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Authors: Carolina Solé

Tags: #Intriga

Ojos de hielo (61 page)

BOOK: Ojos de hielo
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Pensó si debía llamar a alguien más, pero solo se le ocurría ella. Sólo podía pensar en Dana. Era la única voz que quería oír, la única persona a la que quería ver. Cerró los ojos y al instante se encontró hablando con Dios, ese al que había olvidado desde siempre, ese con el que ahora intentaba negociar la vida de Dana a cambio de cualquier cosa, su trabajo, su propia salud, todo menos perderla así. Le suplicó que las dejara hacer las paces, poder abrazarla y pedirle perdón por haber sido tan engreída y estúpida, por no haberla llamado ni haber estado a su lado ese último año, por no haberla protegido suficiente del maldito Bernat o incluso de sí misma. Había actuado mal, lo sabía, y sólo pedía una oportunidad para no volver a fallar. Recurrió a la viuda, y le pidió ayuda también. Evocó su retrato con la esperanza de encontrar en sus ojos algo que la tranquilizase, pero fue inútil. Todo lo era.

Pero de repente, pensar en Santi e imaginarlo tranquilo en su casa mientras Dana se sujetaba a la vida por un hilo convirtió su congoja en una rabia que le quemaba el estómago.

Y decidió que nada iba a quedar así, no mientras ella estuviese allí. No pensaba irse a ninguna parte hasta recuperarla. Además, no recordaba haberle pedido nunca nada a Dios; el saldo debía de estar muy a su favor.

Se secó las lágrimas y se irguió concentrada en inspirar profundamente. Esconderse en el coche no servía de nada, así que lo puso en marcha y entró en el parking. No sabía cuántos días iba a permanecer allí pero, por el momento, todo el tiempo que fuese necesario lo pasaría sentada en una silla hasta que la dejasen verla.

Ya fuera del aparcamiento miró a la izquierda para cruzar la calle. Se acercaba una
pick-up
como la de Dana y, al ver la matrícula, el corazón le dio un vuelco. Miró al conductor y Miguel le pidió con la mano que le esperase. Kate se quedó donde estaba, quieta en la puerta del parking, sin pensar en nada excepto en que Miguel había llegado. Miraba absorta el escaparate de la librería de enfrente del aparcamiento. La dueña dibujaba con un espray de nieve el marco de una ventana inmensa con divisiones rectangulares que simulaban cristales, y al fondo de la tienda un árbol de Navidad demasiado verde esperaba su turno.

La Navidad anterior había estado envuelta en la tristeza por la pérdida de la abuela de Dana. Kate había subido el 24 por la tarde y el 27 había regresado al bufete para trabajar en uno de los famosos casos de Paco. Luego había vuelto al valle la primera semana de enero para la lectura del testamento, momento en el que había discutido con Dana por lo del abuelo. Desde entonces no habían vuelto a hablar hasta la invitación de Dana, que ella había rechazado en verano. Todo eso le llenaba la boca de un sabor amargo imposible de ignorar. Se había portado como una egoísta porque, después de habérselo pedido, podía haber subido y pasado unos días más con ella. Y luego, tanto tiempo sin dar señales de vida… Era imperdonable. Y, ahora, esto. Los ojos volvían a anegársele en el momento en el que notó que alguien le tocaba el codo. Cuando se volvió, Miguel le pasó el brazo sobre los hombros y ella se dejó abrazar un instante.

—Vamos, creo que ahora nos dejarán verla.

Kate le miró extrañada.

—El abuelo ha llamado al hospital. Será cuestión de minutos.

Se descubrió asintiendo sin saber por qué. En realidad, estaba sorprendida y, casi de inmediato, molesta.

De camino al hospital, mientras Miguel le contaba que el abuelo había contactado con un viejo conocido de la dirección del centro, notaba una irritación creciente por no haber conseguido ella que la dejasen ver a Dana. Entonces reparó en que ni siquiera se lo había pedido al doctor Marós. Los contactos del abuelo y su capacidad de resolverlo todo sin inmutarse la ponían enferma, aunque en este caso la beneficiase.

