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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Intriga, Histórico

Oda a un banquero (12 page)

BOOK: Oda a un banquero
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—Oh no. Era un hombre muy amado y respetado.

¡Dioses benditos! ¿Por qué nunca se dan cuenta de que los informantes y los vigiles ya han oído esta vil afirmación cientos de veces? Conseguí no mirar a Fúsculo ni a Paso, no fuera que los tres nos desternilláramos con el ridículo tan sumamente cómico.

Crucé los brazos.

—Así que Crísipo y tú vivíais aquí, felizmente casados. —No hubo reacción por parte de la dama. De todos modos, las mujeres rara vez salen con quejas directas sobre los hábitos en la mesa de los hombres o sobre sus miserables asignaciones para ropa; no ante un desconocido. Bueno, no ante un desconocido que acaba de ver que el marido en cuestión ha muerto de una manera muy desagradable. Las mujeres no son tan estúpidas como imaginan algunos investigadores.

—¿Hijos? —terció Fúsculo.

—¡Anda ya! —dijo Paso, fingiendo en un juego ya muy gastado de los vigiles—. No parece lo bastante mayor como para eso.

—Es una novia niña. —Fúsculo devolvió la sonrisa. Quizá funcionaba con una niña tonta, pero ésta estaba demasiado curtida. Vibia Merula decidía por ella misma cuándo quería que la halagaran. Era probable que hubiera contribuido a animar las bromas de los hombres, pero en este momento había demasiado en juego. Soportó las chanzas con cara de piedra caliza.

—¡Basta ya, vosotros dos! —intervine. Miré a Vibia con benevolencia. Eso tampoco consiguió engañarla, pero no se molestó en reaccionar. No hasta mi próxima pregunta—: Como oficial que examina este caso, entenderás que necesito buscar un motivo para el asesinato de tu marido. Era rico, alguien heredaría. ¿Puedes explicarme los términos de su testamento?

—¡Eres un hijo de puta sin corazón! —chilló la viuda.

Bueno, normalmente lo hacen.

Había estado a punto de ponerse en pie de un brinco (eran unos pies pequeños y muy bonitos bajo las manchas de sangre y de aceite de cedro). Tanto Fúsculo como Paso estaban ya preparados para eso. Uno a cada lado de la mujer, se apoyaron con delicadeza en un hombro cada uno y la sujetaron al taburete con lúgubres expresiones de simpatía totalmente falsa. Si intentaba liberarse por la fuerza, los moretones le durarían semanas.

—¡Vamos, tranquilízate, Falco!

—Pobre señora; han sido sus modales desafortunados. Por favor, no te aflijas.

—¡No quería ofender! —sonreí de forma cruel.

Vibia lloraba, o fingía hacerlo, en un pañuelo, con bastante gracia.

Fúsculo hincó una rodilla delante de ella y se ofreció a secarle las lágrimas, lo cual sería desafortunado si es que eran falsas.

—Señora, Marco Didio Falco es un conocido animal, pero está obligado a preguntarte este tipo de cosas. Se ha cometido un crimen espantoso, y todos queremos coger a quienquiera que fuese el responsable, ¿no? —Vibia asintió con fervor—. Te sorprenderías de cuántas veces las personas se asesinan entre ellas mismas y luego nosotros, en los vigiles, descubrimos con horror que son sus propios familiares más cercanos quienes los han matado. Así que deja que Falco haga su trabajo, éstas son indagaciones rutinarias.

—Si esto te trastorna —sugerí con amabilidad—, enseguida puedo descubrir lo que necesito saber del testamento de tu marido.

—¿Hay un testamento? —se sorprendió Fúsculo.

—Me imagino que sí —dijo Vibia con un revuelo, como si nunca se le hubiera ocurrido pensarlo.

—¿Ya ti te menciona? —preguntó Paso, con una sonrisa inocente.

