Nueva York (2 page)

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Authors: Edward Rutherfurd

Tags: #NOVELA HISTÓRICA. Ficción

BOOK: Nueva York
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Nueva Ámsterdam

1664

D
e modo que aquello era la libertad.

La canoa se deslizaba con la corriente del río, afrontando con la proa el embate del agua. Al mirar a la niña, Dirk van Dyck se preguntó si aquel viaje no sería una terrible equivocación.

Un extenso río lo atraía hacia el norte; un extenso cielo lo atraía hacia el oeste. Era aquélla una tierra de muchos ríos, una tierra de muchas montañas, una tierra de muchos bosques. ¿Hasta dónde llegaría? Nadie lo sabía; en todo caso, no con certeza. Más arriba de donde volaban las águilas, sólo el sol alcanzaría a ver, en su inmenso viaje hacia el oeste, toda su extensión.

Sí, en aquellos territorios desiertos había encontrado la libertad y el amor. Van Dyck era un hombre corpulento; vestía pantalones anchos al estilo holandés, botas con caña vuelta y jubón de piel. Como se aproximaban al puerto, se había puesto también un sombrero de ala ancha adornado con una pluma.

Miró a la niña: era su hija. Una hija del pecado, por el cual, según los dictados de su religión, merecía castigo.

¿Cuántos años tenía? ¿Diez, once? Se había puesto contentísima cuando él había aceptado llevarla río abajo. Tenía los ojos de su madre. Era una niña india preciosa: su pueblo la llamaba Pluma Pálida. Sólo la blancura de su piel dejaba traslucir la otra parte de su ascendencia.

—Pronto llegaremos.

El holandés habló en algonquino, la lengua de las tribus de la región.

Nueva Ámsterdam era un emplazamiento comercial, constituido sólo por un fuerte y una pequeña ciudad rodeados de una empalizada. De todos modos, era una pieza importante en el amplio imperio comercial controlado por los holandeses.

Van Dyck estaba orgulloso de ser holandés. Pese a que su país era pequeño, sus indómitos habitantes le habían plantado cara al poderoso imperio español y habían logrado la independencia. Habían sido ellos quienes habían construido los grandes diques que mantenían extensas franjas de tierra fértil al abrigo de la cólera del mar. Eran los holandeses quienes, con su espíritu marinero, habían puesto en pie un imperio comercial que era la envidia de todas las naciones. En aquella época dorada que había propiciado la existencia de Rembrandt y Vermeer, sus ciudades —Ámsterdam, Delft, Amberes—, con sus hileras de altas y picudas casas majestuosamente dispuestas a lo largo de los canales y ríos, eran un refugio para artistas, eruditos y librepensadores llegados de toda Europa. Sí, estaba orgulloso de ser holandés.

En su curso bajo, el río estaba sujeto al influjo de la marea, que aquella mañana discurría en dirección al océano. Por la tarde, invertiría la tendencia para fluir hacia el norte.

La niña miraba hacia delante, en el sentido de la corriente. Sentado frente a ella, Van Dyck recostaba la espalda en el gran montón de pieles, en su mayoría de castor, dispuestas en el centro de la canoa. Se trataba de una embarcación ancha y espaciosa, resistente y ligera a la vez, construida con corteza de árbol y que impulsaban remando cuatro indios, dos en la proa y dos en la popa. Casi pegada a ellos los seguía otra embarcación, tripulada por sus propios hombres. Había tenido que llevar aquella canoa india para transportar todo el cargamento que había comprado. En aquel día de finales de primavera, dejaban atrás un cielo cargado de nubes de tormenta y, aunque viajaban inmersos en un ambiente gris, el agua aparecía luminosa más adelante.

De improviso, entre las nubes surgió un potente rayo de sol. El río produjo un ruido seco al chocar contra el costado de la barca, como un tambor indio que transmitiera un aviso. Sintió en la cara un hormigueo provocado por la brisa, tan ligero como el burbujeo de un vino espumoso. Entonces volvió a hablar; aunque no quería ofender a la niña, aquellas palabras eran necesarias.

—No debes decir que soy tu padre.

La niña bajó la mirada hacia el colgante de piedra que pendía de su cuello. Era una diminuta cara esculpida, pintada de rojo y negro, que llevaba colgada boca abajo según la costumbre india. En realidad, tenía su lógica: así, cuando uno lo levantaba para mirarlo, quedaba perfectamente encarado hacia los ojos. Era un amuleto de la suerte, que representaba al Enmascarado, Señor del Bosque, el que mantenía el equilibrio de la naturaleza.

