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Authors: Marc Levy

Ojalá fuera cierto (18 page)

BOOK: Ojalá fuera cierto
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Arthur dobló la carta y volvió a dejarla en la maleta. Lauren lo vio llorar, se acercó a él y enjugó sus lágrimas con el reverso del índice. El alzó los ojos, sorprendido, y toda su pena quedó borrada por la ternura de la mirada de ella, cuyo dedo comenzó a deslizarse hacia la barbilla con un movimiento oscilante. Arthur posó una mano en su mejilla, después alrededor de su nuca, y acercó la cara a la suya. Cuando sus labios se rozaron, ella retrocedió.

—¿Por qué haces esto por mí, Arthur?

—Porque te quiero, y eso es cosa mía.

La tomó de la mano y la condujo al exterior de la casa.

—¿Adónde vamos? —preguntó Lauren.

—Al mar.

—No, aquí, ahora —dijo ella, situándose frente a él y desabrochándole la camisa.

—Pero ¿cómo lo haces? Si no podías…

—No hagas preguntas. No lo sé.

Le quitó la camisa y le pasó las manos por la espalda. Arthur se sintió desconcertado. ¿Cómo se desnudaba a un fantasma? Ella sonrió, cerró los ojos y se quedó instantáneamente desnuda.

—Basta que piense en una prenda de vestir para que aparezca sobre mi cuerpo inmediatamente. Si supieras cómo he aprovechado esa capacidad…

Allí mismo, en el porche de la casa, enlazó a Arthur y lo besó.

El alma de Lauren fue penetrada por su cuerpo de hombre y entró a su vez en el cuerpo de Arthur, invadiéndolo mientras duró el abrazo, como en la magia de un eclipse… La maleta estaba abierta.

12

E
l inspector Pilguez se presentó en el hospital a las once. La enfermera jefe de guardia había llamado a la comisaría nada más empezar su turno, a las seis de la mañana. Una paciente en coma había desaparecido del hospital; se trataba de un secuestro.

Pilguez había encontrado la nota sobre su mesa al llegar y se había encogido de hombros, preguntándose por qué siempre le tocaban a él esa clase de asuntos. Había despotricado ante Nathalia, la encargada de repartir los casos en la Central.

—Oye, guapa, ¿te he hecho yo algo para que me asignes semejantes casos un lunes por la mañana?

—Habrías podido afeitarte mejor para empezar la semana —había contestado ella con una amplia sonrisa culpable.

—Una respuesta interesante. ¡Espero que le tengas cariño a tu silla giratoria, porque presiento que va a pasar mucho tiempo antes de que la dejes!

—¡Eres un monumento a la amabilidad, George!

—¡Sí, exacto, y eso me da derecho a elegir los palomos se me van a cagar encima!

Y había dado media vuelta. Empezaba una mala semana; aunque, para ser exactos, empalmaba con otra mala semana que había acabado dos días antes.

Para Pilguez, una buena semana estaría compuesta de días en los que sólo llamaran a los polis para resolver problemas de vecindad o de respeto al Código Civil. La existencia de la Brigada Criminal era un despropósito, pues significaba que en aquella ciudad había bastantes perturbados para matar, violar, robar y, ahora, secuestrar a personas en coma que estaban en el hospital. A veces pensaba que después de treinta años de profesión debería haberlo visto todo, pero cada semana ampliaba los límites de la demencia humana.

—¡Nathalia! —gritó desde su despacho.

—¿Sí, George? —dijo la encargada del reparto—. ¿No ha ido bien el fin de semana?

—¿Podrías bajar a buscarme unos donuts?

Ella, con los ojos clavados en la barandilla de la comisaría mientras mordisqueaba el bolígrafo, hizo un gesto negativo con la cabeza.

—¡Nathalia! —volvió a gritar el inspector.

Ella estaba copiando las referencias de los informes de la noche en el espacio reservado a tal efecto. En parte porque las casillas eran demasiado pequeñas y en parte porque el jefe del distrito séptimo, su superior, como ella lo llamaba irónicamente, era un maniático, se esforzaba en hacer una letra minúscula para no salirse de los recuadros.

—Sí, George, dime que te jubilas esta noche —contestó sin levantar siquiera la cabeza.

Pilguez se levantó de un salto y se plantó delante de ella.

—¡Eso es una crueldad!

—¿Por qué no te compras algo con lo que desahogarte?

—Porque para desahogarme te tengo a ti. Eso justifica el cincuenta por ciento de tu sueldo.

—Oye, los donuts esos te los voy a poner de sombrero. Venga, no seas ganso.

—¿Ganso yo?

—Sí, tú. Eres un ganso horrible que ni siquiera sabe volar, andas como un ganso. Venga, vete a currar y déjame en paz.

—Eres preciosa, Nathalia.

—Claro, claro…, y tu belleza es comparable a tu simpatía.

—Venga, ponte la rebeca de tu abuela que voy a llevarte a tomar un café.

—¿Y quién hace el reparto?

—Espera, no te muevas, voy a enseñártelo.