Cinco minutos después, ambos la contemplaban en silencio a través del cristal de la puerta de semicríticos. Kate estaba más tranquila ahora que la había visto; por lo menos respiraba sola. Había imaginado un manojo de tubos por todas partes y, sí, los había, pero ninguno en la boca, y eso la hacía sentirse optimista. A pesar de los vendajes que convertían a Dana en una momia de cintura para arriba, empezó a notar el estómago menos crispado.

Pero al mirar a su hermano comprendió que a él le ocurría todo lo contrario. Probablemente, sin saberlo, el doctor Marós y su crudeza habían sido la mejor preparación. Miguel tenía el mismo color de piel que cuando de pequeño se pasaba una semana en la cama por la fiebre, y mantenía una mano temblorosa en el marco del cristal que los separaba de Dana. Estaba inclinado hacia adelante con los ojos clavados en ella. Kate reparó en cómo sus dedos estaban blancos de apretar y sin saber por qué le imaginó destrozando la pared de un puñetazo. Pero no ocurrió nada de eso. Le observó de perfil. Miguel contenía las emociones mientras su nuez subía y bajaba. Luego, le vio enarcar los labios de una forma extraña hasta que abrió la boca.

—¿No tienes otra cosa que mirar?

Kate apartó la vista y buscó a Dana.

—Yo ya había hablado con el doctor y no la veo tan mal. Lo que te pasa es que te ha pillado desprevenido.

Miguel le lanzó una mirada que no pudo descifrar y apoyó la espalda en el cristal. Cerró los ojos. Kate estaba confusa por verle así. Pero pronto reapareció el Miguel de siempre.

—Bueno, no podemos hacer nada —resolvió—. Vámonos a casa.

—Pero ¿qué dices? Yo me quedo.

—¿Y vas a pasar una o diez noches en una silla de hospital? ¿No has visto cómo está? Y eso suponiendo que no te echen antes…

—Nadie va a echarme y no quiero dejarla sola.

—¿Sola? Pero si está lleno de enfermeras… Está mucho más sola en la finca.

Kate sintió que se retorcía por dentro.

—Y allí sí que la he dejado. Quieres decir eso, ¿no? —replicó picajosa.

—No te sulfures, no hablaba con segundas. Sólo digo que vengas a casa, si no quieres estar sola en la finca o en casa del abuelo…

Ninguno de los dos había advertido que el doctor Marós los observaba desde la puerta de la sala. Se había quitado la bata blanca. En su lugar vestía un jersey oscuro del que asomaba una camisa de cuadros celeste y unos pantalones negros. Kate le sonrió fugazmente con los labios. Cuando llegó hasta ellos le sorprendió de nuevo la intensidad del verde de sus ojos.

—Miguel, éste es el doctor Marós. Él ha sido quien me ha informado antes.

Miguel le ofreció la mano y tras un instante de duda, Marós se la estrechó.

—Le hemos asignado una de las habitaciones de la segunda planta. Si todo va como esperamos, podremos trasladarla en las próximas cuarenta y ocho horas. —Y mirando a Kate propuso—: Si quiere puede quedarse, la habitación es doble, pero está desocupada.

Kate asintió agradecida.

—Abajo tenemos sus cosas. Si bajan conmigo se las daré.

—¿Cuándo estará bien del todo? —preguntó Miguel.

—Es difícil saberlo. Además, es probable que algunas de sus lesiones deban tratarlas en Barcelona. De hecho, ya he hablado con un ex compañero del Traumatológico del Valle de Hebrón y, si no fuese por la petición expresa de su abuelo, la hubiese trasladado de inmediato. Pero por el momento vamos a tratarla aquí y dentro de unos días veremos cómo evoluciona. Hasta que la inflamación remita no podremos decir más sobre las secuelas que le podrían quedar.

