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Authors: Carolina Solé

Tags: #Intriga

Ojos de hielo (77 page)

BOOK: Ojos de hielo
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—Abogada, la he visto llegar y me va de perlas porque quería hablar con usted. Pase a mi despacho, quiero comentarle algo sobre el accidente de su amiga.

—Sólo he venido a entregarle unos documentos al sargento Silva, no puedo entretenerme.

—Montserrat, ¿no está hoy Silva en Barcelona?

Montserrat asintió para negarlo un instante después. Kate la miraba sin comprender.

—Me ha llamado para decirme que ahora venía. Creo que irá por la tarde.

—Pues entonces le esperaremos juntas, yo también quiero verle.

Kate miró a Montserrat y entró en el despacho de la comisaria.

127

Comisaría de Puigcerdà

—¿Qué tal sigue su amiga, la veterinaria?

La comisaria le indicó con un gesto que se sentase, pero Kate permaneció de pie.

—Estaría mejor si no fuesen a por ella con tanta inquina. De todos modos, pronto la dejarán en paz.

Magda obvió la respuesta y se retiró el pelo con el anular y el meñique. Abrió con afectación el portafolios que tenía delante y clavó sus ojos en los de Kate.

—Quería hablarle del accidente, del informe preliminar que nos ha llegado. Parece que Dana Prats tendrá que responder por la muerte de los dos ocupantes del otro vehículo.

Kate sonrió con sarcasmo. La tira del bolso le resbalaba en la mano.

—No sé cómo no le da vergüenza…

—¿Cómo dice?

—Ser tan poco profesional. Anteponer sus intereses a la verdad. Es vergonzoso.

La comisaria sonrió.

—Comprendo su irritación, créame, y también la impotencia y la frustración que debe de sentir por no poder hacer nada. Todos tenemos amigos por los que enarbolar la bandera de la inocencia. Pero esta vez, hágame caso, lo tiene perdido.

Kate la vio erguirse en la butaca y mirarla con arrogancia.

—Acépteme un consejo: céntrese en cuidarla y deje de removerlo todo. Tengo entendido que no va a quedar muy bien después del accidente.

Magda la observó apretar la tira del bolso. La cara de la abogada era una máscara. Bien, a eso iba. La comisaria pensó en su siguiente frase y empleó un tono de afectación.

—Todo esto me parece una lástima. Pero la verdad es que los hechos son los que son y las pruebas apuntan al mismo objetivo. Todo está bastante claro —resolvió encogiéndose de hombros.

Kate la miraba directamente. Magda se preguntó si conseguiría verla perder los estribos. La respuesta no se hizo esperar. La abogada entornó los ojos y le soltó con rabia:

—¿Por qué miente? ¿Se siente mejor, más importante? Me pregunto a quién quiere engañar… Usted sabe tan bien como yo que Dana no tuvo nada que ver con la muerte de Jaime Bernat y, para serle sincera, no me explico ese interés desmedido en implicarla. Cualquiera podría pensar que existen razones ocultas tras esa insistencia…

Estaba empezando a molestarla y no iba a dejar que siguiese por ahí. En un segundo la echaría del despacho, pero no sin saber por qué había ido a ver al sargento.

—Comprendo su decepción, y que busque culpables, pero las pruebas son las pruebas.

—Hay otras pruebas que crean una duda más que razonable sobre su implicación, motivos que apuntan que el verdugo de Jaime fue otra persona y que van a hacerles quedar como unos completos incompetentes.

—¿Y qué pruebas son ésas?

—Cuando llegue el momento lo sabrá.

—Espero por su bien que no esté actuando al margen de la ley.

—¿Qué le hace pensar eso?

—El sargento. La ha citado en su despacho.

—¿Y?

—Bueno, es evidente que usted no es su tipo. Me inclino a pensar que se llevan algo entre manos sobre el caso…

Magda se irguió en la butaca sin perder de vista a su interlocutora. Lo que acababa de decirle la había sorprendido, era evidente, pero ¿por qué? ¿Tal vez la abogada esperaba que el sargento pudiese hacer algo? Qué lástima, habría que aclararle quién mandaba en la comisaría.

