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Authors: Charles Dickens

Oliver Twist (14 page)

BOOK: Oliver Twist
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—Efecto de la fiebre, hijo mío —contestó la señora con dulzura.

—Eso creo —dijo Oliver—. El Cielo está muy lejos, y los que en él moran son demasiado dichosos para bajar a velar junto a la cama de un pobre niño. Sin embargo, si mi madre ha sabido que he estado enfermo, aun desde el Cielo me habrá compadecido mucho... ¡Sufrió ella tanto antes de morir! ¡Pero no! —añadió Oliver después de algunos momentos de reflexión—, No ha debido saber lo que me ha sucedido. Si me hubiese visto enfermo y abatido, habría estado triste, y yo la he visto siempre alegre y risueña cuando se me ha aparecido en sueños.

No contestó la buena anciana; pero secó primero sus ojos, y a continuación sus anteojos que estaban sobre el cubrecama, cual si formaran parte integrante de su rostro, sirvió a Oliver una bebida refrescante y le pasó cariñosamente la mano por la mejilla, recomendándole de nuevo que permaneciera quietecito a fin de evitar recaídas.

Calló Oliver y permaneció quietecito, tanto porque anhelaba obedecer a aquella amable señora, cuanto porque las pocas palabras que acababa de pronunciar habían agotado sus fuerzas. No tardó en conciliar un sueño tranquilo y reparador, del cual vino a despertarle la luz de una bujía que de repente aproximaron al lecho. Oliver abrió los ojos, y éstos tropezaron con la respetable figura de un caballero que, inclinado sobre él y fijos los ojos sobre un reloj enorme de oro, que en la mano tenía, le tomaba el pulso y declaraba que el enfermo estaba mucho mejor.

—Te encuentras muchísimo mejor, ¿no es verdad, querido? —preguntó el caballero.

—Sí, señor; muchas gracias —respondió Oliver.

—Seguro estaba yo de que mejorabas; ¿tendrás apetito, verdad?

—No, señor.

—¡Claro que no! —exclamó el caballero—. ¡No! ¡Ya sé que no puedes tenerlo! ¡No tiene apetito, señora Bedwin! —añadió con tono sentencioso.

La señora anciana hizo una inclinación respetuosa de cabeza, como queriendo significar que tenía al doctor, pues médico era el caballero en cuestión, por hombre de gran talento. Parece que ésta era la opinión que de sí tenía el propio interesado.

De seguro que tienes sueño, ¿no es cierto, amiguito?

—No, señor.

—¡Desde luego! —contestó el médico—. No tienes sueño, y así debe ser. ¿A que tampoco tienes sed?

—Sí, señor. Sed tengo mucha.

—¡Lo que yo esperaba, señora Bedwin, lo que yo esperaba! —dijo el médico—. Es muy natural que sienta sed. Déle un poquito de té con una tostada, pero sin manteca. No le arrope demasiado, pero cuide al propio tiempo de que no se enfríe mucho... ¿Lo hará así?

Inclinóse la anciana en señal de asentimiento, y el doctor, después de probar una tisana fría y de manifestar que le parecía bien, salió presuroso como quien tiene mil enfermos a quienes atender. Oliver se durmió de nuevo, siendo casi medianoche cuando despertó. La anciana le dio poco después las buenas noches y se fue, dejándole confiado a los cuidados de una mujer gruesa que acababa de entrar en la habitación llevando en una mano un librito de oraciones y en la otra un gorro de dormir. Luego que dejó el libro sobre la mesa y colocó el gorro de dormir en su cabeza acercó una butaca a la chimenea no sin antes manifestar a Oliver que había venido a velarle, y comenzó a descabezar sueñecitos y más sueñecitos, interrumpidos de tanto en tanto por terribles cabezadas y alguna que otra caída de bruces, sin consecuencias graves, por supuesto, ya que aquéllas solía sufrirlas por regla general la nariz.

