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Authors: Edward Rutherfurd

Tags: #NOVELA HISTÓRICA. Ficción

Nueva York (122 page)

BOOK: Nueva York
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Salvatore Caruso sabía que iba a morir. Mientras caía por el borde tuvo tiempo de pensar con claridad. «Voy a morir como mi hermana Anna», pensó. Quiso decirle a Angelo que lo quería, que no sentía ningún odio por él. Luego cayó en la cuenta, con todo, de que Angelo no tenía ni idea de los vergonzosos pensamientos que le habían pasado por la cabeza momentos antes, de modo que daba igual.

Nueve pisos más abajo estaba el andamio. Tenía un techo duro destinado a proteger a los canteros de la caída de algún material. Si chocaba contra aquel techo, el impacto le causaría la muerte, pero no interrumpiría su caída. Rebotaría en el tejado y luego caería como una piedra hasta la calle. Debía tratar de evitar el andamio y gritar mientras caía, para avisar a la gente que se encontraba abajo en la acera.

Oyó una voz que desde arriba gritaba su nombre: «¡Salvatore!». Era Angelo.

Había sólo algo en lo que no había pensado. Se dio cuenta al cabo de un momento: no estaba cayendo tan deprisa como debería.

Cuando el viento choca con un edificio alto, su corriente se ve frenada, y entonces busca algún sitio por donde pasar. A menudo acaba yendo hacia arriba. Al igual que el viento sube por un acantilado e impulsa hacia atrás a quien por él se asoma, unas grandes corrientes de aire ascendente recorren la fachada de un rascacielos.

Entonces, mientras caía, Salvatore reparó de improviso en que el bloc de Angelo, que debería haberse encontrado debajo de él, subía, aleteando como un pájaro, más arriba de su cabeza. Mientras la repentina racha llegada por el oeste había arrebatado el cuaderno de la mano de Angelo, unos grandes remolinos habían provocado asimismo la formación de una columna de aire en la fachada oriental.

Y ahora, como la mano de un ángel, ésta había recogido a Salvatore en su caída y lo había mantenido a flote para después aproximarlo a la estructura del edificio, donde cayó encima de un parapeto abierto, tres pisos más abajo.

El choque lo dejó inconsciente, con una pierna rota.

Era una mañana de primavera de 1931, un lunes, y William Master se estaba vistiendo. No sabía por qué había abierto aquel cajón en concreto, que hacía meses que no tocaba. Contenía algunas corbatas viejas y un par de chalecos que nunca se ponía. Entonces reparó en el cinturón.

Lo sacó. Aquel objeto se transmitía de generación en generación en la familia desde no sabía cuándo.

—Más vale que lo conserves —le había dicho su padre—. Es
wampum
. Se supone que trae suerte.

William se encogió de hombros, pensando que la suerte no le iba a sobrar precisamente ese día. Obedeciendo a un impulso, decidió ponérselo… debajo de la camisa, claro, porque no quería parecer un idiota. Después se vistió como de costumbre, hasta presentar la impecable imagen del empresario de éxito. Si iba a caer, mejor hacerlo con estilo.

De todas formas, nunca había que perder las esperanzas.

Abajo, dio un beso de despedida a Rose, como si aquél fuera un día cualquiera, y salió por la puerta.

Joe lo aguardaba allí, con su uniforme, junto al Rolls.

—Buenos días, señor —lo saludó mientras le abría la puerta.

—Buenos días, Joe. Bonita mañana.

Reconfortado por un momento, subió al coche. Joe era un buen hombre. Se preguntó si seguiría manteniéndolo como empleado mucho tiempo más. Probablemente no.

Al pasar por la Quinta, tendió la mirada hacia el parque. En el césped habían despuntado unos cuantos narcisos y crocus.

Le había dicho a Charlie que no lo iba a necesitar en la oficina ese día. No quería ver a nadie salvo al jefe de empleados. Aquel hombre de confianza había estado repasando los libros durante todo el fin de semana.

Iba a ser el día del juicio final. No podía postergarlo más. Para ese día había varias llamadas previstas que pondrían un cierre a todo. Si el mercado experimentaba de repente una gran recuperación, las cosas podrían ir de otro modo, desde luego. La Bolsa no iba a repuntar, sin embargo. En abril del año anterior él afirmaba que el Dow Jones llegaría a 300. Nunca había alcanzado esa cifra. En ese momento estaba en menos de la mitad.

Mientras su empleado de confianza repasaba las cuentas de la agencia de Bolsa ese fin de semana, él hizo lo mismo con sus negocios. A solas en su despacho, valoró qué activos le quedaban. No debió tratar de salvar la agencia, por supuesto. No debió utilizar su propio dinero para apuntalarla. Entonces era muy fácil verlo, pero en su momento, siempre le había parecido que la salida del túnel estaba a la vuelta de la esquina. Lo cierto era que no podía soportar la humillación, que era incapaz de admitir su fracaso. No había podido renunciar y ahora era demasiado tarde para hacerlo.

Tendrían que desprenderse de la casa. Era difícil calcular qué precio alcanzaría, pero era una magnífica vivienda, una buena baza. La residencia de Newport era una cuestión bien distinta. Tres semanas atrás había preguntado, como si tal cosa, a Rose si le quedaba algo de los 600.000 dólares que le había dado.

—Ni un centavo, William —había respondido ella con una dulce sonrisa—. En realidad, es posible que necesite un poco más.

—¿Aún no han acabado las obras?

—No del todo. Ya conoces a esos diseñadores. Bueno, y a los constructores también…

Un palacio inacabado en Newport. ¿Quién podría vender algo así en la actual situación económica? Nadie estaba comprando casas de lujo, que él supiera. Por consiguiente, había anotado su valor muy a la baja.

A menos que se produjera un milagro, durante las horas siguientes iba a constatar si tenía un saldo positivo, en cero, o negativo. Prefería hacerlo solo. Después, cuando hubiera acabado, tendría que regresar a casa y anunciarle que estaban en la ruina.

Ella no abrigaba la menor sospecha.

—Recógeme a las cuatro, Joe —encargó, mientras él salía.

El sol aún lucía con fuerza cuando Joe volvió a abrirle la puerta del coche esa tarde. Arrellanado en el asiento de atrás, miró la calle.

—Llévame a dar una vuelta, Joe —pidió—. Subiremos por el West Side. Llévame al Riverside Drive —concretó con una sonrisa.

Hacía mucho que no iba por el borde del Hudson. Al llegar a la calle Setenta, posó la mirada en su amplio cauce. Debía de ser igual de hermoso ahora que cuando los primeros Master y Van Dyck llegaron a la ciudad. Eso era lo que ellos debían haber visto, y los indios antes que ellos.

Aquello le hizo acordarse del cinturón de
wampum
. Todavía lo llevaba puesto. Se había olvidado por completo de él. En todo caso, no le había traído mucha suerte. Según sus cálculos, una vez hubiera liquidado la agencia, vendido las casas y pagado todas las deudas, le quedarían tal vez cincuenta mil dólares y nada más. Era mejor que la pura bancarrota.

Los trescientos años de fortuna familiar acumulada acababan allí, perdidos. «Y he sido yo quien los he perdido», se reprochó. En todas aquellas generaciones, había sido él el único en conseguir tal logro. Mientras miraba por la ventana respiró hondo, aún con la sonrisa en los labios, pero no le sirvió de nada. Su cuerpo se agitó con un repentino sobresalto. La vergüenza lo hacía rebullir en el asiento. No estaba seguro de poder soportarlo.

¿Habría reparado Joe en su brusco movimiento? No dio muestras de ello, en cualquier caso. Era una buena persona, Joe. Nunca hacía preguntas. Seguro que encontraría otro empleo.

William guardó silencio, con la mirada posada en el río, procurando no llorar. Al cabo de un rato pasaron junto a la tumba de Grant.

Ante ellos se extendía una magnífica vista. Pese al hundimiento de la economía americana y al desplome de Wall Street, en Manhattan no paraban de iniciarse colosales proyectos de construcción.

El puente colgante que cruzaba el río Hudson, casi concluido ya, no era sólo ancho, sino espléndido. Hasta el puente de Brooklyn se veía modesto comparado a él.

—No te has casado nunca ¿verdad, Joe? —preguntó al chófer.

—No, señor.

—¿Tienes familia? ¿Tus padres?

—Murieron los dos, señor. Tengo un hermano en Nueva Jersey.

—Este puente es magnífico, Joe.

—Sí, señor.

—Para cuando lleguemos a su lado. Voy a mirarlo de cerca.

En la entrada del puente, Master se puso el sombrero y bajó. Luego se encaminó hacia el puente. Los cables de suspensión estaban todos colocados. Entre ellos había un pasadizo provisional, y ya estaban construyendo la calzada. Después de cruzarse con unos obreros, acudió a su encuentro un individuo que parecía el encargado.

—Están haciendo un gran trabajo —lo elogió Master con una sonrisa.

—Gracias, señor.

—El otro día hablábamos de ustedes. —Por la expresión del capataz, adivinó que se estaba preguntando a quién se refería con aquel plural—. Llevan un adelanto en las previsiones.

—Así es, señor. ¿Con quién tengo el gusto…?

—Soy el señor Master —se presentó William con firmeza—. ¿Querría acompañarme hasta el centro? Me gustaría echar un vistazo.

El capataz dudó sólo un momento. Tras observar al rico caballero y dedicar una mirada al Rolls-Royce, decidió por lo visto que más valía no correr el riesgo de contrariarlo.

—Por aquí, señor —le indicó—. Pero tendrá que ir con cuidado.

Desde el pasadizo, William tendió la mirada hacia el norte. Qué impresionante era aquel río que, con imperturbable majestad, descendía de los lejanos estados. Qué nobleza presentaban los rocosos acantilados de las Empalizadas, en su inamovible dureza. Volviéndose hacia el sur, contempló la larga línea de Manhattan, los distantes rascacielos del barrio financiero y el espacio despejado de la bahía.

La familia volvía a encontrarse como al principio. Sólo estaban él y el río.

