel.