Northumbria, el último reino (28 page)

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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

BOOK: Northumbria, el último reino
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—Los daneses, querida —le aclaró Alfredo— buscarán a los dos niños. Si descubren que están aquí, podrían solicitar su regreso.

—Pero los rehenes van a ser liberados —objetó Ælswith—, lo has dicho tú mismo.

—¿Uhtred era un rehén? —preguntó en voz baja mientras me observaba—. ¿O estaba a punto de convertirse en danés? —Dejó las preguntas en el aire, y yo no intenté responderlas—. Hemos de convertirte en un auténtico inglés —dijo Alfredo—. Debes partir hacia el sur por la mañana. Tú y la chica.

—La chica no importa —comentó Elswith con desdén. Habían enviado a Brida a comer a la cocina con los siervos.

—Si los daneses descubren que es la bastarda de Edmundo —apuntó uno de los
ealdormen
—, la utilizarán para destruir su reputación.

—Nunca lo ha contado —intervine yo—, porque pensaba que podrían burlarse de él.

—En ese caso hay algo de bueno en ella —aceptó Ælswith a regañadientes. Se sirvió uno de los huevos escalfados—. ¿Pero qué vas a hacer —le preguntó a su marido—, si los daneses te acusan de secuestrar a los niños?

—Mentiré, por supuesto —repuso Alfredo.

Ælswith se quedó perpleja, pero el obispo rezongó que la mentira en este caso era necesaria por Dios, y por lo tanto perdonable.

No tenía ninguna intención de ir a Winburnan. No es que de repente me entraran unas ganas irrefrenables de ser danés, se debía por completo a
Hálito-de-serpiente.
Adoraba aquella espada, la había dejado con los sirvientes de Ragnar y la quería de vuelta antes de que mi camino tomara cualquier rumbo que hubieran dispuesto para mí las hilanderas y, desde luego, no sentía ningún deseo de abandonar la vida con Ragnar por las escasas alegrías de un monasterio y un maestro. Brida quería volver con los daneses, eso lo sabía, y la sensata insistencia de Alfredo en que desapareciéramos de Badum enseguida nos dio la oportunidad.

Nos enviaron al día siguiente, antes del alba, en dirección sur, hacia un territorio montañoso, escoltados por una docena de guerreros a los que no les hacía ninguna gracia el trabajo de llevar a un par de niños hasta el corazón de Wessex. A mí me dieron un caballo, a Brida una mula, y un joven cura llamado Willibald quedó oficialmente al cargo de llevar a Brida a un convento y a mí al abad Hewald. El padre Willibald era un hombre agradable de sonrisa fácil y maneras amables. Sabía imitar el canto de los pájaros y nos hacía reír inventándose conversaciones entre la peleona tordella, con su chac-chac, y una alondra planeando; nos invitaba a adivinar los pájaros que imitaba, y aquel entretenimiento, mezclado con algunos acertijos inofensivos, nos llevó a una población muy por encima del río de curso suave que discurría entre el paisaje boscoso. Los soldados insistieron en detenerse porque decían que los caballos necesitaban un descanso.

—Lo que necesitan en realidad es cerveza —nos dijo Willibald, y se encogió de hombros como si ello fuera comprensible.

Era un día cálido. Los caballos estaban maneados fuera, los soldados consiguieron cerveza, pan y queso y después se sentaron en círculo para jugar a los dados entre gruñidos, dejándonos bajo la supervisión de Willibald, pero el joven cura se desperezó en un montón de paja medio caído y se quedó dormido al solecito. Yo miré a Brida, ella me devolvió la mirada, y fue tan sencillo como aquello. Salimos por un lado del establecimiento, le dimos la vuelta a un enorme montón de estiércol, esquivamos unos cerdos que buscaban raíces en un campo, salvamos el seto y llegamos al bosque, donde estallamos en carcajadas.

—Mi madre insistía en que lo llamara tío —me dijo con su vocecilla—, y los daneses, los muy bastardos, lo mataron. —Y a ambos nos pareció lo más gracioso que habíamos oído nunca. Después recobramos el juicio y nos apresuramos hacia el norte.