Así se deslizó perezosamente la noche. Oliver permaneció largo rato despierto, ora contando los circulitos luminosos que la luz de la lámpara proyectaba sobre el techo filtrándose a través de la pantalla, ora intentando seguir con la vista las líneas del complicado dibujo del panel que cubría las paredes.

La semioscuridad y el silencio que en la estancia reinaban no podían ser más solemnes. Invitaban a la meditación y terminaron por impresionar profundamente a Oliver, quien creyó que la muerte inexorable, después de haber rondado su lecho durante varios días y otras tantas noches, podía volver más terrible, más espantosa. Estas reflexiones le llenaron de pavor, que creyó disipar hundiendo la cara en la almohada y elevando al Cielo ferviente oración.

Invadióle gradualmente ese sueño tranquilo que sólo recientes enfermedades pueden proporcionar, ese reposo saludable y dulce del cual no quisiera uno despertar. ¿Quién, aun cuando del descanso de la muerte se tratara, desearía sacudirlo para verse envuelto de nuevo en las luchas por la vida, para sentirse arrastrado por el torbellino de las necesidades, para volver a encontrarse con las tristes eventualidades del presente, las sombrías inquietudes del porvenir y, más que nada, con los recuerdos amargos del pasado?

Era muy entrado el día cuando Oliver abrió los ojos. Al despertar, invadióle una sensación de bienestar inefable. Había pasado la crisis; volvía a pertenecer al mundo de los vivos.

Tres días después pudo abandonar el lecho y permanecer algunas horas sentado en un sillón bien guarnecido de almohadas, y como su debilidad excesiva no le consintiera andar, la buena señora Bedwin dispuso que le bajasen a su misma habitación, donde le sentó junto a la chimenea. A su lado tomó aquélla asiento, y fue tal su alegría al ver al enfermo fuera de peligro, que comenzó a llorar, sin ser dueña de sí misma.

—No hagas caso de mi llanto, hijo mío, que el llanto es para mí un desahogo necesario—. ¡Mira! Ya estoy bien. Ya me tienes tranquila.

—Es usted muy buena para mí, señora —contestó Oliver.

—No hables de eso, querido, que no vale la pena. Vas a tomar ahora una tacita de caldo, que es ya hora de dar a tu cuerpo un refrigerio. Dice el médico que probablemente vendrá esta mañana el señor Brownlow a hacerte una visita, y es necesario que te encuentre bien, pues cuanto mejor sea tu aspecto, mayor será su alegría.

Mientras hablaba, la anciana calentaba una cacerolita llena de un caldo tan substancioso, que hubiera bastado para alimentar a trescientos cincuenta personas, por lo menos, de las habituadas a las suculentas comidas del hospicio en que fue criado Oliver.

—¿Te gustan los cuadros, hijo mío? —preguntó la anciana observando que Oliver contemplaba extasiado un retrato que pendía de la pared.

—No puedo decirlo, señora —respondió Oliver, sin apartar los ojos del lienzo—. He visto tan pocos, que no entiendo de ello. ¡Qué hermoso y qué dulce es el rostro de esa señora!

—¡Ah! Los pintores embellecen siempre a las damas que retratan, sin lo cual pronto perderían la clientela, hijo mío. El hombre que inventara un aparato que reflejara con exactitud el rostro humano, es más que probable que se pasaría la vida cruzado de brazos. Lo que digo es tan cierto como el Evangelio —dijo la señora, sonriendo maliciosamente.

—¿Se parece a alguien esa pintura, señora?

—Sí; es un retrato.

—¿De quién?

—Si quieres que te diga la verdad, no lo sé. Seguramente de alguna persona que ni tú ni yo hemos conocido. Observo que te llama mucho la atención, hijo mío.

—¡Es tan hermoso, tan bello!

—¡Cómo! ¿Será posible que te infunda temor? —preguntó la señora Bedwin, observando la especie de respeto con que Oliver contemplaba el retrato.

—¡Oh, no, no! —replicó vivamente Oliver—. Pero es que la mirada me parece triste, melancólica, y visto el retrato desde aquí, creo que está mirando... esa mirada hace que mi corazón lata con más fuerza —añadió el muchacho en voz baja—. ¡Diríase que esa señora quiere hablarme y no puede!