Se volvió y se acercó a paso rápido al joven en prácticas que clasificaba expedientes en el otro extremo de la habitación. Lo agarró del brazo y le hizo cruzar la gran sala hasta la mesa de la entrada.

—Bueno, amigo, ahora te sientas en esa silla de ruedas con brazos porque a la señora le ha correspondido un ascenso: un par de brazos mullidos. Tienes permiso para girar, pero sin dar más de dos vueltas completas en el mismo sentido. Descuelgas el teléfono cuando suene, dices: «Buenos días. Comisaría Central, Brigada Criminal, dígame…», escuchas lo que te digan, lo anotas todo en estos papeles y no vas a mear hasta que volvamos. Y si alguien te pregunta dónde está Nathalia, le dices que ha tenido de repente una indisposición propia de su sexo y que se ha ido corriendo a la farmacia. ¿Crees que serás capaz de hacerlo?

—¡Con tal de no tomar café con usted, sería capaz hasta de limpiar los lavabos, inspector!

George hizo oídos sordos, agarró a Nathalia del brazo y la arrastró por la escalera.

—¡Esa rebeca debía de sentarle bien a tu abuela! —le dijo sonriendo.

—¡Cómo voy a aburrirme en este curro cuando te jubilen, George!

En la esquina de la calle parpadeaba un rótulo de neón rojo de los años cincuenta. Las letras luminosas que formaban el nombre, The Finzy Bar, enviaban un pálido resplandor al ventanal del viejo establecimiento. Finzy había tenido sus momentos gloriosos. Ahora sólo quedaba de aquel lugar anticuado una decoración de paredes y techos amarillentos, alféizares de madera envejecidos por el tiempo, parqué gastado por los miles de pasos ebrios y las pisadas de encuentros de una noche. Desde la acera de enfrente, parecía un cuadro de Hooper. Cruzaron la calle, se sentaron ante la vieja barra de madera y pidieron dos cafés largos.

—¿Tan malo ha sido el domingo, grandullón?

—No puedes ni imaginarte lo que me aburro los fines de semana, preciosa.

—¿Lo dices porque no pude almorzar contigo el domingo? —Él asintió con la cabeza—. Pero ve a algún museo, sal un poco…

—Si voy a un museo, al cabo de dos segundos veo a un carterista y tengo que acabar en el despacho.

—Pues vete al cine.

—Me duermo en la oscuridad.

—¡Pues entonces vete a pasear!

—Ésa es una buena idea. Iré a pasear, así no tendré pinta de gilipollas deambulando por las calles. ¿Qué haces? ¡Nada, estoy paseando! Estamos hablando de todo un fin de semana. ¿Qué tal con tu nuevo novio?

—Nada del otro mundo, pero estoy entretenida.

—¿Sabes cuál es «el» defecto de los hombres? —preguntó George.

—No. ¿«Cuáles»?

—Los hombres no deberían aburrirse con una chica como tú. Si yo tuviera quince años menos, me apuntaría en tu carnet de baile.

—Pero si tienes quince años menos de los que crees, George.

—¿Lo interpreto como un adelanto?

—Como un cumplido, y no está nada mal. Venga, yo me voy a trabajar y tú te vas al hospital. Parecían espantados.

George se encontró con la enfermera jefe Jarkowizski. Ésta miró al hombre mal afeitado, de formas redondas, pero elegante.

—Es terrible —dijo—. Nunca había pasado una cosa así.

Y en el mismo tono añadió que el presidente del consejo estaba furioso y quería verlo por la tarde. Tendría que exponer el asunto ante los administradores a primera hora de la noche.

—¿La encontrará, inspector?

—Si empezara por contármelo todo desde el principio, podría ser.

Jarkowizski le explicó que el secuestro se había producido con toda seguridad en el cambio de servicio. No habían podido localizar todavía a la enfermera del turno de tarde, pero la del turno de noche había confirmado que la cama estaba vacía cuando hizo la ronda hacia las dos. Creyó que la paciente había muerto y que la cama aún no se había asignado a otro enfermo, según el ritual consistente en dejar libre durante veinticuatro horas una cama en la que ha fallecido alguien. Pero al hacer su primera ronda, Jarkowizski se había percatado del drama y había dado la voz de alarma.

—Quizá despertó del coma y, harta de estar en este hotel, se fue a pasear. Es legítimo, si llevaba tanto tiempo acostada.

—Me encanta su sentido del humor, debería hacer partícipe de él a la madre de la chica. Está en el despacho de uno de nuestros encargados de servicio y llegará de un momento a otro.

—Sí, claro —dijo Pilguez, mirándose los zapatos—. Y si se tratara de un secuestro, ¿cuál sería su finalidad?

—¡Eso qué más da! —respondió la enfermera en un tono irritado, como si estuvieran perdiendo el tiempo.

—Pues, verá —dijo él sosteniendo su mirada—, por raro que parezca, el noventa y nueve por ciento de los crímenes tienen un móvil. Y resulta que, en principio, a nadie se le ocurre birlar un enfermo en coma un domingo por la noche simplemente para divertirse. Por cierto, ¿está segura de que no la han trasladado a otra planta?