William miró el agua. Si iba a saltar, aquél era el momento ideal. Unos años atrás, un individuo había saltado desde el puente de Brooklyn por una apuesta. No había sobrevivido. Saltar desde allí resultaría facilísimo, y no sería una mala manera de desaparecer. Con suerte, el gran río lo engulliría en su silencio y nunca más volvería a tener conciencia de nada. Sería sólo apearse de su Rolls-Royce, como un caballero, para zambullirse en el olvido. La familia saldría adelante. Mejor sin él.

¿O tal vez no? Charlie no iba a cambiar así como así. Sería pobre, pero con su estilo de vida tampoco notaría una gran diferencia. ¿Y qué sería de Rose? Rose, con su alocada obsesión con la casa de Newport, sus sueños de vestíbulos de mármol y otras extravagancias. ¿Cómo iba a encajar la disolución de sus negocios? No muy bien, desde luego. Sacudió la cabeza.

Se necesitaba menos valor para saltar que para volver a casa. Tenía que ir a casa, sin embargo. Se volvió. Al verlo, el capataz se apresuró a acudir para acompañarlo.

—¿Vendrá para la inauguración, señor Master? —preguntó.

—Ah, espero que sí.

No se lo dijo a Rose hasta tarde, por la noche. Estaba muy guapa, con un vestido de seda, y llevaba la gargantilla de perlas que tanto le gustaba. Ojalá hubiera tenido buenas noticias que anunciarle.

Durante la cena no dijo nada, por la presencia de los criados. Tampoco le dijo nada durante el rato en que permanecieron junto al fuego en la biblioteca, por si acaso se ponía fuera de sí y montaba una escena. Aguardó hasta que todos se hubieron retirado y se encontraron completamente solos.

Rose tenía un pequeño salón contiguo a su dormitorio. Después de indicarle a su doncella que no la iba a necesitar se sentó allí, a quitarse los pendientes. Él se colocó a su lado.

—Tengo malas noticias, Rose —dijo.

—Lo siento, cariño.

—Son muy malas noticias. Tienes que prepararte para oírlas.

—Estoy preparada, cariño. ¿Hemos perdido todo el dinero?

—Sí.

—¿Nos queda algo?

—Puede. Unos cincuenta mil dólares, más o menos. La agencia está acabada. Tendremos que prescindir de las casas, incluida ésta.

Calló un momento, incapaz de continuar. Entonces ella lo miró y le cogió la mano.

—No me viene por sorpresa ¿sabes? Lo estaba esperando.

—¿Sí?

—Adiviné que tenías problemas, como tantos otros hoy en día.

—No sé qué decir.

—¿Qué quieres decir?

—Que… que lo lamento mucho. —A punto de venirse abajo, logró mantener no obstante la entereza—. ¿Qué vas a hacer?

—¿Que qué voy a hacer? Vivir contigo, por supuesto. Como tú quieras y donde tú quieras. Eso es todo lo que deseo.

—Pero después de todo esto…

—Hemos disfrutado de una vida magnífica. Ahora disfrutaremos de otra vida magnífica, pero diferente.

—¿Y qué va a hacer Charlie?

—Trabajar —afirmó con convicción.

—Es que… —quiso alegar, pero ello lo contuvo.

—Ahora quiero que te metas en la cama —ordenó.

Al cabo de un par de minutos llegó al dormitorio. Advirtió con sorpresa que no llevaba el camisón. Estaba completamente desnuda, descontando la gargantilla de perlas que él le había regalado. Aunque ya era una mujer de mediana edad, había conservado un buen tipo. William emitió una queda exclamación, impresionado por el maravilloso efecto erótico de su aparición.

Al llegar junto a la cama, se llevó las manos a la nuca y desabrochó despacio el collar. Luego se lo entregó.

—Por esto darían una buena cantidad —comentó, sonriendo.

Él lo tomó, reacio.

—No quiero que te desprendas nunca de él —murmuró.

—Tú eres lo único que necesito —declaró ella—. Eso es lo que cuenta.

Una vez dentro de la cama, lo atrajo hacia sí.

—No creo que pueda —adujo él con tristeza.

—Chitón —le susurró, apoyando la cabeza sobre su pecho—. Ahora creo que deberías llorar. Ya es hora.

Varias horas más tarde, mucho después de que hubieran hecho el amor y su marido se hubiera quedado dormido, Rose Vandyck Master permanecía muy quieta en la cama, mirando el techo.

Estaba contenta de que todo hubiera acabado. Habían transcurrido dieciocho meses desde que empezó a sospechar que su marido tenía problemas y no había sido fácil verlo sufrir. De todas maneras, no había podido hacer otra cosa más que observar y esperar.

Se había acordado de lo sucedido en 1907. Él había estado entonces a punto de sucumbir al pánico y no había sido capaz de decirle nada. Por eso, cuando las cosas comenzaron a ir mal en la Bolsa esa vez, supuso que ocurriría lo mismo. Había estado aguardando, un mes tras otro. Para ella, que lo conocía tan bien, era evidente que pasaba un mal trago, pero no reunía el valor para confesárselo.

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