...O llevarás luto por mi (38 page)

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Authors: Dominique Lapierre,Larry Collins

Tags: #Histórico, #Drama, #Biografía

BOOK: ...O llevarás luto por mi
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Estos caminos estaban también abiertos para Manolo y Horillo. Les ofrecían una solución mucho más segura, para librarse del hambre, que las ilusorias promesas de los toros. Pero aquellos dos, como tantísimos maletillas que rondaban por las carreteras, constituían una minúscula y rebelde minoría dentro de la trashumante juventud española. Estos muchachos lo querían todo; no se contentaban con una paga fija semanal. La tierra a la cual querían emigrar era el mundo de los hombres con sombreros de jipijapa y cigarro puro que detenían sus soberbios automóviles ante la verja de don Félix Moreno y de sus semejantes.

Frecuentaban los cafés donde los empresarios pueblerinos organizaban sus ocasionales corridas, mendigando una oportunidad para lucir en público sus habilidades. Se pegaban a las verjas de las fincas en los días de tienta, suplicando que les dejaran torear un becerro en presencia de los distinguidos invitados de los ganaderos. Y, por la noche, se metían en los campos a torear a la luz de la luna, a aprender la forma de otro pase, a extraer de un animal una gota más del infinito caudal de su arte.

El mundo en el cual pretendían entrar era una de las sociedades más exclusivas y cerradas que existen. No bastaban el coraje y la ambición para comprar un puesto en ella. Se necesitaban amistades y la ayuda de alguien que estuviera ya introducido. El acceso a este mundo era fácil para un Luis Miguel Dominguín o para un Antonio Ordóñez. Hijos de toreros, habían nacido dentro del recinto. Les bastaba con presentarse a la puerta de una finca para que les invitasen a demostrar su habilidad. Para Manolo Benítez y los cientos de muchachos innominados como él, las puertas de estas fincas permanecían cerradas como las de una fortaleza. La prueba de una vaca brava era un asunto muy serio, y los ganaderos no permitían que cualquiera participase en ella. Llevar una vaquilla Miura hasta el caballo del picador era un señalado honor que no se otorgaba a la ligera. Los ganaderos extendían este privilegio a adolescentes a quienes ya conocían o que les habían sido recomendados por personas cuya opinión les merecía confianza.

En ocasiones, figuraba entre los afortunados un jovencito que apretaba en la mano una arrugada y manchada tarjeta de visita. Esta tarjeta solía proceder de otro ganadero a quien un día llamara ligeramente la atención la destreza del muchacho, de un apoderado ya retirado o de un espada de segunda clase, y era un pasaporte para el mundo de los toros expedido por uno de sus ciudadanos. Los muchachos que la poseían la preferían a un billete de mil pesetas. Muchas veces, ni siquiera sabían leer las pocas palabras escritas en ella; pero prestaban a las sucias y manoseadas cartulinas la misma devoción que a la medalla de la Virgen local que llevaban colgada del cuello. Para estos chicos, eran llaves que acaso pudieran abrirles las puertas de la oportunidad. De vez en cuando, les proporcionaba una ocasión sistemáticamente negada a Manolo y a Horillo.

Éstos tenían que contentarse con las sobras. Alguna vez saltaban al ruedo sin ser invitados. En tales ocasiones, su premio solía ser una paliza administrada por uno de los vaqueros del cortijo. Muy de tarde en tarde, un ganadero les permitía dar un par de lances a una vaca inepta y destinada al matadero, o que no había podido ser toreada por los otros. Éstas eran las únicas oportunidades de Manolo Benítez y de los chicos como él.

Sin embargo, seguían esperando que llegase el día en que uno de esos «señores gordos con sombrero de jipijapa y fumando enormes cigarros» reconociese en una tienta el genio contenido en sus movimientos y les sacase de la masa anónima de los maletillas.

Pero nadie, en las tientas en que de algún modo logró actuar, tendió una mano a Manolo Benítez. Ningún rostro le llamó desde el burladero de una placita. A los siete años de la revelación que le hiciera Currito de la Cruz, después de dos años de inútiles correrías por tierras andaluzas, su sueño seguía siendo tan remoto como cuando salió del Cine Jerez una fría noche de invierno. Ni siquiera había tocado las borlas de un traje de luces. No había matado un solo toro. No había ganado una sola peseta con su capote. Aquellos años le habían dejado únicamente las cicatrices de las palizas recibidas y el recuerdo de las lecciones que le habían dado los toros a la luz de la luna.