Pasó mucho tiempo antes de que los soldados reaccionaran, y más tarde llevaron perros de caza al establecimiento en el que habían comprado la cerveza, pero para entonces nosotros va habíamos cruzado un arroyo, cambiado otra vez de dirección, subido a un terreno elevado y nos habíamos ocultado. No nos encontraron, aunque durante toda la tarde oímos a los perros aullar en el valle. Debieron de recorrer la orilla del río, pensando que habríamos ido hacia allí, pero estábamos solos, a salvo y en terreno elevado.

Buscaron durante dos días, jamás llegaron a acercarse, y al tercero vimos la cabalgata real de Alfredo dirigirse hacia el sur por la carretera bajo la colina. La reunión en Baóum había terminado, lo cual significaba que los daneses se retiraban a Readingum. Ninguno de los dos tenía la menor idea de cómo llegar hasta allí, pero sabíamos que viajando hacia el oeste se llegaba a Badum, y eso era un comienzo, sabíamos que teníamos que encontrar el río Temes, y nuestros únicos problemas eran la comida y evitar que nos prendieran.

Fue una buena época. Robábamos leche de las ubres de vacas y cabras. No teníamos armas, pero nos hicimos unos garrotes con ramas caídas y los utilizamos para amenazar a un pobre hombre que excavaba una zanja pacientemente y tenía un almuerzo de pan y un puré de guisantes para comer, y se lo robamos. Pescamos un pez con nuestras propias manos, un truco que me enseñó Brida, y vivíamos en los bosques. Yo volvía a llevar mi amuleto martillo. Brida había tirado su crucifijo de madera, pero yo guardé el mío de plata porque tenía valor.

Al cabo de unos días empezamos a viajar por la noche. Ambos estábamos asustados al principio, pues la noche es el momento que eligen los
sceadugengan
para salir de sus escondites, pero aprendimos a atravesar la oscuridad. Rodeábamos las granjas, siguiendo las estrellas, y aprendimos a movernos sin hacer ruido, aprendimos a ser sombras. Una noche, algo grande que gruñía se nos acercó y lo oímos moverse, pisar el suelo y ambos empezamos a aporrear el mantillo de hojas con los garrotes y a gritar y la cosa se marchó. ¿Un jabalí? Podría ser. Pero también podría ser uno de los
sceadugengan
sin forma ni nombre que cortan los sueños como si fueran leche.

Atravesamos una cordillera de colinas altas y desnudas donde conseguimos robar un cordero antes de que los perros del pastor olieran siquiera que estábamos allí. Encendimos una hoguera en el bosque al norte de las colinas y cocinamos la carne, y a la noche siguiente encontramos el río. No sabíamos de qué río se trataba, pero era ancho, discurría entre espesos árboles y cerca había una pequeña población en la que vimos una diminuta embarcación redonda construida con ramas de sauce cubiertas de piel de cabra. Aquella noche robamos la barca y dejamos que nos llevara corriente abajo, cruzamos poblaciones y pasamos por debajo de puentes, siempre en dirección este.

No lo sabíamos, pero el río era el Temes, así que llegamos sanos y salvos a Readingum.

* * *

Rorik había muerto. Estuvo enfermo mucho tiempo, aunque a veces parecía recuperarse. Fuera lo que fuese la enfermedad que se lo llevó, lo hizo rápido y Brida y yo llegamos a Readingum el día en que quemaron su cuerpo. Ragnar, con el rostro arrasado en lágrimas, estaba junto a la pira y observaba las llamas consumir el cadáver de su hijo. Una espada, una brida, un amuleto martillo y un barco en miniatura habían sido depositados en la pira, y cuando terminó, el metal fundido y las cenizas fueron colocados en una gran vasija que Ragnar enterró junto al Temes.

