Nueva York (104 page)

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Authors: Edward Rutherfurd

Tags: #NOVELA HISTÓRICA. Ficción

BOOK: Nueva York
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—Nos va bien —aseguró—. Ya tengo algunos ahorros. Dentro de unos años podré comprarme mi propia casa.

—Bravo —aplaudió Caruso—. Bebamos por la tierra de las oportunidades.

—Pero usted, señor Caruso —añadió, con respetuoso tono, el padre—, ha añadido honor a nuestro apellido. Nos ha elevado a todos.

A la manera de un jefe tribal, Caruso aceptó aquel tributo.

—Brindemos pues, amigos míos, por el apellido Caruso.

Durante la comida fue hablando con cada uno de los miembros de la familia. Felicitó a Giuseppe por ayudar a su padre y a Concetta por criar una familia tan espléndida. De Anna, captó enseguida que era como la segunda madre de la familia. Paolo reconoció que quería ser bombero y, cuando le tocó el turno a Salvatore, Caruso le preguntó por su colegio.

La iglesia de la Transfiguración se encontraba entre las calles Mott y Mulberry, en el pequeño altozano contiguo al parquecillo. Cuando los Caruso llegaron allí, un sacerdote irlandés servía como ministro para la congregación irlandesa en la iglesia principal, mientras que otro italiano celebraba las ceremonias para la congregación italiana, en su propia lengua, en la cripta de abajo. Desde entonces, no obstante, los italianos se habían trasladado arriba junto con su sacerdote, lo cual era un indicativo de que eran ellos ahora quienes ocupaban la zona. Al lado de la iglesia estaba la escuela adonde iban los Caruso.

—Debes aprender todo lo que puedas —le recomendó el cantante a Salvatore—. Son demasiados los italianos del sur que desprecian la educación. «¿Por qué debería saber más un hijo que su padre?», dicen. Pero se equivocan. Trabaja bien en la escuela y saldrás adelante en América. ¿Lo entiendes?

A Salvatore no le gustaba mucho la escuela, de modo que no le gustó mucho el consejo, pero aun así asintió con respetuosa actitud.

—¿Y este jovencito? —Caruso se volvió hacia el pequeño Angelo—. ¿También aprende cosas en la escuela?

Pese a su tendencia soñadora, Angelo iba bien en la escuela. De hecho, ya sabía leer mejor que sus hermanos mayores. También se le daba bien el dibujo. Pero como era demasiado tímido para decir nada, su madre informó al tenor de aquellas aptitudes, mientras Salvatore, que no veía de qué le podían servir, intercambió una mueca de complicidad con Paolo. Por eso lo tomó un poco por sorpresa la siguiente pregunta.

—Y tu hermano Salvatore, ¿es bueno contigo?

Se produjo un embarazoso silencio y, de improviso, Angelo volvió a la vida.

—No —contestó bien alto—, mi hermano no es bueno conmigo.

Paolo creyó que aquello era gracioso, pero Caruso no.

—Debería darte vergüenza —lo reprendió.

—Anna cuida de Angelo —intercedió su madre, para que el ilustre cantante no creyera que tenían descuidado al pequeño.

Aun así, pese a su gesto de asentimiento, Caruso no desvió la atención de Salvatore.

—Tu hermano es un soñador, Salvatore. No es tan fuerte como tú, pero ¿quién sabe? Podría ser un pensador, un sacerdote, un gran artista. Tú eres su hermano mayor y deberías protegerlo. Prométeme que serás bueno con tu hermano.

Aunque en ese momento tenía unas ganas tremendas de darle una paliza a Angelo, Salvatore notó que se ruborizaba.

—Sí, señor Caruso —prometió.

—Perfecto. —El tenor sacó una chocolatina de la nada y se la dio a Salvatore—. Esto es sólo para ti, Salvatore, para que te acuerdes de que me has prometido ser bueno con tu hermano. —Tendió la mano, para que Salvatore tuviera que estrechársela—.
Ecco
. Lo ha prometido.