Manolo y Horillo habían fracasado. Despreciados por sus convecinos, ignorados por los únicos seres humanos que les importaban, eran soñadores que no tenían ya motivo alguno para sus sueños. Por último, después de una vana tienta en una finca cuyo nombre olvidarían, Manolo y Horillo renunciaron a su empeño y emprendieron el camino de regreso a Palma del Río, con el estómago vacío, la cabeza llena de piojos y la ropa manchada de estiércol de vaca. Una vez allí, Manolo Benítez hizo lo que había jurado que no haría jamás. Como había hecho su padre, como había hecho su abuelo, fue a pedir trabajo al mayoral de don Félix Moreno.

Un par de ojos tan azules como los huevos recién puestos de un petirrojo distinguían a José Sánchez de los andaluces de ojos negros que le rodeaban. Apenas le había caído un cabello de la cabeza en más de cincuenta años de vida. Todos seguían en su sitio, en onduladas guedejas blancas como la piel de un gato albino, que contrastaban brillantemente con el tono caoba de su rostro tostado por el sol. Era un hombre arrogante, orgulloso y duro para el trabajo, y había pasado todos sus años de labor al servicio de don Félix Moreno. Era su mayoral, su principal empleado, custodio y celador de sus vastas haciendas.

Sus compañeros le miraban con una mezcla de respeto y de envidia, de antipatía y de miedo. Por encima de todo, su trabajo le había valido una distinción muy rara en Palma del Río: era un hombre que había viajado. Sus ojos azules habían contemplado los altos hornos de Bilbao, la Virgen del Pilar en Zaragoza, los muelles de Barcelona y las cuevas de gitanos de Granada; todo ello en ocasión de llevar a los toros Cara de Tomate a morir en las diversas plazas de toros de España. Tal era su devoción al hombre que criaba aquellos toros, que Sánchez se había hecho fuerte en el abandonado cortijo de don Félix al empezar la guerra civil, dispuesto a defender con la vida la propiedad de su amo.

Si considerable era la distancia social que separaba a Sánchez de los hombres que contrataba en la Bolsa de trabajadores, lo era mucho menos su diferencia económica.

Sánchez vivía en un sotechado de piedra a tres kilómetros de la casa de don Félix, en la margen opuesta del río Guadalquivir. No había electricidad ni agua. Los campos servían de retrete a Sánchez, a su mujer y a sus seis hijos. El agua la sacaban de un pozo situado a unos cien metros de la casa.

Detrás del cobertizo había una charca infestada de mosquitos, con la inmóvil superficie revestida de una capa verdeamarillenta de vegetación, semejante al moho que recubre un pedazo de Roquefort en putrefacción. Allí estaba el lavadero de los Sánchez y, a su alrededor, las grises piedras planas donde la mujer de Sánchez y sus hijas ponían la ropa a secar.

En el interior de la cabaña, la familia tenía una enorme habitación que servía de cocina, de comedor y de cuarto de estar. Detrás de ella, estaba el único lujo de la vida de Sánchez: tres dormitorios. En las paredes de piedra y barro de la habitación principal, pendían unos cuantos recuerdos de Sánchez: retratos de sus padres, y de él mismo cuando hacía el servicio militar y en el día de su boda, todos ellos amarillentos y marchitos por el tiempo como hojas de otoño; una Virgen de buena factura, y el más apreciado tesoro de Sánchez: una fotografía de Alfonso
XIII
que el monarca le había dedicado durante una visita efectuada al cortijo de don Félix Moreno en tiempos anteriores a la República.

Sánchez conocía perfectamente la reputación del desgalichado muchacho que se plantó a su puerta un cálido día de verano. La última vez que le había visto, le habían encerrado en el establo de la Guardia Civil, con el cuerpo aún cubierto por los cardenales producidos por las porras de Cara de Tomate. Y había deseado, sin decirlo, que se le hubiesen quitado al muchacho las ganas de seguir merodeando por sus pastos. También había sentido un ligero disgusto, porque tenía por costumbre encerrar en su propio establo a los chicos que sorprendía en el pastizal, obligándoles a que lo limpiasen a conciencia. Si hubiese pillado a aquel muchacho la mitad de las veces que había toreado en sus campos, «habría tenido el establo más limpio de España».