—Pero… ¿sería mejor el traslado? —preguntó Kate con la mente en las manipulaciones del abuelo.

El doctor se encogió de hombros.

—Hemos hecho lo necesario. Por el momento, ni en lo que hemos visto ni en los resultados de las pruebas se ha detectado nada que se pueda tratar. Habrá que esperar a que no surjan complicaciones y a que remita la inflamación. Eso es lo que se puede hacer en cualquier hospital. Como le he dicho al ex comisario, por mí no hay problema en dejarla aquí e ir viendo su evolución. Lamento no poder ser más preciso. Mañana sabremos más.

Miguel la estudiaba mientras Kate se enfurecía en silencio por lo rápido que había sido el abuelo esta vez. Mantener a Dana en el valle, aun a costa de su salud, era su modo de obligarla a quedarse, porque él sabía que no la dejaría sola. Kate respiró hondo con la mirada en Marós. ¿Cómo podía un profesional dejarse mangonear así por un septuagenario que no tenía ni idea de medicina? De repente le costó contenerse y no preguntarle a gritos dónde estaban su criterio médico y su profesionalidad. Pero la mano de Miguel en el brazo la hizo reaccionar. A priori, tener a Dana en Barcelona era lo mejor. Ella podría trabajar, incluso acercarse al bufete algún momento, y Dana estaría en las mejores instalaciones y con el mejor tratamiento. Sin embargo, en el fondo Kate sabía que el escenario real sería diferente, que Dana acabaría pasando sola casi todo el día, lejos del valle y de la finca que tanto amaba, mientras ella se escapaba al bufete. Para Dana era mejor permanecer en su tierra, con sus amigos. Chico estaría ahí. Miró a Miguel y desvió la mirada hacia Dana justo cuando Marós empezaba a andar. Kate y Miguel le siguieron hasta la planta baja.

Quince minutos después, Kate entraba en la 202 seguida de Miguel. En el ascensor se habían enterado de que lo de la habitación era algo poco usual, y la mirada de Miguel le dejó claro que aquello también era cosa del abuelo. En realidad, a Kate nada podía extrañarle ya de sus tejemanejes, aunque eso no los hacía menos irritantes. Dejó el bolso sobre la cama y el de Dana al lado. Se sentó y contuvo el impulso de mirar dentro, apenas un momento.

Lo primero que vio fue una bola de papel arrugada. La sacó y no necesitó alisarla demasiado para saber de qué se trataba. Su propia letra en un lado del papel, y la de Dana en el otro. Parecía haber transcurrido una vida desde que había descolgado esa nota de la nevera durante el desayuno. La dobló y volvió a dejarla en el bolso. Se acercó a la ventana y cuando descorría la cortina oyó que Miguel se movía.

—Bueno, yo me voy. Vendré mañana antes de ir a trabajar. Si me necesitas antes, llámame.

Kate intuyó que su hermano se le acercaba por detrás y notó el pellizco en el hombro. Tuvo ganas de darse la vuelta y pedirle un abrazo, como en el aparcamiento, pero se sentía demasiado culpable por haber pensado tan mal de ellos mientras los esperaba en la casona Prats, así que se contuvo. En lugar de eso, asintió con la mirada fija en la torre de la plaza. Cuando oyó el golpe de la puerta cerró los ojos y dejó caer las lágrimas.

Nadie entró ni llamó a la puerta y Kate se fue calmando poco a poco. Desde la ventana de la habitación veía la torre de la plaza mayor, iluminada en colores vivos que cambiaban cada pocos minutos. Se le ocurrió que durante el día sería un cuarto soleado. Se volvió y examinó la habitación. Era muy austera, pero estaba sola, cosa que se agradecía. Tenía que prepararse para pasar varios días allí, puede que incluso algunas semanas. Tocó las sábanas y pensó en la alergia y en los productos con los que desinfectaban la ropa blanca del hospital. Sería un milagro sobrevivir a eso. Decidió que le pediría a Miguel un juego de cama y, en cuanto Dana estuviese mejor, podría bajar a Barcelona algunos días. Al pensar en la ciudad, recordó la llamada de Paco que había ignorado y descorrió las cortinas por completo pensando en cómo iba a decirle que permanecería en el valle unos días más. El reloj de la torre marcaba casi las once. Era tarde, y no le apetecía enfrentarse a él, así que decidió que le mandaría un mensaje a primera hora.