—No pierda el tiempo, él no va a hacer nada que yo no haya aprobado primero. Aquí nadie decide sin mi beneplácito.

Tras dos golpes, J. B. apareció por la puerta.

—Comisaria, la letrada había quedado conmigo. —Y mirando a Kate añadió—: Cuando quieras.

No iba a ponérselo tan fácil.

—Señorita Salas —dijo Magda—, si llega a mis oídos que está usted interviniendo en un caso criminal o que posee pruebas de él me veré obligada a informar al juez, y ya sabe lo que esas irregularidades representarían para su carrera.

Kate dio un paso adelante y apoyó las manos en el respaldo de la silla. Magda la miró sin comprender y el sargento carraspeó desde la puerta.

La comisaria la escuchó decir:

—Voy a hacerle una propuesta… que estoy convencida de que no querrá que trascienda —dijo Kate lanzando una mirada fugaz hacia la puerta.

Magda le sostuvo la mirada. Interesante. Y se apartó el pelo con el anular y el meñique.

—Sargento, espere en su despacho. En cuanto terminemos, la abogada Salas irá para allá.

J. B. miró a Kate esperando que se volviera hacia él, pero ella seguía mirando a la comisaria y no se volvió ni siquiera cuando le oyó cerrar la puerta.

Magda se apoyó en el respaldo de la butaca dispuesta a escuchar.

—Sé quién mató a Jaime Bernat. Le entregaré todas las pruebas en cuanto se retracte de la petición de imputación de Dana que le ha hecho al juez. Luego podrá disfrutar de haber resuelto el caso y nosotras nos iremos a casa.

—¿Y qué pruebas son ésas? —preguntó la comisaria con sarcasmo.

Kate se mantuvo en silencio y Magda entornó los ojos antes de añadir:

—No lo entiende, ¿verdad? El caso está resuelto si yo no decido lo contrario, y para eso tiene que darme algo más.

—Manel Bernat, el hijo de la hermana de Jaime. Él es el asesino, la persona que le mató por haber inducido a su madre al suicidio y haberse quedado con sus tierras y con el dinero de su herencia. Encuéntrele y habrá resuelto el caso.

—¿Y cómo sabe usted eso? ¿O es que me está pidiendo un acto de fe?

—No, sólo le pido que le localice y le interrogue.

—¿Por qué debería hacerlo?

—Porque, de lo contrario, va a quedar como una completa inepta cuando se descubra la verdad en el juicio. Yo sólo quiero evitar que Dana se vea inculpada, no me interesa salir en la foto. Tiene en su mano hacerlo usted misma o arriesgarse a que todo salga a la luz sin su pleno control.

Magda dudó mientras Kate le sostenía la mirada. La abogada parecía ir en serio. De acuerdo, por probar no se perdía nada.

—Muy bien, le buscaremos y si tiene razón hablaré con el juez.

—La citación es para dentro de dos días. Y al paso que van sus hombres, pueden encontrar al tipo en Navidad. No le daré ninguna información hasta que se retracte ante el juez.

—Entonces me ahorra un trabajo.

—Bien, usted decide.

Kate se volvió, pero antes de tocar el pomo de la puerta oyó el clic y la voz de Magda:

—Montserrat, haga venir al sargento.

Kate abrió la puerta y encontró a J. B. tras ella. Él la evitó y miró directamente a Magda.

—Sargento, póngase de acuerdo con la abogada Salas y localice a… ¿Cómo era?

Kate dudó un instante. Y Magda continuó:

—Tiene mi palabra de que si está en lo cierto haré lo que me ha pedido.

—Manel Bernat —continuó Kate.

Magda miró al sargento.

—… Manel Bernat. Dele prioridad absoluta.

Cuando cerraron la puerta por fuera, y por fin se quedó sola, el despacho le pareció un remanso de paz. Puede que todo aquello fuese un farol, pero la nieta del ex comisario no parecía de las que hablaban en balde. Y el sargento había estado inusualmente disciplinado. Extraño. En fin, de un modo u otro habría resuelto el caso en apenas una semana larga. Lo único que le preocupaba ahora eran las dos llamadas perdidas que tenía de Hans.