Ahora, con la gorra en la mano, Manuel Benítez, hijo de José Benítez, honrado y buen trabajador, pedía trabajo en los campos por los cuales tan a menudo había merodeado de noche.

Sánchez creyó sólo a medias la promesa de Manolo de reformarse y de renunciar a los toros. Pensó, no obstante, que era mejor tener al lobo encerrado en casa que dejarlo vagar en libertad. Y accedió a contratar a Manolo.

Para agradable sorpresa suya, Manolo resultó ser un trabajador excepcionalmente eficaz. El lobo, empero, empezaba a impacientarse en el redil. Aunque Manolo doblase la espalda para cavar los campos de algodón de don Félix, sus ojos se sentían irresistiblemente atraídos por los espacios abiertos donde pastaban los toros. Sus buenas intenciones se desvanecieron. Llamó a Horillo y volvió a los campos cuando se le presentó la primera ocasión.

Casi inmediatamente, Sánchez se dio cuenta de que alguien violaba de nuevo sus dominios. Sus sospechas recayeron, naturalmente, en su nuevo peón. Pero, siempre que le acusaban, Manolo exhibía una coartada. Si se había mostrado escurridizo en sus primeros merodeos por los campos de don Félix, ahora parecía absolutamente inaprehensible.

«Corría y sabía ocultarse como nadie —se vio Sánchez obligado a confesar—. La finca era tan terriblemente grande que, cuando no toreaba en una parte de ella, lo hacía en otra. Jamás pude pillarle. Era el fantasma de los campos».

A cada ciclo lunar, aumentaba la furia de Sánchez. La táctica y las emboscadas que planeaba con el sargento Monleón para sorprender a los intrusos eran cada vez más complejas y sutiles. Periódicamente, al sentarse a la mesa con su familia, juraba que, con su última trampa, cogería por fin al fantasma de los campos.

Y, con la misma regularidad, él y sus vaqueros volvían a casa con las manos vacías.

Muchos meses de desengaños habrían de transcurrir antes de que el desdichado Sánchez descubriese la razón de sus continuos fracasos en sorprender a Manolo. Ciertamente, había un lobo en su redil, pero no era el que él sospechaba. Era uno de los seres humanos más queridos del adusto mayoral, una persona cuya presencia alegraba la mesa familiar. Era su hija mayor, Anita, bonita muchacha de negros cabellos, orgullo y consuelo de su incipiente vejez. Y traicionaba a su padre cada vez que la luna llena se elevaba sobre Palma.

R
ELATO DE
A
NITA
S
ÁNCHEZ

Le conocí en la fiesta de la Virgen, el 18 de setiembre. Hacía poco que había empezado a trabajar a las órdenes de mi padre. Era feo y tenía una extraña manera de hablar y de andar. Había estado en la cárcel por perseguir a los toros de nuestros campos y robar higos de los árboles de alguien. Tenía mala reputación. Todos decían que era un ladrón y un vagabundo y que un día iría a parar a la cárcel y se quedaría en ella para el resto de su vida. Pero era afectuoso y simpático. No sé por qué me lo pareció. Fue algo que no pude evitar; me gustó desde el primer momento.

No me atreví a hablar mucho con él durante la fiesta. Mis hermanos estaban allí. Pertenecía a una clase social inferior, y no me lo habrían permitido. Después, al cabo de unos días, mi padre descubrió la huella de una pisada en el barro, no lejos de nuestra casa y en el camino que conducía a los pastos. Mi padre estaba seguro de que Manolo salía al campo por la noche a torear a las reses. Por esto, al ver aquella huella, se dirigió con uno de sus vaqueros al lugar donde estaba Manolo recogiendo algodón. Lo llevaron hasta la huella y le hicieron introducir en ella el pie. Desde mi casa, oí chillar a Manolo diciendo que cualquiera podía tener el pie del mismo tamaño que él. Entonces empezaron a pegarle. Podía oír sus gritos, los de mi padre y del vaquero y, de vez en cuando, el ruido de sus garrotes al golpearle. Manolo se puso a chillar. Por último, mi padre y el vaquero se alejaron a caballo, dejándolo solo.