—¡Dios mío! —exclamó la buena enfermera—. ¡No hables así, hijo de mi alma! Estás débil de resultas de tu enfermedad, eres impresionable sin duda y tus nervios están excitados. Daremos media vuelta a tu butaca y así no verás el retrato... ¡así! —dijo la anciana, uniendo la acción a la palabra—. ¡Vaya! ¡Ya no lo tienes de frente!

Oliver, empero, lo veía con los ojos del alma tan clara y distintamente como si no hubiesen alterado la posición de su butaca, pero en su deseo de no importunar a la buena señora, sonrió con dulzura, llevando la tranquilidad al ánimo de su enfermera, la cual, contenta y satisfecha, echó sal al caldo, cortó en pedacitos el pan tostado y los puso en la taza, haciendo todas las operaciones con la solemnidad y delicadeza que aquéllas merecían. Oliver tomó el sopicaldo con excelente apetito, y cuando acababa de llevar a la boca la última cucharada, llamaron suavemente a la puerta.

—Adelante —dijo la señora Bedwin.

En el marco apareció acto seguido el señor Brownlow.

Entró el buen caballero con paso ligero; pero no bien alzó sus anteojos hasta la frente y se inclinó, llevando las manos a los faldones de su levita, para ver mejor a Oliver, sus facciones pasaron por una serie variadísima de contorsiones a cuál más extraña.

Extenuado Oliver de resultas de su enfermedad, hizo un esfuerzo para levantarse impulsado por su deseo de dar a su bienhechor una prueba de respeto, pero cayó desplomado en el sillón. El corazón del señor Brownlow, tan grande que muy bien hubieran podido sacarse de él seis corazones para otros tantos caballeros de sentimientos nobles y humanitarios, merced a misteriosas operaciones hidráulicas que no intentaré explicar, porque para hacerlo satisfactoriamente sería preciso que poseyera conocimientos filosóficos que no poseo, llevó a sus ojos torrentes de agua que brotaron en raudal traducidos en lágrimas. Hasta tal extremo le conmovió la actitud del muchacho.

—¡Pobre niño! ¡Pobre niño! —exclamó el señor Brownlow, esforzándose por dar a su voz su timbre habitual—. Estoy un poco afónico, señora Bedwin... temo haber cogido un catarro muy regular.

—Yo creo que no, señor —contestó la señora Bedwin—. He tenido buen cuidado de que su ropa estuviera bien seca.

—¡No sé... no sé! —replicó el señor Brownlow—. Me parece que ayer, en la comida, me puso usted una servilleta húmeda... pero, en fin, no hablemos de ello. ¿Qué tal te encuentras, hijo mío?

—Feliz, señor, y agradecidísimo a las bondades de usted —contestó Oliver.

—¡Buen muchacho! —exclamó el anciano con emoción—. ¿Le ha dado usted de comer, señora Bedwin? Algún caldo, ¿eh?

—Una taza acaba de tomar en este instante, pero muy substancioso —contestó la enfermera, recalcando la última palabra con gran énfasis.

—Un par de vasitos de vino generoso me parece que le hubieran sentado mejor que el caldo, ¿no es verdad Tomás White?

—Me llamo Oliver, señor —replicó sorprendido el enfermo.

—¡Oliver!... —repitió el señor Brownlow— ¿Oliver qué? Oliver White, ¿verdad?

—No, señor... Twist, Oliver Twist.

—¡Es particular! Entonces, ¿por qué dijiste al juez que tu apellido era White?

—¡Yo no he dicho tal, señor! —contestó Oliver desconcertado.

Tales visos de mentira tenía la contestación, que el caballero fijó en la cara de Oliver una mirada severa. La sinceridad, empero, que reflejaban sus facciones disiparon inmediatamente sus dudas.

—Oí mal, sin duda —murmuró.

