Nunca olvides que te quiero (12 page)

Read Nunca olvides que te quiero Online

Authors: Delphine Bertholon

Tags: #Drama, romántico

BOOK: Nunca olvides que te quiero
5.84Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Me lo prestas?

—Trátalo con cariño, ¿vale? Es muy importante para mí.

—No te preocupes.

Cogí un sobre grande del escritorio y metí el libro en él. Guardó
Twist
en su bolso tubular de cuero negro y me dedicó una sonrisa alegre, guasona (su sonrisa) y acto seguido se dedicó a distender la atmósfera de una forma algo desconcertante.

—¿Sabías que la gente chinga como una descosida después de un entierro?

—Eros y Tanatos —asentí—. La propia vida es una hecatombe.

—¿Eh?

—Existimos porque han muerto miles de espermatozoides, porque tan solo uno ha sobrevivido. Y todos los días nuestras células se autodestruyen… ¡Una especie de suicidio colectivo, ya ves!

Me levanté para servir una última copa.

—Puede parecer una chorrada, pero pensándolo bien, nos ponen en el mundo e inventamos la muerte.

Louison se echó a reír.

—¿Siempre hablas así o lo haces para impresionarme?

—Simple biología, querida. Nacemos para morir… es como una especie de pacto.

—Y para ti ¿chingar es desafiar a la muerte?

—Aceptarla en todo caso. Firmar el pacto. Arriesgarse a engendrar algo mortal.

Le pasé el vaso, lo levantó.

—Por el pacto con la muerte.

Levanté el mío al mismo tiempo, brindamos.

—Por el pacto con la muerte.

Lo apuramos de un trago, lo que selló nuestros destinos con la sombra de Madison por encima de nuestra cabeza: su rostro de diez años, abierto sobre la cama, parecía observarnos. En aquel instante, a pesar de que siempre había estado convencido de lo contrario, de golpe pensé que Madi estaba viva. No sé cómo explicarlo, pero de pronto fue así: estaba seguro de ello.

Encendí el enésimo Marlboro, alterado por aquella curiosa certeza. Se hizo un silencio dorado, como una pasta de caramelo de cristal irisado que se extiende. Louison se había tumbado y tenía la vista fija en el techo, perdida en la larga fisura que surcaba el yeso encima de mi cama.

—Entonces, ¿qué opinas? —preguntó de pronto al cabo de un momento, apoyándose en los codos con aire preocupado.

—¿Qué opino de qué?

—De mi pelo, ¿de qué va a ser? Desde luego está claro que me espías…

—Está bien.

—¿Cómo bien?

Puse cara de estar reflexionando y luego abrí los brazos como si hubiera querido abarcar toda la cordillera de los Pirineos.

—Así de bien.

—Con eso me vale —dijo, satisfecha, y volvió a apoyar los pies en la pared.

Aquella noche no desafiamos a la muerte: simplemente se marchó. Ni siquiera conseguí darle un beso: tampoco lo intenté, a decir verdad. Hice un esfuerzo para retenerla bajo algún pretexto falaz, la incompatibilidad intrínseca del vodka y la bicicleta, por ejemplo, pero no hubo nada que hacer. Eso sí, me dio su número de móvil: destacaba allí, sobre mi mesa, escrito con trazos gruesos por una mano torpe utilizando un lápiz negro. No lo toqué por miedo a que se borrara. Tampoco lo copié en otra parte, como si lo que me gustara fuera su fugacidad, la incertidumbre que representaban aquellas cifras tan friables que una ráfaga de viento podía alterar.

Puse en remojo los platos de los macarrones con vieiras, ordené el estudio por segunda vez (durante la primera, Louison me había esperado divertida tras la puerta, mientras yo disimulaba algunos detalles vergonzosos) y tomé una ducha bajo la que me hice una paja salvaje pensando en ella. Incapaz de conciliar el sueño, recuerdo que me entraron ganas de llamar a mis padres, algo que no me ocurre casi nunca, cansado como estoy de los reproches silenciosos de mi padre y de las inquietudes sonoras de mi madre. Llamarles… ¿para decirles qué? No lo sé, se me ha olvidado. Tal vez para agradecerles que también ellos, en su época, hubieran aceptado el pacto. Que me hubieran puesto en el mundo, tan mortal como soy, tan imperfecto, tan potencialmente desgraciado. Naturalmente, no lo hice: eran las tres de la madrugada.