—¡No tengo ni idea! —declaró a voz en grito—. No tengo nada que ver con asuntos de dinero, sea lo que sea lo que hagan otras mujeres. Es muy poco femenino. —Ninguno de nosotros hizo comentario alguno. La observación parecía precisa y yo, por lo pronto, la archivé en mi memoria profesional bajo el lema de asuntos pendientes—. Creo —declaró, tal como los sospechosos tienden a hacer cuando están acusando a otra persona—, que Diómedes es el principal heredero.

Fúsculo, Paso y yo nos miramos unos a otros con brillantes ojos de complicidad.

—¡Diómedes! —exclamó Paso, como si esto resolviera un gran problema. Y quizá tenía razón en eso—. ¡Claro, por supuesto!

—Diómedes —respondí—. Bien, aquí lo tenéis.

—Diómedes —repitió Fúsculo—. ¡Mira que no pensar en él de entrada!

Todos dejamos de sonreír.

—Joven señora —dije, aunque la cruda mirada calculadora de los ojos de Vibia Merula, con párpados añiles, pertenecía a una eficiente ninfa que era tan vieja como el frío amanecer de las colinas Sabinas—. No quiero presionarte injustamente, pero si él no es culpable de este asesinato, sugiero que nos digas con toda prontitud dónde podemos encontrarle… y quién es Diómedes.

XIV

—Diómedes es el hijo de Crísipo.

Paso ya estaba consultando una lista en sus tablillas enceradas y silbaba entre dientes una pequeña frase musical poco melodiosa.

—Si es que vive aquí, ahora no está —me dijo entonces, en voz baja.

—Vive con su madre —anunció Vibia con frialdad. Así que ella era la segunda esposa. Si la primera todavía vivía, es que debió de haber un divorcio. Otro dato valioso para archivar. Ninguno de nosotros comentó nada. No había necesidad. Incluso la expresión de Vibia mostraba que entendía lo que eso implicaba.

—¿El chico es menor? —preguntó Fúsculo, asumiendo que, en un caso normal de custodia, cualquier hijo mayor viviría con el padre.

—¡En realidad es un niño mimado que necesita que alguien se ocupe de él! —dijo Vibia con brusquedad. No había duda de que el chico de la primera mujer la había disgustado de algún modo. Vi que Paso miraba a Fúsculo, ambos convencidos de que Vibia «se ocupaba» de Diómedes en algún aspecto sexual. Por suerte, ella no se dio cuenta de la insinuación. Era demasiado pronto para hostigarla de esa manera, aunque después llegáramos a sospechar que existía algún idilio.

—¿Es hijo único? —mantuve el tono formal.

—Sí. —Entonces ella no había tenido ninguno. Tampoco parecía estar embarazada. Siempre sería una buena idea comprobarlo; más de una muerte violenta había comenzado a causa de un inminente embarazo.

—¿Cuántos años tiene Diómedes exactamente? —Yo había intuido cuál sería el panorama.

—¡No soy su madre, no lo puedo decir exactamente! —me miró y dejé de juguetear. Se encogió de hombros. Una estola de gasa se resbaló de sus pequeños y cuidados hombros—. Veintitantos.

—Eso ya es bastante aproximado. —Una edad para convertirse en sospechoso—. ¿Cuándo se divorció Crísipo de la madre?

—Hará unos tres años.

—¿Después de que tú llegaras?

Vibia Merula sencillamente sonrió. Oh, sí; yo ya me hice una idea.

—Así que Diómedes se fue a vivir con su madre. ¿Continuó viendo a su padre?

—Por supuesto.

—Son griegos —me recordó Fúsculo. Su aversión por la gente culta de la cuna de la filosofía empezaba a ser irritante—. Son familias muy unidas.

—Ése también es un ideal romano —le reprendí—. ¿Viene Diómedes a esta casa para ver a Crísipo, Vibia?

—Sí.

—¿Ha estado hoy aquí?

—No tengo ni idea.