Los miró a todos con la misma seriedad que si hubieran firmado un contrato legal.

Luego Salvatore miró al pequeño Angelo, que tenía entonces los ojos muy abiertos, y al tenor y a toda su familia y para sus adentros maldijo su suerte. ¿Qué iba a hacer ahora?

La noticia no tardó en circular. Al día siguiente, todo Little Italy sabía que los Caruso habían celebrado una comida familiar con el gran tenor. Giovanni Caruso reaccionó con ponderación, sin embargo; cuando le preguntaban «¿Así que el gran Caruso es pariente vuestro?», él contestaba: «Carusos hay muchos. Somos una tribu, no una familia». De esta manera, enseguida la gente comenzó a decir: «Giovanni Caruso no quiere reconocer que son parientes, pero el mismo Caruso lo trata como a un hermano. Por algo será». Al negar a medias el parentesco conseguía que la gente sospechara que existía. Hasta su casero, un día en que lo encontró en la calle, lo paró muy sonriente y le pidió que no dejara de avisarlo para cualquier favor que necesitara.

Salvatore, por su parte, se sentía obligado a ser amable con el pequeño Angelo. Para Paolo, aquello fue una gran ocasión para gastar chanzas a su costa. Apenas pasaba un día en que no fastidiara a Angelo robándole una manzana, o quitándole una bota, para luego decirle alegremente que no se preocupara, que su hermano Salvatore se lo iba a devolver. Angelo tuvo que pelearse con él varias veces.

Ellos casi no se habían enterado del pánico financiero que se padeció el mes siguiente en Wall Street. Aquel tipo de cosas no tenían nada que ver con los pobres habitantes del Lower East Side. Después el tío Luigi fue a verlos y dijo que uno de los
banchiste
que frecuentaban el restaurante había perdido mucho dinero, el suyo y el de sus clientes.

—Espero que ese señor Rossi sea correcto —apuntó.

—El señor Rossi es demasiado listo para cometer cualquier error —respondió Giovanni Caruso.

No obstante, Salvatore advirtió después que su padre parecía preocupado.

Dos días más tarde, el padre fue a ver al
banchista
. Cuando volvió, estaba muy pálido. Luego subió a la azotea para hablar a solas con Concetta, y Salvatore la oyó gritar. Esa noche, cuando estuvieron reunidos en el exiguo apartamento, Giovanni les dio la noticia.

—El señor Rossi lo ha perdido todo, todo el dinero de sus clientes. Es muy complicado, y son muchos los que están en la misma situación. El caso es que hemos perdido nuestros ahorros y tenemos que empezar de cero otra vez.

—Es una mentira —gritó la madre—. El dinero no puede desaparecer así como así. Él lo ha robado.

—Que no Concetta, te lo aseguro. Rossi también ha perdido casi todo su dinero. Si me ha dicho que no sabe casi ni cómo va a poder comer.

—¿Y tú lo crees? ¿Es que no ves lo que está haciendo, Giovanni? Va a esperar un poco y después se va a esfumar con todo el dinero. Se está riendo de ti, Giovanni, a tus espaldas.

—Tú no entiendes esas cosas, Concetta. El señor Rossi es un hombre honorable.

—¿Honorable? Los hombres sois unos tontos. Cualquier mujer es capaz de ver el juego que se trae.

Salvatore, que nunca había oído a su madre hablar con tan poco respeto a su padre, estaba inquieto por lo que pudiera pasar. Su padre, sin embargo, optó por hacer como que no la había oído, pues la situación ya era bastante grave como para complicarla más.

—Paolo y Salvatore van a tener que ponerse a trabajar ahora —decretó su padre—. Es hora de que nos ayuden, como lo hace Anna. Trabajo no falta. Maria y Angelo se quedarán de momento en la escuela. Dentro de unos años nos habremos recuperado y vendrán mejores tiempos.

