...O llevarás luto por mi (65 page)

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Authors: Dominique Lapierre,Larry Collins

Tags: #Histórico, #Drama, #Biografía

BOOK: ...O llevarás luto por mi
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Ningún acontecimiento hubiera podido ser más elocuente para cerrar la primera temporada de la carrera de Manuel Benítez
El Cordobés
. El hombre que acababa de ofrecerle su último toro del año era el mismo que tantas veces había querido expulsarle de sus tientas y de sus extensas propiedades, el hombre al cual había matado él un semental con su bayoneta de la guerra civil. Era don Félix Moreno.

R
ELATO DE
A
NGELITA
B
ENÍTEZ

Yo estaba sola en mi casa, haciendo la limpieza. Él detuvo ante la puerta el coche verde que se había comprado.

—Ven, ven, ven en seguida —me gritó—. Quiero enseñarte algo.

Estaba tan excitado que pensé que iba a llevarme a Madrid. Corrí hasta su coche, con el delantal puesto y un pedazo de jabón en la mano.

Llovía y las calles estaban llenas de barro. Me llevó a otro lugar que estaba pavimentado, y donde no había fango. Detuvo el coche y me dijo:

—Ven, ven conmigo.

Y entró en un enorme caserón.

No había luz. Cogimos una vela y recorrimos la casa a oscuras, pasando de una habitación a otra y tocando las paredes con las manos.

—Quería comprarte una casa —me dijo—, puesto que no tenías.

La había comprado ya. Un día, había venido a arreglar lo de la compra y no me había dicho nada.

Yo tengo un carácter tranquilo. No soy de esas personas que se dejan llevar de la emoción. He pasado demasiadas cosas para emocionarme. Si alguien me dice que hará algo por mí, le digo «gracias». Si no lo hace, me olvido de ello, porque la gente es así. Pero él hablaba en serio. Me había prometido que me compraría una casa el día que torease aquí. Y yo le había creído.

Pero aquel día no pude contenerme. No podía dar crédito a mis ojos. En cuanto empezamos a recorrer la casa me eché a llorar. Me gustaron los dormitorios. Nunca los había tenido. Habíamos vivido siempre todos juntos en una habitación. Había agua, una espita que manaba agua. Y nunca habíamos tenido agua en nuestra casa. Había también un patinillo donde podría tender la ropa a secar.

Pero lo que más me impresionó fue lo grande que era. Creo que sólo sabía repetir: «¡Qué grande, qué grande!» Cuando era joven había trabajado en una de estas casas grandes, fregando el suelo. Pero los pobres como nosotros no vivían en estos caserones.

Manolo estaba muy satisfecho, muy contento. Al salir, apagó la vela y se sacó las llaves del bolsillo. Me las dio.

—Bueno —me dijo—, aquí tienes la casa que te había prometido.

Y de esta manera, bajo la lluvia, en el umbral de la casa que acababa de comprar para su hermana, terminó aquel loco verano de Manuel Benítez. Había sido un éxito insólito. El muchacho que había empezado como ladrón de gallinas se había convertido en un héroe. Ante él se abría el camino que conducía al mundo de Currito de la Cruz.

Al día siguiente, por la tarde, Angelita Benítez, su marido y sus cuatro hijos se trasladaron a la casa que Manolo había comprado para ella. También para ella empezaba una nueva vida. Pero en su nueva casa y en la nueva vida simbolizada por ésta, un pensamiento seguía turbando por las noches el sueño de Angelita Benítez. Nunca podría olvidar cómo había ganado su hermano el dinero para comprar la casa; ni el hecho de que una tarde soleada, en una plaza remota de una ciudad desconocida, podía cumplir su hermano la otra mitad de la promesa que le había hecho cuando le dijo: «Te compraré una casa, o llevarás luto por mí».

Capítulo 13

La corrida (VII)

E
l último acto ritual de la lidia de un toro es lo que se llama «la hora de la verdad», la de la «suerte suprema». Para este acto había nacido y se había criado
Impulsivo
. Ahora iba a morir, y su sacrificio ritual pondría fin a esta última versión de ese espectáculo único que es la fiesta brava. Y el ara del sacrificio no sería únicamente el ruedo de una plaza. En millones de hogares, en miles de cafés, en fábricas, despachos, hospitales, colegios e incluso conventos, unidos todos por su común admiración al valor y por su común sentido de lo trágico, millones de españoles se disponían a participar simbólicamente en el sacrificio de sangre que iba a consumarse en el ruedo de Las Ventas. Empuñando la fina hoja de acero toledano, Manuel Benítez
El Cordobés
avanzó para matar al negro bicho, plantado sobre la arena como una estatua de bronce.