128

C-16, dirección Barcelona

¿Y eso de que iban a encontrar al tipo por Navidad? ¡Había que tener mala leche! Además, aunque a él no le importaba lo que pensase la comisaria, el caso era que ella no lo sabía, y con todo le había hecho quedar como un inútil delante de la jefa sin prever las consecuencias.

¿Y las amenazas? Tienes veinticuatro horas para encontrarle. Pero ¿quién coño se había creído que era? Al salir del túnel, J. B. aceleró hasta que casi despegó la rueda del asfalto y siguió cavilando.

Por lo menos le había dejado la caja con las pruebas de lo que decía. Es un Bernat, el primo hermano de Santi; no puede ser tan difícil. Eso creía él también. Así pues, por la mañana se pondría a ello. O quizá era mejor pasar por la central, donde Millás le echaría un cable con la búsqueda del tal Manel. Incluso, podía hacerlo antes de recoger a su madre. De repente, recordó el dinero y redujo la velocidad inconscientemente. ¡Mierda!, se había olvidado por completo. Llegó al final de la bajada del túnel del Cadí y echó un vistazo al reloj: las doce. Si posponía su paso por la central, pillaría a Millás comiendo, y ése era de los que no perdonaban. Así que iría a la central nada más llegar a Barcelona.

Pero cuando pasó por el desvío de Berga puso el intermitente. Necesitaba encontrar una sucursal. Sí, y de paso podía llamar a la señora Rosa para que pidiese el taxi para las tres. Tenía que localizar a aquel tipo cuanto antes e interrogarlo.

Sin embargo, acto seguido cayó en la cuenta de que, en realidad, no tenía ni idea de lo que debía preguntarle. Oiga, perdone, don Manel, ¿por casualidad mató usted a su tío Jaime? Estaba tan cabreado por lo que le había oído decirle a la comisaria sobre él y su trabajo que ni tan sólo la había dejado explicarse. Maldita niñata. No volvería a preocuparse por ella ni que fuese la hermana del mismísimo rey de España. Había que joderse. Y eso que se la había llevado a casa de los Herrero e incluso le había hablado de detalles de la investigación que no había compartido con nadie. Miguel se iba a partir de risa si se enteraba de lo imbécil que era. Porque ya le había advertido sobre su hermana, la letrada del pitiminí, muy fina pero con muy mala hostia.

El banco que buscaba apareció al volver una esquina y puso el intermitente. Dejó la moto delante, en la zona de carga y descarga, y entró en la oficina pensando en la cantidad que necesitaba sacar.

Mientras metía el sobre con el dinero en el bolsillo de la chaqueta se irguió y, cuando la espalda le crujió como la pinza de una langosta, J. B. dibujó una sonrisa. La chica del mostrador también lo hizo, fingía ordenar los papeles apilados en dos columnas sobre el mostrador. Era morena, de ojos pequeños y labios finos. Aunque no era de esas a las que uno repasaba por la calle, la noventa y cinco la llevaba muy bien puesta. J. B. esperó un instante simulando colocarse bien el sobre en el bolsillo y, cuando ella levantó la vista, le clavó los ojos y le hizo un guiño. Al llegar a la puerta se volvió. Ella seguía ordenando papeles, roja como un tomate, y sin mirarle se echó el pelo hacia atrás con timidez. Ese gesto le recordó de nuevo a la letrada.

Las últimas veces que la había visto no parecía tan estirada, pero, como se suele decir, la cabra tira al monte y al final había resultado de las que apuñalaban por la espalda, dejándole como un inútil delante de la comisaria. Confiarse como un imbécil, eso había hecho. Joder, si sabía que los abogados eran unos cabrones, pues ellas peor, hombre… Aunque había que reconocer que el pelo suelto le quedaba mejor, no como lo llevaba al principio, con aquella especie de peluca lisa de Barbie. J. B. negó con el gesto. Ese movimiento al apartar el pelo estaba calculado para marear la perdiz y, en verdad, seguro que era de las que se ponían tiesas como un palo de escoba cuando tenían un tío delante. Salió de Berga. Al incorporarse a la autovía apretó las mandíbulas y dejó volar la muñeca. ¿Quién iba a pararle?