Para Salvatore, el cambio de circunstancias supuso una clara mejora. Puesto que ya no tenía que ir al colegio, quedó exento de cumplir las instrucciones para que estudiara que le había dado el gran Caruso, y como se pasaba tanto tiempo en la calle con Paolo, no le costaba mucho ser amable con el pequeño Angelo cuando lo veía. En la calle encontraban muchas maneras de ganar dinero, aunque por lo general hacían de limpiabotas. Se desplazaban hasta Greenwich Village para lustrar los zapatos de los italianos que comían allí. Encontraron una empresa italiana en cuyas oficinas les permitían entrar para limpiar los zapatos de los empleados. Al trabajar juntos, se turnaban para aplicar el betún y sacar lustre, aunque hasta Paolo reconocía que Salvatore era capaz de dejar los zapatos más relucientes que él.

—Debe de ser por algo que tiene tu saliva que yo no heredé —apuntaba, pesaroso.

La pérdida de los ahorros también supuso un cambio en las actividades de su madre. En la más luminosa de las tres habitaciones instalaron una máquina de coser al lado de la ventana. Allí se relevaban ella y Anna para coser a destajo. Aunque les pagaban poco podían quedarse en la casa, cuidar de los niños y preparar la comida para el resto de la familia mientras los hombres salían. Después del arrebato que tuvo contra el señor Rossi, Concetta no había vuelto a hacer ningún comentario sobre aquello, pero Salvatore sabía que no podía estar contenta. Una noche oyó que sus padres hablaban en voz baja en la azotea. Su padre empleaba un tono suave, persuasivo, aunque Salvatore no alcanzó a captar bien qué decía. Sí oyó, sin embargo, las palabras de su madre.

—No más hijos, Giovanni. Así no. Te lo ruego.

Entonces comprendió a qué se refería su madre.

Era a finales de diciembre y él caminaba por Mulberry Street con su padre cuando el tío Luigi salió corriendo del restaurante en pos de ellos. Tenían que acudir de inmediato, les dijo. El gran Caruso estaba comiendo adentro y quería hablar con ellos.

Caruso los acogió con afabilidad y preguntó por toda la familia.

—Dele recuerdos a su esposa —encargó a Giovanni.

Una vez que éste le hubo prometido que así lo haría, les preguntó si les iba bien.


Assolutamente
—le aseguró Giovanni—. Todo va bien.


Bene, bene
—dijo Caruso—. ¿Y te portas bien con tu hermano? —preguntó luego a Salvatore.

—Sí —confirmó Salvatore.

—¿Y estudias mucho en la escuela?

—Estudia más que nunca —intervino su padre, sin darle tiempo a responder.

Salvatore vio que el tío Luigi ponía cara de sorpresa, pero como Caruso no miraba por ese lado, no se fijó. Mientras tanto, sacó un sobre del bolsillo, que entregó a Giovanni.

—Dos entradas para la ópera, para usted y su esposa —anunció, muy contento—. ¿Irán?

—Por supuesto. —Luego Giovanni Caruso se deshizo en expresiones de gratitud.

—No podía hablarle de nuestra desgracia, Toto —le explicó luego a Salvatore cuando ya habían caminado un poco—. No podía permitir que supiera que ya no vas a la escuela.

—Ya lo sé, papá —contestó Salvatore.

—Yo también soy un Caruso. No podía presentar una
brutta figura
.

Salvatore comprendió que, para el orgullo de un italiano, habría supuesto una humillación. Ni siquiera se atrevió a estrechar la mano de su padre.

—Has hecho bien, papá —aprobó.

El día en que debían ir a la ópera, no obstante, su madre dijo que no se encontraba bien.

—Llévate a uno de los niños —dijo a su marido—. Anna podría ir.

Después de pensarlo un momento, su padre decidió, sin embargo, que debía ir con Salvatore, puesto que él había estado presente cuando Caruso le dio las entradas.