—Lo estoy. En recepción hay unos volantes de traslado a otro hospital. Se la llevaron en ambulancia.

—¿De qué compañía? —preguntó el inspector, sacando un bolígrafo.

—De ninguna.

Al llegar por la mañana, ni se le había pasado por la cabeza la idea de un secuestro. Cuando le informaron que en la 505 había quedado una cama libre, enseguida había ido a recepción.

—Me parecía inadmisible que se hubiera hecho un traslado sin que me lo hubiesen comunicado, pero ya sabe lo que pasa hoy en día…, la falta de respeto a los superiores…, en fin, ésa no es la cuestión.

La recepcionista le había entregado los documentos y ella «había visto enseguida» que había algo sospechoso. Faltaba un impreso, y el azul no estaba bien cumplimentado.

—Me pregunto cómo es posible que esa cretina se dejara engañar.

Pilguez quiso conocer la identidad de la «cretina».

Se llamaba Emmanuelle y estaba de guardia el día anterior en admisión.

—Fue ella quien lo permitió.

George ya se había hartado de oír a la enfermera jefe, y como ella no se hallaba presente en el momento de producirse los hechos, tomó nota de los datos de todo el personal que estaba de guardia el día anterior y se despidió.

Desde el coche telefoneó a Nathalia y le pidió que invitara a todas aquellas personas a pasar por la comisaría antes de ir al trabajo.

Al final del día había escuchado a todo el mundo y sabía que, en la noche del domingo al lunes, un falso doctor con una bata robada a un médico auténtico, y muy desagradable por cierto, se había presentado en el hospital en compañía de un conductor de ambulancia y provisto de unos volantes de traslado falsificados. Los dos compinches se habían llevado sin ninguna dificultad el cuerpo de la señorita Lauren Kline, paciente en coma profundo. La declaración tardía de un externo le hizo corregir su informe: el falso doctor podía ser un verdadero médico, pues había sacado de un buen apuro al externo en cuestión al pedirle éste ayuda. Según la enfermera presente en aquel incidente imprevisto, la precisión con la que había aplicado una vía central hacía pensar en un cirujano o, al menos, en alguien que trabajaba en un servicio de urgencias. Pilguez había preguntado si un simple enfermero hubiera podido aplicar esa vía central, a lo que se le había respondido que enfermeros y enfermeras recibían ese tipo de formación, pero que, de todas formas, las decisiones tomadas, las indicaciones dadas al estudiante y la habilidad en la realización hacían pensar más bien que pertenecía al cuerpo médico.

—Bueno, ¿qué tienes de ese caso? —preguntó Nathalia, preparada para irse.

—Una historia que no acaba de convencerme. Un médico que al parecer fue al hospital a secuestrar a una mujer en coma. Un trabajo de profesional, una ambulancia fantasma, papeles administrativos falsificados…

—¿De qué crees que se trata?

—Tal vez de tráfico de órganos. Roban el cuerpo, lo llevan a un laboratorio secreto, operan, extraen las partes que les interesan…, hígado, riñones, corazón, pulmones y demás, y lo venden por una fortuna a clínicas poco escrupulosas y necesitadas de dinero.

Le pidió que intentara obtener la lista de todos los establecimientos privados que disponían de un quirófano digno de tal nombre y que tenían dificultades económicas.

—Son las nueve, encanto, y me gustaría irme a casa. Eso puede esperar hasta mañana. No creo que las clínicas que te interesan vayan a declararse en quiebra durante la noche.

—¿Ves como eres voluble? Esta mañana me anotabas en tu carnet de baile y esta noche ya te niegas a pasar una velada genial conmigo. Te necesito, Nathalia, échame una mano, preciosa.

—Eres un manipulador, querido George, porque por las mañanas no utilizas el mismo tono de voz.

—Sí, vale, pero ahora es de noche. ¿Qué? ¿Me ayudas? Vamos, quítate la rebeca de tu abuela y ayúdame.

—¿Te das cuenta? Una petición hecha con tanta delicadeza es irresistible. Que pases una buena noche.

—¿Nathalia?

—Sí, George…

—¡Eres maravillosa!

—George, mi corazón no está disponible.

—¡Yo no apuntaba tan alto, cielo!

—¿Es tuyo eso?

—No.

—Ya me extrañaba.

—Bueno, vete a casa, ya me las arreglaré.

Nathalia se dirigió a la puerta, y al llegar se volvió.

—¿Estás seguro de que podrás?

—Pues claro. ¡Vete a cuidar el gato!

—Soy alérgica a los gatos.

—Entonces, quédate a ayudarme.

—Buenas noches, George.

Nathalia bajó la escalera deslizando la mano por la barandilla.

Una vez solo en aquel piso, pues el equipo que se quedaba de guardia por la noche se instalaba en la planta baja de la comisaría, Pilguez encendió la pantalla del ordenador y se conectó con el fichero central. Después tecleó la palabra «clínica» y encendió un cigarrillo mientras esperaba que el servidor efectuara la búsqueda. Unos minutos más tarde, la impresora empezó a vomitar unas sesenta hojas de papel impreso. El inspector, ceñudo, se llevó el montón a su despacho.

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