—¿Tú no ves normalmente a las visitas de tu marido?

—Yo no me inmiscuyo en negocios. —Esta afirmación también se estaba volviendo repetitiva.

—Pero Diómedes es de la familia.

—¡No de la mía!

Demasiado escueto. Ella sabía que estaba frustrando nuestro interrogatorio con pericia. Era hora de dejarlo. Mejor continuar más tarde, cuando yo ya supiera más cosas y pudiera andar un trecho por delante de ella. Le dije a Paso que consiguiera los detalles de donde vivía la primera esposa, tras lo cual sugerí que a Vibia Merula le gustaría tener un poco de tiempo para reconciliarse con su repentina pérdida en tranquila compañía femenina.

—¿Hay alguien a quien quieras que llamemos, que te pueda consolar, querida?

—Me las puedo arreglar sola —me aseguró, con un arrebato de dignidad—. Sin duda los amigos vendrán corriendo cuando oigan lo que ha sucedido.

—Oh, claro. Seguro que tienes razón.

A las viudas de hombres ricos raramente les faltaba alguien que las compadeciera. De hecho, al tiempo que dejábamos que se las arreglara sola, Fúsculo disponía que dejaran en la casa una guardia de vigiles «de cortesía»; oí cómo, a escondidas, daba instrucciones a la guardia para que anotaran los nombres de las personas, especialmente hombres, que vinieran corriendo a consolar a Vibia.

Antes de irme quería interrogar a Eusquemonte, el encargado del scriptorium. Mientras tanto, pedí a Fúsculo que mandara inmediatamente un par de hombres a casa de la primera esposa y su hijo, para que los vigilaran de cerca hasta que yo llegara.

—No dejes que se cambien de ropa ni se laven, si es que no lo han hecho ya. No les digas de qué va todo esto. Mantenlos aislados. Vendré lo antes que pueda.

Comprobé por última vez que no se hubiera conseguido de los esclavos alguna pista útil, y luego volví por el vestíbulo hacia la biblioteca. Por el camino, examiné de cerca la mesa auxiliar donde se había depositado la bandeja. Las dos patas frontales estaban talladas en ese mármol frigio que viene en color blanco básico irisado en púrpura oscuro. Un par de las vetas de color vino resultaron ser sólo superficiales, manchas de sangre secas que quité frotando con un dedo húmedo. Eso confirmaba que el asesino bien podía haberse detenido aquí al salir, para coger ese trozo de tarta de ortiga.

Aunque era muy desagradable, eché un último vistazo al muerto, al tiempo que memorizaba la horrible escena por si más adelante necesitaba recordar algún detalle. Paso me trajo la dirección de la primera esposa; me hubiera gustado ser el primero en informar sobre lo que había ocurrido, aunque supuse que a estas alturas ella ya se habría enterado de la muerte de su ex marido.

Recogí el extremo corto de la varilla del pergamino que habían blandido contra la víctima de una manera tan repugnante.

—Dile al agente que se encarga de las pruebas que etiquete eso y lo guarde, Paso. Si tenemos suerte de verdad, encontraremos el tope que le corresponde en alguna parte.

—Así que, ¿tú qué piensas, Falco?

—Detesto los casos en los que la primera persona a la que interrogas parece tan culpable como todo el Hades junto.

—¿No lo mató la esposa?

—No en persona. Tanto ella como su ropa estarían dañadas. Y aunque me imagino que se puede desbocar en un frenético arrebato cuando quiere, dudo que sea lo suficientemente fuerte como para ocasionar esto. —Nos obligamos a inspeccionar de nuevo el cadáver que yacía a nuestros pies—. Por supuesto, debió de contratar a alguien.

—Prácticamente acusó al hijo, Diómedes.

—Demasiado oportuno. No, es muy pronto para acusar a nadie, Paso.

Paso pareció complacido. Tenía curiosidad por saber las respuestas, pero no quería que el informador privado, mascota de Petronio, fuera el intruso que las proporcionara.

Su hostilidad era un tópico al que yo ya estaba bien acostumbrado pero que, aun así, me molestaba. Le dije que diera órdenes para que se trasladara el cadáver a la funeraria y, por despecho, añadí:

—Haz que despejen esta habitación pero, por favor, que no lo hagan los esclavos de la casa, sino tus propios hombres. Mantente alerta por si hubiera alguna pista que se nos haya escapado en medio de todo el desastre. Y antes de que los tiren en algún cesto, voy a necesitar una lista con el contenido de todos estos pergaminos desenrollados que hay en el suelo, por tema y autor.

—¡Oh, mierda, Falco!

—Lo siento —sonreí con simpatía—. Supongo que eso tendrás que hacerlo tú mismo, si tus soldados no saben leer. Pero, fuera lo que fuera en lo que Crísipo estuviera trabajando hoy, puede resultar relevante.

Paso no dijo nada. Quizá Petronio hubiese querido una lista de los rollos si él hubiera estado al cargo. O quizá no.

Regresé al scriptorium, donde le dije al guardia que mantenía aislado a Eusquemonte que podía dejarlo en mi custodia. Vi que él no era el asesino; llevaba puesta la misma ropa con la que había venido a verme a mi casa esa mañana, que no tenía ni una gota de sangre.

Había demasiados escribas con el oído puesto y consideré que podrían cohibirlo cuando hablara conmigo, así que decidí llevármelo a beber algo. Pareció aliviado de estar fuera de allí.

—No pienses en ello —dije alegremente. Tras un cadáver truculento y una esposita descarada, yo también me sentía seco.

XV

Había una popina en la esquina de la calle siguiente, uno de esos nefastos figones donde uno tiene que estar de pie, con burdos mostradores de imitación de mármol donde magullarse los codos. Las grandes ollas estaban todas destapadas y vacías excepto una, que tenía un trapo encima para evitar que nadie pidiera nada. El gruñón del propietario tuvo mucho gusto en decirnos que no podía servir comidas. Al parecer los vigiles le habían echado una bronca por vender guisos calientes. El Emperador los había prohibido. Esto lo habían disfrazado como una especie de movimiento a favor de la salud pública, pero era más probable que fuera un plan sutil para echar de las calles y de vuelta a sus talleres a los trabajadores, y para disuadir a la gente de que se sentara y cuestionara al gobierno.

—Está todo prohibido menos las legumbres.

—¡Puaj! —dije entre dientes yo, que no era amante de las lentejas. Había pasado mucho tiempo de vigilancia, apoyado con ánimo sombrío en el mostrador de una taberna, jugueteando con un cuenco tibio de una pálida bazofia mientras esperaba que algún sospechoso saliera de su guarida; por no mencionar que luego me pasaba horas sacándome granos de leguminosa de entre los dientes.

Tomé nota a título personal de que esta prohibición podría afectar al negocio en la bodega de Flora, y que por tanto, después de todo, Maya igual no querría hacerse cargo de la taberna de mi padre.

—Según parece tenías a los túnicas rojas aquí justo cuando se dio la alarma de la muerte en el scriptorium.

—Sí señor. Esos bastardos me requisaron el menú de hoy justo a la hora de la comida. Me puse furioso, pero es un edicto, así que no pude decir mucho más. Una mujer empezó a gritar a voz en cuello. Entonces los vigiles salieron corriendo a investigar el alboroto y, para cuando acabé de recoger los mostradores, ya no había nada que ver. Me perdí toda la diversión. El que me ayuda en el mostrador fue corriendo allí abajo; dijo que era horripilante…

—¡Ya es suficiente! —de una manera discreta, le señalé con la cabeza a Eusquemonte, a quien probablemente él ya conocía. El dueño de la taberna emitió un gruñido y se calmó. Su ayudante no estaba en ese momento, quizá lo habían enviado a casa después de retirar la comida caliente.

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