Salvatore caminaba henchido de orgullo por Broadway al lado de su padre cuando llegaron a las proximidades del teatro de la ópera. Él encontraba que aquel gran edificio de fachada cuadrada que ocupaba toda la manzana entre las calles Treinta y Nueve y Cuarenta se parecía mucho a unos grandes almacenes. La elegancia de los trajes de noche de la gente que entraba no dejaba, con todo, margen de duda. Incluso reparó en un Rolls-Royce plateado que alguien aparcó con suavidad cerca de la entrada.

Salvatore nunca había estado en aquella parte de la ciudad. Conocía las bulliciosas calles del barrio financiero y los muelles, pero casi nunca tenía ningún motivo para ir más al norte de Greenwich Village. Aunque en el extremo de la Quinta Avenida había visto salir y entrar de sus casas a elegantes damas, aquella concentración de gente tan engalanada era una novedad para él.

Al entrar, Salvatore contuvo una exclamación. El vasto auditorio, con sus impresionantes candelabros, era como un palacio celestial. Una recia cortina de damasco dorado tapaba el escenario bajo el proscenio curvado donde destacaban los nombres de los grandes compositores. De Beethoven había oído hablar, de Wagner no. Pero allí, a la vista de todos, estaba el nombre gracias al cual todo italiano podía henchirse de orgullo: Verdi. Y esa noche iban a representar precisamente
Aida
de Verdi.

Pronto se dio cuenta de que Caruso había tenido el acierto de no darles localidades caras, donde todo el mundo iba ataviado con trajes de gala. Ellos llevaban traje y camisas limpias, desde luego, y su padre hasta se había puesto una corbata, pero a medida que se iban abriendo paso entre el gentío, Salvatore había notado que los asistentes los miraban de una manera extraña. Cuando limpiaba las botas de los ricos hombres de negocios durante el día se mostraban bastante amables, pero ahora que estaban invadiendo su territorio, varios de ellos les asestaron unas miradas glaciales. Una mujer se apresuró a apartar la falda del vestido, por temor a verse contaminada con su contacto.

—Condenados italianos… —murmuró su marido.

—A ellos les gusta sólo nuestra ópera, Toto —señaló con tristeza Giovanni Caruso.

Cuando encontraron las localidades vieron que sus vecinos eran sencillos italianos como ellos, beneficiarios tal vez de la generosidad de Caruso. Su padre se puso a charlar con ellos, pero Salvatore siguió pensando en la manera como los habían mirado los ricos, hasta que subió el telón.

El argumento de
Aida
era fácil de seguir, sobre todo si uno era italiano y entendía la letra, se dijo con ironía. La princesa Aida, una esclava cautiva en Egipto, y su amante, el héroe Radamés, componían los dos lados del triángulo amoroso que completaba la hija del faraón egipcio. ¡Pero con qué esplendor desarrollaba el tema Verdi! ¡Qué majestuosas marchas, qué fascinantes escenas! Con su magnífica voz, estremecedora como la de cualquier tenor, vibrante como la de un barítono, Caruso, el héroe, tenía hechizado al público. En lo tocante a la puesta en escena, el Metropolitan Opera había montado un nuevo escenario aquella temporada de una magnificencia sin par. Mientras se dejaba absorber por la música y el decorado, Salvatore sentía que allí estaba plasmado todo el esplendor de su tierra de origen, del Mediterráneo que iba de Italia hasta África. Aquello le causó una profunda conmoción.

La escena más emotiva para él fue tal vez al final cuando, tras condenarlo a muerte, emparedan al héroe en una inmensa tumba. Los oscuros muros, destacados por las mortecinas luces, se alzaban, duros e inmutables ante él, opresivos como el destino. Y entonces, de repente, descubre que su amante Aida, que creía que lo había traicionado, se ha escondido allí porque ha elegido compartir su suerte. En ese momento, cuando los dos amantes iniciaban su estremecedor dueto final, Salvatore lanzó una mirada a su padre.

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