Por algo se ha llamado «la hora de la verdad» a la suerte que se disponía a realizar. Ningún otro momento de la corrida, quizá ninguna otra acción espectacular creada por la imaginación del hombre, reviste un peligro tan grande como esta suerte. Ocho de cada diez heridas graves las sufren los toreros en este instante. Y fue en el momento de entrar a matar cuando cayó mortalmente herido Manolete, el ídolo de Manuel Benítez. Debilitado por el durísimo puyazo, cansado por la agotadora faena de El Cordobés,
Impulsivo
parecía como atontado y pasivo ante la figura del torero que se acercaba a él. Pero, en realidad, no lo estaba. La res se hallaba casi entera, y su instinto homicida había sido fomentado por sus fracasos anteriores.
Impulsivo
seguía siendo perfectamente capaz de matar al hombre que pretendía quitarle la vida.

Se hubiera dicho que el único ruido que turbaba el silencio que reinaba en el coso era el apagado rumor de la lluvia que caía sobre la arena. Ahora, El Cordobés no sonreía. Grave la mirada, contraído el semblante, seca la boca, avanzaba Con pasos mecánicos en dirección a
Impulsivo
. Un líquido frío, lluvia o sudor, se deslizaba desde su cuello a su cintura. En aquel instante, El Cordobés, como tantos otros matadores, sentía en todo su cuerpo la cosquilla de los dedos del miedo.

El ritual del sacrificio que estaba a punto de realizar había sido establecido muchas generaciones atrás, en los tiempos de los primeros grandes toreros españoles. Lo primero que había de hacer El Cordobés era «cuadrar» a
Impulsivo
para poder consumar la suerte, o sea, con las patas juntas y humillado. Esta posición es esencial en la suerte de matar, pues sólo cuando el toro tiene juntas las patas se separan los huesos de la espalda al iniciar la embestida, dejando un espacio como la palma de la mano —la cruz—, donde tiene que pinchar el espada. Si ésta agarra «los blandos» o «el hoyo de las agujas», penetra como un cuchillo en un pedazo de mantequilla. Pero el toro no está hecho de mantequilla, sino que tiene huesos y tendones, y más de un matador se ha producido una fractura en la muñeca al pinchar en hueso.

Según un dicho taurómaco, la mano que mata es la que sostiene la muleta, no la que empuña el estoque. Porque, incluso en este último momento el engaño, bien jugado, es el que precipita el toro hacia su muerte. Al perfilarse el matador, tiene que procurar que los ojos del toro estén fijos en la muleta. En el momento de avanzar, cruza el brazo izquierdo por debajo del derecho para apartar hacia la diestra la cabeza del toro. Éste debe seguir el engaño, pues, para matar bien, el cuerpo del espada, con todo el riesgo que esto entraña, tiene que cruzar por encima del pitón derecho, ya humillado, al introducir el estoque.

Por un segundo, una de las partes más vulnerables del cuerpo del diestro, un reducido triángulo de la parte superior del muslo, queda al alcance del pitón derecho de la res. En aquel punto, bajo una fina capa muscular, se hallan dos de los vasos vitales del cuerpo humano: la vena y la arteria femorales. Muchos toreros han sufrido cornadas en esta frágil zona por exceso de lentitud al cruzar el brazo izquierdo bajo el derecho, o por no haber sabido templar al toro con la muleta. Pero esta complejidad de movimientos no constituye el único peligro de la suerte de matar, sino que, por primera vez, el diestro tiene que dejar de observar los ojos y las astas del toro y fijar la mirada única y exclusivamente en el punto en que ha de hundir el estoque.

Manuel Benítez se plantó serenamente a unos cuantos palmos del babeante hocico de
Impulsivo
. Después de la espectacular faena que acababa de ligar, sólo le quedaba rematarla dignamente. Segundos después, cuando el toro rodase sobre la arena, una ola de entusiasmo estremecería al público de la plaza que había venido a conquistar. Veía ante él, contrayéndose ligeramente al compás de la jadeante respiración del toro, como dos triángulos de terciopelo negro, las orejas de
Impulsivo
. Muy pronto, estaba seguro de ello, una inmensidad de pañuelos blancos pediría que le fuesen concedidos estos símbolos triunfales para coronar su debut en la plaza de toros más prestigiosa de España. Sólo la muerte del toro le separaba de este momento triunfal de la lidia.

A Manolo le gustaba poco la suerte suprema. Al igual que muchos maestros de la muleta, no manejaba bien el estoque. Desde que una grave cornada en Bilbao le había lesionado el hombro derecho, no podía levantar el brazo lo suficiente para apuntar el estoque con precisión. Esto, unido al instintivo nerviosismo propio del momento, hacía que a menudo matase mal. Tal vez tuvo miedo de que esto le ocurriese ahora, o quizá no pudo resistir el deseo de provocar una última y clamorosa ovación. Lo cierto es que, despreciando la amenaza creciente de los pitones de
Impulsivo
, agitó los pliegues de la muleta, citando al bicho en un último desafío a su inteligencia animal.