Sin contestar nada, Pluma Pálida siguió con la vista fija en la cara del dios indio. ¿Qué estaría pensando? ¿Acaso lo entendería? Van Dyck no estaba seguro.

Desde detrás de los acantilados que se sucedían en la orilla occidental cual altas empalizadas de roca resonó entonces un lejano retumbar de truenos; la niña sonrió. A sus compatriotas, que eran gente marinera, no les gustaban los truenos, pensó el holandés. Para ellos representaban perjuicios y temores; en cambio, los indios eran más sabios. Ellos conocían el significado de la voz del trueno: cuando hablaba, los dioses que moraban en el más bajo de los doce cielos estaban protegiendo al mundo del mal.

El sonido se alejó río abajo hasta disolverse. Pluma Pálida dejó caer el colgante con un leve y delicado gesto y después levantó la mirada.

—¿Conoceré a tu esposa?

Dirk van Dyck tuvo un breve sobresalto. Su esposa Margaretha no tenía ni idea de que estaba tan cerca, porque no le había avisado de su regreso. ¿Cómo podía haber pensado que podía llevar a la niña en la barca y ocultarla ante su mujer? Había sido una locura. Se revolvió y acabó posando, turbado, la vista en el río. Ya habían llegado a la punta septentrional del estrecho territorio llamado Manhattan y la corriente los impulsaba hacia abajo. Era demasiado tarde para retroceder.

Margaretha de Groot aspiró entre sus sensuales labios una lenta calada de la pipa de arcilla y, observando con aire pensativo al hombre de la pata de palo, se preguntó cómo sería acostarse con él.

Pese a su pelo cano y a su edad, ya madura, aquel individuo alto y erguido, de aspecto decidido, seguía teniendo un aspecto indómito. La pata de palo, por otro lado, era un blasón, un recordatorio de sus batallas. Aquella herida habría matado a muchos hombres, pero no a Peter Stuyvesant. A pesar de la pierna ortopédica caminaba por la calle a una velocidad sorprendente. Mirando la dura madera pulida, ella experimentó un tenue escalofrío del cual él no se percató.

¿Qué pensaría de ella? Le gustaba, estaba segura. ¿Y por qué no, además? Era una hermosa mujer en la plenitud de la treintena, de cara ancha y con una larga cabellera rubia. No había engordado, como les ocurría a muchas holandesas, todavía lucía una buena silueta y poseía una especie de voluptuosa aureola. En cuanto a su afición a fumar en pipa, la mayoría de los holandeses la tenían, tanto hombres como mujeres.

Al verla, él se detuvo y sonrió.

—Buenos días, Greet. —La había llamado Greet, con familiaridad. Al igual que la mayoría de las holandesas, a Margaretha van Dyck se la conocía por su nombre de soltera, Margaretha de Groot, y así había esperado que se dirigiera a ella. Claro que la conocía desde que era una niña, pero aun así… Él era por lo general una persona muy formal, pensó, casi ruborizada—. ¿Aún está sola?

Se encontraba delante de su hogar, una típica casa urbana holandesa, una sencilla vivienda rectangular de dos pisos con madera en los costados y una estrecha y picuda punta en la fachada. La suya lucía una bonita combinación de ladrillos negros y amarillos y unos pocos escalones comunicaban la calle con la puerta, que era amplia y estaba abrigada con un porche de estilo holandés. Aunque las ventanas no eran amplias, el conjunto resultaba impresionante gracias a la escalonada punta por la que los holandeses mostraban predilección; tras ella se alzaba una veleta, asentada sobre el caballete del tejado.

—¿Aún sigue vuestro marido en el norte? —repitió Stuyvesant. Ella asintió—. ¿Cuándo va a volver?

—¿Quién sabe? —contestó, encogiéndose de hombros.

No podía quejarse de que su marido tuviera que desplazarse tan lejos para realizar negocios. El comercio de pieles, en especial de castor, había alcanzado grandes dimensiones y los indios de la zona cazaban tantos animales que casi los habían llevado a la extinción. Van Dyck debía desplazarse a menudo al interior a fin de aprovisionarse con los iroqueses. Había que reconocer, además, que siempre conseguía adquirir abundantes reservas de mercancía.