Cuando volví a encender el móvil, encontré once mensajes, pero estaba demasiado borracho para escucharlos. Me bastó y me sobró con la sarta de insultos del primero: había olvidado del todo la existencia de Mathilde. Con la solemne despreocupación que dan los amores nuevos, mandé este mensaje lapidario: «Perdóname, te dejo». No sabía qué otra cosa podía hacer; es algo que siempre he odiado: romper. Toda mi existencia se centra en encontrar la palabra justa, pero en esos casos me siento totalmente incapaz de hacerlo. Pensaba en Louison, en la célebre falta de «huevos» con la que me había juzgado sin ni siquiera conocerme. Me avergonzaba mi cobardía y estaba algo triste, evidentemente, pero en cuanto hizo su aparición el sobrecito de «mensaje enviado», me sentí extraordinariamente aliviado. Las rupturas son crueles y, digan lo que digan, al que se va siempre le toca el mejor papel. Vibró el teléfono, apareció su nombre, yo iba de fantasma. Había dejado a Alice siguiendo los pasos correctos; aquello había sido peor. Me tocó aguantar las lágrimas amargas, el chantaje del suicidio y todo lo clásico del género; no tenía ganas de revivir aquel infierno. Sabía que en cuanto pasara la tormenta no me arrepentiría de nada, me deslizaría hacia otra cosa y, en este caso, sabía perfectamente hacia qué. Pero aquella noche imaginé de verdad que la sensación de perder a un cabrón de marca mayor le haría un poco menos difícil el período del luto. Me equivocaba por supuesto. Me la imagino hoy, a Mathilde, con sus rizos oscuros en el rostro, tras semanas de llanto, de gemidos, de estrujar Kleenex y de no comer, de beber en exceso y vomitar su desgracia por los lavabos de los bares, pues ahora conozco las penas de amor: unas penas tan extrañas que te quieren matar pero no te matan nunca.

Ya casi te he acabado y eso me angustia muchísimo. Así que hace mucho tiempo que no he escrito: hay 19 marcas en la pared (=133 días = unos 5 meses = estaremos hacia noviembre pero no hay forma de asegurarlo y eso me pone de los nervios. Aquí el tiempo no pasa como afuera y, de no ser por las # en la pared, podría pensar que llevo un millón de años en este lugar). Lloro todo el día escuchando «Without you I'm nothing», porque era mi canción para Stanislas. La oía pensando en él, escribiendo mis poesías y también para dormirme, soñando con el día en que sería mayor y él me querría. Pero ya no sé si algún día seré mayor. He estudiado mates, he revisado mi inglés
(It's creepy, creepy Hallowe'en, The creepíest night Tve ever seen, I'm scared I'm scared, spiders spiders, witches and ghosts, ¡witches and GHOSTS!).
He releído cuatro veces
El viejo y el mar
porque era la novela que estudiábamos en la última ficha de lectura. Me gustaría tener otros libros, aunque este es una pasada, pues tienes realmente la impresión de estar allí. ¡Lo que más me gusta es el final, el ataque de los tiburones, del que no me canso nunca! Pero todo lo que me da R. son revistas estúpidas que lee su madre (historias de famosos que no paran de casarse, de descasarse, de adoptar hijos, de comprarse yates y de hacer dieta) y él sigue tachando con rotulador negro todos los sitios en los que aparecen fechas. A veces incluso corta todo un artículo. Espero que algún día se olvide de alguna. He arrancado hojas en blanco de mis cuadernos de clase para dibujar sombreros porque lo que no quería era garabatearte a ti. Pero como era fin de año me quedaban muy pocas páginas. ¡Tengo tantas ganas de aprender cosas…! A fuerza de estar encerrada aquí, me da la impresión de que me estoy quedando en Babia. Hace semanas que pido un diccionario enciclopédico, pero R. dice que es demasiado caro. ¡Además de estar como una chota es un rácano!