Un poco después, fui a buscar agua a nuestra fuente. Se hallaba en el seco cauce de un río, a unos trescientos metros de nuestra casa. El agua salía de un tubito de hierro clavado en la pared del cauce. Manolo estaba sentado allí, lavándose el cuerpo. Se había quitado la camisa y tenía la espalda llena de sangre. Mi padre y el vaquero le habían pegado muy fuerte. Volví a casa en busca de algún remedio. Sólo encontré alcohol y un poco de algodón.

Bañé sus heridas con alcohol y él se esforzó en no gritar, para que nadie supiera que estábamos juntos. Si mi padre me hubiese sorprendido allí con él, me habría golpeado como a Manolo.

Después, charlamos un poco. Era poco hablador. De buenas a primeras, me dijo:

—Voy a ser torero.

Lo repitió varias veces, y yo le dije:

—No podrás ser torero sin tener un apoderado que te ayude. Es imposible.

Él me miró.

—No necesito a nadie, ya lo verás —me dijo—. No hay nada imposible. Los aviones aterrizan en el mar…

La fuente se convirtió en nuestro lugar secreto de reunión. Era nuestra frontera. Mi padre no me permitía alejarme más de nuestra casa. Y Manolo no podía acercarse más sin que le pillaran. Precisamente sobre el tubo había una roca plana y gris. Tenía la anchura suficiente para que los dos pudiéramos sentarnos en ella. Y allí nos sentábamos al sol, y charlábamos y comíamos moras que cogíamos en los zarzales de la orilla del cauce. Él no cambiaba. No paraba de decirme que sería un gran torero y que un día triunfaría.

En aquella época, él solía trabajar en los campos de algodón, y yo enviaba a mi hermana menor a decirle la hora en que podríamos encontrarnos en la fuente. De esta manera no llamaba la atención de mis padres. A veces, le dejaba una nota debajo de la roca; dos o tres palabras tontas. Él no sabía leer. Hacía que alguien se la leyese y le escribiese la respuesta, y me dejaba ésta en el mismo sitio. Ponía una piedra sobre la roca plana, para indicar que había allí un mensaje. Cada vez que veía yo la piedra, el corazón me latía con más fuerza.

Sabía que mi padre estaba empeñado en sorprenderle toreando en nuestros campos. Alardeaba de ello en la mesa, siempre que había luna llena. En aquellos tiempos, Manolo solía escabullirse después del trabajo y ocultarse en los campos hasta que era de noche. Después bajaba a la fuente. Cuando mi padre había salido, ponía yo alguna comida colgando de un cordel en la parte exterior de la ventana de la cocina. En cuanto mi madre se había dormido, saltaba por la ventana de mi cuarto, cogía la comida y corría a la fuente. Silbaba tres veces (era nuestra señal) y él salía de la oscuridad. Mientras comía, le contaba dónde había ido mi padre. De esta manera, él podía dirigirse a otra parte de la finca, donde no podían cogerle, y torear en paz.

Aparte de estos encuentros en la fuente, sólo podíamos vernos los domingos en Palma del Río. Solíamos ir a misa de doce a la ermita, la capilla de la Virgen que se levanta en una colina sobre el Guadalquivir. Era una de las pocas ocasiones en que mis padres dejaban de vigilarme y de hacerme trabajar. Todos los vecinos del pueblo salían de la ermita al mismo tiempo. Yo dejaba que mi familia se adelantara, y Manolo se acercaba a mí. Casi siempre reía y hacía el payaso.

Pero, una mañana de mayo, se me acercó muy serio. Me preguntó si quería ser su novia. Me puse colorada, porque temí que alguien pudiera oírle. Sabía que mis padres no le podían ver y que, si se enteraban de que era su novia, se habrían terminado nuestras entrevistas.

Y yo quería seguir viéndole. Yo quería ser su novia.

Aquel domingo, en misa, durante la consagración, cuando nadie miraba, me incliné y me quité del cuello la medalla de Jesús del Gran Poder que me había regalado mi padre el día de mi primera comunión. Después de misa, cuando volvíamos a Palma, me rezagué una vez más. Me acerqué a Manolo y le cogí la mano. Apreté la medalla en su palma.

—Seré tu novia —le dije, y di media vuelta y corrí a reunirme con mis padres.

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