129

Carretera de Puigcerdà a La Seu

Hasta que hubo pasado el puente de Martinet no empezó a tranquilizarse. El maldito accidente era la gota que colmaba el vaso. Incluso suponiendo que lograse resolver el problema de visión de Dana, debería estar pendiente del juicio del accidente durante meses.

Y tampoco podía olvidarse de la mirada de desprecio que le había lanzado el sargento. Pero ¿no se suponía que había buen rollo? Al fin y al cabo, ¿quién había traicionado a quién? Como de costumbre, un hombre no tenía ni idea de cuándo metía la pata. Claro que, de un amigo de Miguel, ¿qué podía esperar?

Ni siquiera la había dejado que se explicase cuando nombró a Manel Bernat. Nada más salir al hall había cogido la caja con los documentos que le ofrecía y se había metido en uno de los despachos. El muy imbécil la había dejado con la palabra en la boca después de haber hecho todo el trabajo por él. Ni siquiera tuvo la decencia de mirarla cuando le advirtió lo de las veinticuatro horas. Con el doctor Marós rondando a Dana y las enfermeras entrando en la habitación y saliendo constantemente de ella, no tardaría mucho en correr la noticia de que Dana había despertado. Y entonces sí tendrían un problema, porque la citación era para el viernes y si estaba consciente tendría que declarar como imputada en un caso penal. Kate quería impedirlo y, si no conseguía que lo hiciese la policía, ella misma pediría que archivasen la causa. Aunque para eso tendría que esperar y ya sería tarde. En cuanto a eliminar los archivos informáticos del juzgado en los que quedaba constancia de la relación de Dana con un caso penal… bueno, nada era imposible. Esa idea la hizo pensar en Paco, en lo que había aprendido en el bufete. El negocio más rentable en esta empresa son los favores, solía decir. Kate se desabrochó el botón del pantalón y respiró hondo al volver a poner la mano en el volante. Pero lo que le preocupaba eran los intereses…

Y, por si no fuera poco, ahora habría que preocuparse por el accidente. Cómo podían tener tan mala suerte… También podía haberse despeñado ella sola por el puente y no complicarlo todo con dos muertos más. Ponga un muerto en su vida, o tres. De no estar tan furiosa con la situación y sentirse tan culpable, aquello le hubiera parecido un chiste. Y Paco, ¿es que después de tanto tiempo no la conocía? ¿Cómo podía ser tan cretino como para pensar que iba a dejarle tirado con el caso? La poderosa mirada de Paco se coló en su mente. Hombres. Seguro que cuando la miraba estaba pensando en su propio ombligo… Pero ni tan sólo esa idea la hizo sonreír.

Al llegar a La Seu aparcó en el paseo del Parque y buscó en el navegador la dirección en la que había quedado con el técnico andorrano. Luis llegaría al cabo de veinte minutos y se llevaría los registros para entregárselos a Paco. Kate sacó una de sus tarjetas del billetero para escribir la nota y desenroscó el tapón de la pluma, contenta de poder usarla una vez más. Había sido el primer regalo de Paco cuando entró en el bufete, y unos días después la había utilizado para sorprenderle al firmar con una tinta verde, oscura como las hojas de un abeto y completamente distinta a las del resto de sus colegas. Recordaba con añoranza esos días en los que sólo conocía de él su faceta de abogado mítico con una vida personal interesante y críptica. Miró el papel en blanco y la asaltaron las ganas de decírselo en persona, o de estar en su despacho para verle la cara cuando abriese el sobre que aseguraba la libertad de Mario y con el que ella confirmaba su compromiso con él y con el bufete, a pesar de todo. En ese instante se dio cuenta de lo frágil que se sentía en su nuevo puesto y de lo poco que se valoraba a sí misma, a pesar de todos sus triunfos. Bajó la vista y se encontró con la hoja en blanco.

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