¿Qué va a ser de mí si ya no puedo escribir en tu interior?

No estoy muy en forma actualmente, tengo un muermo… De modo que te he releído y me ha parecido curioso ver cómo ha cambiado mi letra entre el principio y hoy. Me refiero a que ha cambiado de forma. Las letras no son tan rectas, ni tampoco tan redondas. Escribo inclinado, como el doctor Lastiri. Seguro que me estoy transformando: mis senos ya son distintos cada día que pasa (aunque no hacen tanto daño), por eso imagino que pronto aparecerá la historia de la sangre. Si ocurre aquí, ¿qué haré?

Puede que sea verdad.

Puede que a todo el mundo le importe un comino. He contado mis recuerdos en tu interior porque quería creer que todo eso era un rollo, lo del rescate, que mis padres no podían pagar y toda la pesca. Quería seguir esperando, pensar en los que me quieren fuera de aquí, guardar en el recuerdo los detalles de antes para que, una vez libre, todo pasara a ser normal con la máxima rapidez, borrar de mi cabeza este espantoso asunto y retomar el curso de mi vida. Pero R. dice que ahora mi familia me cree muerta porque no ha pagado. Y si mi familia me cree muerta, ya nadie me busca. He desaparecido de la faz de la tierra, pfffuit, como una pompa de jabón que explota. De modo que a no ser que un día R. se harte de mí, permaneceré aquí durante toda la eternidad. Claro que si R. se harta de mí, también me puede enterrar en su «maravilloso jardín» para que no cuente lo que pasó, así que he dejado de buscarle las pulgas porque, como dice papá, soy valiente pero no temeraria… Es a lo que llaman SIN SALIDA. Lo he probado todo. Comer, no comer. Hablar, no hablar. Moverme, no moverme. Gritar, no gritar. Ser amable, ser mala. Pero nada ha funcionado. Lo único que sé es que no saldré nunca de aquí, pues es como si ya no existiera, y eso me hunde la moral hasta el fino fondo de las Converse, a más profundidad que la del resto de mi existencia. Además, me empiezan a doler de verdad los ojos a fuerza de no ver más que la luz eléctrica: me da tanto miedo la oscuridad que la dejo encendida siempre. Encima, hay demasiado polvo, aunque R. baje una vez por semana el aspirador para que limpie la habitación. Me ha traído unas gotas para los ojos, pero la cosa no va muy bien. Me vuelvo loca dando vueltas en estos 9 m
2
(lo he medido a ojo de buen cubero, con mis pasos; lo que demuestra para qué sirve un libro de mates…): doy vueltas y más vueltas pero las paredes siempre están ahí. ¡Una bonita casa! Eso fue lo que dijo R. el día que lloró. «Una bonita casa.»