—Ahora tú eres mi segundo hijo —me dijo aquella noche, y después recordó a Brida—, y tú mi hija. —Nos abrazó a ambos, después se emborrachó. A la mañana siguiente quería salir a caballo a matar sajones del oeste, pero Ravn y Halfdan lo contuvieron.

La tregua se mantenía. Brida y yo no habíamos estado fuera mucho más de tres semanas y la primera plata ya estaba llegando a Readingum, junto con forraje y comida. Alfredo, al parecer, era un hombre de palabra, y Ragnar un padre consumido por la pena.

—¿Cómo se lo voy a decir a Sigrid? —quería saber.

—Para un hombre es malo tener sólo un hijo —me contó Ravn—, casi tan malo como no tener ninguno. Yo tenía tres, pero sólo Ragnar sobrevive. Ahora sólo le queda el primogénito. —Ragnar el Joven seguía en Irlanda.

—Puede tener otro hijo —comentó Brida.

—No con Sigrid —repuso Ravn—, aunque podría tomar una segunda esposa, supongo. A veces se hace.

Ragnar me había devuelto a
Hálito-de-serpiente,
y me dio otro brazalete. También a Brida, y encontró algo de consuelo en el relato de nuestra huida. Tuvimos que contársela a Halfdan y Guthrum el Desafortunado, que nos miraba atentamente con sus ojos oscuros mientras describíamos la cena con Alfredo, y los planes de Alfredo para educarme, y hasta el apenado Ragnar se rió cuando Brida volvió a contar la historia de cómo se había hecho pasar por la hija ilegítima del rey Edmundo.

—¿Y esa reina Ælswith —quiso saber Halfdan—, cómo es?

—No es reina —contesté—, los sajones del oeste no quieren saber nada de reinas. —Eso me lo había explicado Beocca—. Sólo es la mujer del rey.

—Es una comadreja disfrazada de pajarillo —contestó Brida.

—¿Es guapa? —preguntó Guthrum.

—Cara amargada —prosiguió Brida—, ojillos de cerdo y morro arrugado.

—Pues de ahí no sacará ninguna alegría —comentó Halfdan—, ¿por qué se casó con ella?

—Porque es mercia —contestó Ravn—, y Alfredo quiere tener a Mercia de su lado.

—Mercia nos pertenece —gruñó Halfdan.

—Pero Alfredo la quiere recuperar —prosiguió Ravn—, y lo que deberíamos hacer es enviar barcos con ricos regalos para los britanos. Si le atacan desde Gales y Cornwalum tendrá que dividir su ejército.

Ése fue un comentario desafortunado, pues a Halfdan aún le escocía el recuerdo de haber dividido su propio ejército en la colina de Æsc, así que se limitó a ponerle ceño a su cerveza. Por lo que yo sé jamás envió presentes a los britanos, y habría sido una buena idea hacerlo, pero lo obcecaba su fracaso en la conquista de Wessex, y de nuevo corrieron rumores de descontento tanto en Northumbria como en Mercia. Los daneses habían tomado una parte tan grande de Inglaterra y en tan poco tiempo, que aún no habían conseguido someter sus conquistas, ni poseer todas las fortalezas de la tierra conquistada, así que las revueltas estallaban como el fuego en los brezales. Eran reducidas con facilidad, pero si no se les prestaba atención podían extenderse y convertirse en peligrosas. Ya era hora, dijo Halfdan, de pisotear los fuegos y acobardar a los ingleses conquistados hasta su total sumisión por el terror. En cuanto hicieran aquello, en cuanto Northumbria, Mercia y Anglia Oriental estuvieran definitivamente tranquilas, podrían retomar el ataque a Wessex.

La última plata de Alfredo llegó, y el ejército danés liberó a los rehenes jóvenes, incluidos los gemelos mercios, y el resto volvimos a Lundene. Ragnar desenterró el tarro con las cenizas de su hijo pequeño y lo llevó con él en la
Víbora del viento.

—Lo llevaré a casa —me dijo—, y lo enterraré con su gente.