No estaba segura, sin embargo, de que tuviera que permanecer ausente tanto tiempo. En la primera época de casados, sus viajes duraban sólo un par de semanas, pero poco a poco éstos se habían ido prolongando. Cuando estaba en casa era un buen marido, atento con ella y cariñoso con sus hijos. Aun así, experimentaba un sentimiento de abandono. Esa misma mañana su hija menor le había preguntado cuándo volvería su padre.

—En cuanto pueda —le había respondido a la pequeña con una sonrisa—. De eso puedes estar segura.

Pero ¿no estaría evitándola? ¿Acaso había otras mujeres en su vida? La fidelidad era importante para Margaretha de Groot. No era pues de extrañar que, al recelar que su marido pudiera engañarla, se dijera a sí misma que estaba aquejado de debilidad moral y, mientras soñaba hallar consuelo en otros brazos más justos, diera cabida en su pensamiento a una voz que le susurraba: «Si al menos fuera un hombre como el gobernador Stuyvesant».

—Vivimos tiempos difíciles, Greet. —En la voz de Stuyvesant era perceptible una tristeza que no dejaba traslucir en su rostro—. Ya sabéis que tengo enemigos.

Se sintió emocionada al darse cuenta de que le estaba haciendo una confidencia. Le dieron ganas de apoyarle la mano en el brazo, pero no se atrevió.

—Esos malditos ingleses…

La mujer asintió.

Si el imperio comercial de los holandeses se extendía desde el Oriente hasta las Américas, el de los mercaderes ingleses no le iba a la zaga. En ocasiones los dos países protestantes actuaban juntos frente a sus enemigos comunes, los imperios católicos de España y Portugal, pero por lo general eran rivales. Desde hacía quince años, después de que Oliver Cromwell derrocara con su ejército puritano al rey Carlos de Inglaterra —decapitándolo de paso—, la rivalidad se había incrementado. Los holandeses realizaban un lucrativo tráfico de esclavos entre África y el Caribe. La intención de Cromwell estaba muy clara: Inglaterra debía controlar el tráfico de esclavos.

Eran muchos los holandeses honrados que abrigaban dudas sobre la moralidad de aquel brutal tráfico de seres humanos; los buenos puritanos ingleses no tenían, en cambio, semejantes escrúpulos. Cromwell no había tardado en arrebatar Jamaica a los españoles a fin de utilizarla como base para el comercio de esclavos, y tras su muerte, acaecida cuatro años después y a la que había seguido la restauración de otro rey Carlos en el trono británico, Inglaterra había proseguido con la misma política. Hasta Nueva Ámsterdam habían llegado noticias de que los ingleses habían atacado los puertos que los holandeses utilizaban para embarcar esclavos en la costa guineana de África. A través del océano se transmitía también el rumor de que no sólo querían quedarse con el tráfico de esclavos, sino también con el puerto de Nueva Ámsterdam.

Ésta no era una gran ciudad. Contaba con un fuerte, un par de molinos de viento, una iglesia con un afilado campanario, un pequeño canal que en realidad no pasaba de ser una zanja ancha, unas cuantas calles flanqueadas de casas y algunos huertos y parcelas cercados por un muro que iba de este a oeste en la punta meridional de Manhattan. Pese a su modesta condición, tenía ya una historia tras de sí. Diez años antes de que el
Mayflower
se hiciera siquiera a la mar, la Compañía Holandesa de las Indias Occidentales había percibido el potencial de aquel vasto fondeadero natural y había establecido allí una base comercial. Ahora, después de medio siglo de irregular desarrollo, se había convertido en un activo puerto con asentamientos periféricos diseminados en un radio de varias decenas de kilómetros que delimitaban a grandes trazos un territorio al que los holandeses denominaban los Nuevos Países Bajos.

Éste poseía ya un carácter propio; a lo largo de dos generaciones, los holandeses y sus vecinos francófonos protestantes, los valones, habían luchado por independizarse del dominio de la católica España, y al final habían logrado su objetivo. Holandeses y valones se habían instalado juntos en la Nueva Ámsterdam. De hecho fue un valón, Pierre Minuit, quien se había encargado cuarenta años atrás de las negociaciones con los indios del lugar para comprar el derecho a asentarse en Manhattan. Desde su fundación, aquellos comerciantes protestantes infundieron a aquel sitio su espíritu de tenacidad e independencia.

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