Yo estaba en mi período sordomudo desde hacía unas semanas y sabía perfectamente que aquello le entristecía. Así que decidí hacer como si él fuera una mesilla de noche. Ya no le hablaba, no le miraba y, en cuanto entraba, me metía bajo la manta estilo árbol muerto. Me había contado todas sus trolas sobre el jardín para intentar engatusarme y también había dicho que un día podría ir, pero que tenía que ser más tarde, cuanto tuviera confianza en mí. A veces decía que había salido el arco iris porque la lluvia había pasado por el cielo, o al contrario, que no me perdía nada porque hacía un tiempo de perros. Que Catherine había encontrado novio, un gato callejero completamente negro, tan rápido que lo había bautizado como Flash Gordon. Que mi padres esperaban respuesta de Cofinoga y que esta tardaba por culpa de los burócratas. Él los conoce bien con la Compañía, a los burócratas, ve todos los días a esa panda de inútiles. Dijo que me lo prometía, que la próxima vez que lucra al supermercado se acordaría de comprarme un cuaderno. Pero la mayor parte del tiempo no decía nada: se quedaba sentado en el borde de la cama y yo volvía la cabeza hacia la pared intentando respirar con la máxima lentitud. Aquel día me había hablado de su madre, que nunca había sido muy amable con él pero que no tenía más familia, ya que su padre le había abandonado cuando era muy pequeño. También dijo que, a pesar de todo, su madre lo había salvado, pues su padre había querido ahogarlo cuando nació, como a un gato recién nacido. Yo seguía en plan árbol muerto, ya que estaba segura de que su cuento de la lagrimita no era más que un camelo. (Y si en realidad era cierto, ¡mucho mejor para todos que su padre lo hubiera ahogado! R. en un saco de patatas, plaf, al fondo del pozo, ¡liquidado!) Al cabo de poco, como yo seguía sin decir nada y no me movía ni una millonésima de milímetro, oí que empezaba a llorar. Aquello no había pasado nunca y no se ha repetido. ¡Imagínate! Me dejó pasmada. Resoplaba cosa mala y su voz temblaba como si fuera muy viejo.

—¿Por qué me haces esto, Madison? Te he proporcionado una bonita casa, ¿de qué te quejas? Lo he pintado todo de blanco para ti, te he comprado ropa, ¡te he montado un armario! He trabajado meses para que tuvieras tu propia ducha, ¡tu propio retrete! No es fácil, créeme, ¡he sudado la gota gorda! He comido polvo, ¿y todo para qué? ¿Para que ya no me hables? ¡Nunca estás contenta! ¿Tienes ducha propia en tu casa? ¿Tu propio retrete? ¡Me extrañaría! ¡Una ingrata, eso es lo que eres! ¡Una princesita de mierda!

Oí que se levantaba del colchón, volvió a resoplar, pero yo no me moví. Chascó el pestillo. Después vino el silencio.

En
El viejo
y
el mar
hay un pasaje que siempre leo dos veces: «Por otra parte —pensó él—, todo el mundo mata de una forma u otra. La pesca me mata como mínimo tanto como me hace vivir. El niño me hace vivir pensó él—. No tengo que andar con cuentos».

Me pregunto si para R. soy lo que el chiquillo para Santiago. Me pregunto si le ayudo a vivir, si por eso lloró aquella vez, porque estaba a punto de matarme y no era lo que había querido de entrada. Le detesto, claro, aunque a veces parece tan frágil…

Pero bueno… una princesita de mierda, ¡y qué más!

Hoy es domingo.

El día de la marca en la pared, pero también el día de la buena comida (aunque nada que ver con la de mamá, que conste). Creo que R. es una nulidad absoluta en la cocina, por eso siempre me tocan huevos al plato. Pero el domingo, como su madre viene a comer con él, ella le prepara algo y, por la noche, comparte los restos conmigo (un detalle por su parte, hay que reconocerlo) . Así que, cuando estoy de un humor aceptable, arrastra la mesa plegable al centro de mi habitación y nos instalamos estilo
tête-à-tête.
Hoy había albóndigas de carne y calabacín gratinado. No estaba mal, aunque le faltaba un poco de sal.

—Le falta un poco de sal.

—Ya lo sé. Nunca pone suficiente, dice que es malo para las coronarias.


What?

—El corazón. Tapona las arterias.

—Ah. Pues la próxima vez me baja un poco de sal, ¿vale? A ver, ¿podríamos hablar de nuevo de mi radio despertador? ¿Y también de mi ropa? Porque mire —dije enseñándole mi blusa—, por aquí está rota.

—¿Y si me tutearas?


I don't think so.

—¿Por qué no?

Other books

Bright Horizons by Wilson Harp
Virus by Sarah Langan
Ambush by Short, Luke;
The Luck of Love by Serena Akeroyd
HOLD by Cora Brent
Balefire by Barrett
In the Club by Antonio Pagliarulo
Madrigal by J. Robert Janes
The Word of God by Christopher Cummings