Puso sobre la cama la maleta que Miguel le había traído del coche y la abrió buscando con la mirada dónde instalar el Mac. Ignoró los rugidos de sus tripas y, cuando hubo guardado la ropa y sus cosas en el armario, dejó los bolsos sobre el alféizar.

La finca no podría funcionar sin Dana, y ella no tenía ni idea de lo que había que hacer. Abrió nuevamente el bolso de su amiga y sacó su móvil. Buscó en la agenda de direcciones por la M de Masó y luego en la C, pero no encontró lo que deseaba. Seguro que en las últimas llamadas había alguna suya, así que miró la lista. Pero el ceño se le frunció de inmediato. Mantuvo el pulgar en el aire, a dos centímetros de las teclas, tratando de asimilar lo que acababa de descubrir mientras sus ojos seguían clavados en el número de la última llamada entrante que Dana había respondido hacia las tres de la tarde, y en la que el teléfono había permanecido descolgado durante horas… El suyo.

Levantó la cabeza y su mirada se perdió en la oscuridad del cielo. La certeza de lo que acababa de averiguar cayó sobre ella como una losa y permaneció inmóvil intentando asimilarlo. No había dudas sobre lo que había ocurrido, incluso podía imaginarla buscando el móvil con la otra mano al volante. Entonces oyó la música del tono de la BlackBerry y dejó caer el teléfono de Dana en el bolso.

Al ver la pantalla carraspeó antes de responder.

—Sí…

—…

—Bueno, se ha retrasado porque los auditores estuvieron allí, pero confío en que se resuelva en seguida. De hecho, hablé con él ayer y estoy esperando su llamada de un momento a otro.

—…

—De eso quería hablarte. Iba a mandar un correo ahora mismo. Estoy en el hospital.

—…

—No, es Dana. Ha tenido un accidente y está en la UCI. Su coche ha caído por un puente y…

—…

—No, no hay nadie, voy a quedarme yo.

—…

—Lo sé, pero no puedo dejarla como está, no hasta que recupere la conciencia y vea que evoluciona bien.

—…

—No te preocupes, no fallará. Además, si el juez desestima las pruebas es probable que ni siquiera le necesitemos.

—…

—Ya te he dicho que tengo que quedarme. Serán sólo unos días, puede que dos o tres.

—…

—No estoy segura de entenderte. Paco, es como mi hermana y te estoy hablando de dos o tres días. El jueves puedo estar ahí.

—…

—Eso no va a ser posible.

—…

—Entonces no creo que tengamos nada más que hablar, y lamento que lo veas así porque…

¡Clic!

—Paco… ¿Paco?

La segunda vez en menos de una semana que la dejaban colgada al teléfono… Pero ¿qué clase de persona la trataría así en un momento como éste? El caso de su hermano le estaba desquiciando. Ni siquiera le había permitido acabar de exponerle la situación. De repente, la BlackBerry le pesaba en la mano y la dejó sobre la repisa de la ventana. No le sorprendía el tono de Paco, porque le había visto usarlo en el despacho con algunos de sus compañeros, pero jamás con ella. Claro que el hecho de que ella no tuviera más vida que el bufete tendría algo que ver… Igual que los fines de semana entregada a los casos, o que nunca se hubiera cogido vacaciones. Además, conocía el mal perder de Paco cuando no se acataban sus órdenes de inmediato, pero no pensaba que fuese a mostrarse tan terco ante una situación tan grave.

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