Aquel año no pudimos viajar al norte. Era otoño cuando llegamos a Lundene, tuvimos que esperar todo el invierno y hasta que no vino la primavera los tres barcos de Ragnar no pudieron abandonar el Temes rumbo al norte. Para entonces ya casi tenía dieciséis años, y estaba creciendo tan deprisa que de repente superaba en una cabeza a la mayoría de los hombres, así que Ragnar me hizo llevar el timón. Me enseñó a conducir un barco, a predecir las rachas de viento y olas, y a controlar el viraje de la embarcación antes de que lo hicieran los elementos. Aprendí las sutilezas del tacto del timón, y aunque al principio el barco oscilaba como borracho porque aplicaba demasiada fuerza, con el tiempo conseguí sentir la voluntad del barco en el largo timón y aprendí a amar el temblor del fresno cuando la elegante embarcación alcanzaba el pico de velocidad.

—Te voy a convertir en mi segundo hijo —me dijo Ragnar durante aquel viaje. Yo no sabía qué decir—. Siempre favoreceré al mayor —prosiguió, refiriéndose a Ragnar el Joven—, pero tú seguirás siendo un hijo para mí.

—Eso me gustaría —le dije incómodo. Miré la lejana orilla, moteada de pequeñas velas pardas de los barcos de pesca que huían de los nuestros—. Es un honor —añadí.

—Uhtred Ragnarson —dijo, probando el sonido de las palabras, y debió de gustarle porque sonrió, pero después volvió a pensar en Rorik, se le inundaron los ojos de lágrimas y se quedó mirando el mar vacío, hacia el este.

Aquella noche dormimos en la desembocadura del Humber.

Y dos días más tarde, llegamos a Eoferwic.

* * *

Habían reparado el palacio del rey. Tenía nuevas contras en las altas ventanas, y cambiaron el techo de paja de centeno, ahora color dorado, Los muros romanos del viejo palacio habían sido rascados para eliminar el liquen de las juntas de las piedras. Un nutrido cuerpo de guardia vigilaba en la puerta exterior, y cuando Ragnar pidió entrar, le dijeron de manera cortante que esperara. Pensé que iba a sacar la espada, pero antes de que estallara su ira apareció Kjartan.

—Mi señor Ragnar —saludó con amargura.

—¿Desde cuándo tiene que esperar un danés en esta puerta? —quiso saber Ragnar.

—Desde que yo lo he ordenado —replicó Kjartan, y en su voz había insolencia. Él, así como el palacio, ofrecía un aspecto próspero. Llevaba una capa negra de piel de oso, botas altas, camisa de malla, un tahalí de cuero rojo y casi tantos brazaletes como Ragnar—. Nadie entra sin mi permiso —prosiguió Kjartan—, pero por supuesto vos sois bienvenido,
jarl
Ragnar. —Se hizo a un lado para dejarnos pasar a Ragnar, tres de sus hombres y a mí al gran salón en el que, cinco años antes, mi tío había intentado comprarme a Ivar—. Veo que aún conserváis vuestra mascota inglesa —comentó Kjartan mirándome.

—Y seguirás viéndolo mientras tengas ojos —repuso Ragnar sin más—. ¿Está el rey aquí?

—Sólo concede audiencia a aquellos que la solicitan —contestó Kjartan.

Ragnar dejó escapar un suspiro y se volvió hacia su antiguo capitán.

—Me incordias como una liendre, Kjartan —le dijo—, si quieres, plantamos las varas de castaño y nos enfrentamos cuerpo a cuerpo. Y si no quieres, ya estás yendo a buscar al rey porque tengo que hablar con él.

Kjartan torció el gesto, pero decidió que prefería no enfrentarse a la espada de Ragnar en un espacio delimitado por ramas de castaño, así que, de malos modos, se metió en las estancias palaciegas de la parte de atrás. Nos hizo esperar un buen rato, pero al final el rey Egberto apareció, y con él seis guardias que incluían al tuerto Sven, que ahora tenía un aspecto tan próspero como el de su padre. También había crecido, era casi tan alto como yo, con amplios pectorales y brazos increíblemente musculosos.

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