En los burladeros, Paco y Pepín observaron asustados el ademán del diestro. De los graderíos brotó, no un estallido de aplausos, sino un murmullo de sorpresa y de espanto. En algún lugar, entre la masa del público, don Juan Espinosa Carmona, capellán de la plaza, apretó nerviosamente las cuentas de su rosario en el bolsillo de la sotana. A pocos pasos de Paco y Pepín, y desde su propio burladero, don Livinio Stuyck contempló la escena con inquietud. Ninguno de los estupefactos espectadores se sentía tan preocupado como él por esta última audacia de El Cordobés. Si a éste le abandonaba la suerte, no sería únicamente el diestro quien sufriera las consecuencias de su fracaso. También sufrirían las arcas de don Livinio y de otros empresarios españoles. Los pequeños imperios comerciales que, a costa de muchas semanas de trabajo, habían edificado sobre su nombre, se derrumbarían sin remedio. Cada gota de sangre que perdiese El Cordobés a consecuencia de una cornada, les costaría a ellos miles de pesetas: los billetes sin vender de las siguientes corridas, si el torero predilecto del público se veía obligado a trocar el ruedo por un lecho del Sanatorio de Toreros.

El largo tubo negro de la cámara de televisión transmitió a toda España el espanto de Las Ventas. En la penumbra del salón de su cortijo, don José Benítez Cubero bufó irritado al ver lo que ocurría. Y, murmurando, repitió la advertencia formulada pocos segundos antes: «¡Mátalo, hombre, mátalo!»

Juan Horillo, Cara de Tomate, Angelita Benítez, Anita Sánchez y docenas de personas de Palma del Río y del Café Marfil de Córdoba, que conocían al diestro plantado en los medios de la plaza de Las Ventas, se estremecieron ante su locura. Uno de los que miraban la televisión, sentado debajo de una enorme lámpara de cristal, se enjugó nerviosamente las gotas de sudor de la frente con un pañuelo de seda. Rafael Sánchez
El Pipo
no ocupaba hoy, con su cigarro y su sombrero de fieltro, su sitio acostumbrado en el callejón de Las Ventas. Solo, en aquel mismo comedor donde había requisado las joyas de su familia con objeto de alquilar una plaza para el ídolo a quien España estaba ahora contemplando, El Pipo se permitía un momento de amarga reflexión sobre sus propias y pasadas glorias. Era él, Rafael Sánchez
El Pipo
, el rey de los mariscos, quien había descubierto el genio en la adorada silueta que aparecía ahora en la pantalla de su televisor, y quien lo había impuesto a un público indiferente. En sólo un breve verano, hacía de ello cuatro años, había cogido al albañil anónimo y lo había convertido en astro del toreo. Su astucia, su perseverancia, sus prodigiosas dotes publicitarias, habían abierto en pocas semanas a El Cordobés las puertas de la fiesta brava. Al terminar aquel furioso verano, El Pipo había ofrecido a uno de los primeros empresarios taurinos del mundo, el anciano Pedro Balañá, una exhibición, en la ciudad de Jaén, del arte de su diestro, un arte tan escalofriante por su audacia que el empresario barcelonés había exclamado: «Rafael, tu torero pondrá la carne de gallina a toda España».

La exclamación de Balañá había puesto la carne de gallina a El Pipo. Sabía que valía millones de pesetas. Balañá explotaba las plazas de toros de Barcelona, Palma de Mallorca y otra media docena de ciudades importantes, y su imperio era uno de los más florecientes de la fiesta brava.

En febrero siguiente, El Pipo se había llevado a su protegido a Barcelona. A los cuatro días, después de otros tantos triunfos ante un público remiso a reconocer ídolos que no hayan sido en parte creados por él mismo, El Cordobés salió por la puerta grande de la plaza Monumental a hombros de sus recientes admiradores catalanes. Ahora, las plazas más importantes de España estarían abiertas para el astuto Rafael Sánchez y para su torero.

Durante el segundo verano, Manolo vistió sesenta y siete veces el traje de luces, mató ciento cincuenta y un toros, cortó doscientas doce orejas y provocó en todos los rincones de España el mismo frenético entusiasmo que despertara el año anterior en su Andalucía natal. Por cada una de estas corridas, percibió doscientas mil pesetas, casi tanto como lo que había cobrado su ídolo Manolete por sus corridas en el último verano de su vida.

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