Parece natural que el anciano caballero dejara de mirar con fijeza, a Oliver desde el momento que desapareció la causa que a ello le impulsara. No ocurrió así, sin embargo: siguió contemplándole con tenacidad, con mirada intensa. ¿Por qué? Sencillamente porque se fijó de nuevo en su imaginación la idea de que las facciones del muchacho eran reproducción de otras que él había conocido.

—¡Sentiría que se hubiese enojado conmigo, señor! —dijo Oliver dirigiendo a su protector una mirada suplicante.

—¡No, no! —replicó el anciano—. Pero... ¡Cielo santo! ¡Mire usted, señora Bedwin, mire usted!

Así diciendo, extendió el brazo hacia el retrato y luego hacia la cara de Oliver, que con la de aquél ofrecía una semejanza asombrosa. Los mismos ojos, la misma boca, las mismas facciones. La expresión de los rostros era tan idéntica que todas las líneas del semblante del muchacho parecían trasladadas al lienzo.

No pudo Oliver conocer la causa que arrancó al anciano su brusca exclamación, porque, demasiado débil para resistir la impresión que le produjo, se desmayó. Por cierto que su desmayo proporciona al cronista una ocasión feliz para poner fin a la suspensión en que dejó a los lectores acerca de la suerte que corrieron los dos juveniles discípulos del festivo caballero Judío.

Cuando el
Truhán
y su digno camarada Carlos Bates, después de haberse apropiado en forma de legalidad harto discutible del pañuelo del señor Brownlow, se mezclaron a la muchedumbre que perseguía a Oliver, y no fueron los más tardos en gritar: «¡Al ladrón! ¡Al ladrón!» obraron impulsados por un motivó, laudable, cual es el de la conservación de sí mismos, con doble razón si se tiene en cuenta que el derecho a la libertad individual es el privilegio de que más nos enorgullecemos los verdaderos ingleses. No seré yo quien afee un acto que, lejos de desdorar a los que lo llevaron a cabo, no puede menos de ensalzarlos en la opinión del público genuinamente patriótico, toda vez que por lo mismo que es prueba brillante del celo, de la ansiedad con que defendieron la hermosa prerrogativa de su libertad individual, viene a confirmar y a corroborar ese hermoso ramillete de leyes con que algunos filósofos profundos, inspirándose en la Naturaleza, han enriquecido a la humanidad, reduciendo muy sabiamente a máximas y fórmulas precisas y determinadas las operaciones de aquella señora, aun cuando a la sabiduría incontestable de la misma hayan tenido que sacrificar todos los impulsos generosos y todas las consideraciones humanitarias y sentimentales. Verdad es que aquéllos y éstas se empequeñecen, se esfuman y se borran ante la grandeza de la ama que, según el consentimiento unánime de todos los hombres y de todos los siglos, se encuentra muy por cima de las pequeñeces y debilidades comunes a las de su sexo.

Si para poner de relieve la profunda filosofía en que inspiraron su conducta los dos caballeritos para salir airosos del predicamento verdaderamente delicado en que se encontraban, hubiera de necesitar una prueba más, la buscaría y hallaría terminante en el hecho, mencionado ya en la parte expositiva del asunto de que abandonaran la persecución y emprendieran el regreso a su domicilio por el camino más breve no bien observaron que la atención general se había concentrado en Oliver, pues aunque no es mi ánimo afirmar que sea práctica corriente de los grandes sabios llegar a conclusiones de trascendencia por el camino más corto, toda vez que, por el contrario, suelen alargar indefinidamente las distancias recurriendo a circunloquios y digresiones ajenas las más de las veces al asunto, defectillo que, si bien no puede negarse que les da cierta semejanza con los borrachos que al regresar a sus casas lo hacen invariablemente por el camino más largo, hay que perdonarles en gracia a que se sienten arrastrados y desviados de su objetivo por el torrente de ideas que su fecundo genio elabora, diré, sin embargo, y lo haré constar con tanta claridad como decisión, que es práctica invariable de los filósofos profundos, de los filósofos verdaderamente grandes, dar pruebas brillantísimas, al sentar sus teorías, de sabiduría y de previsión maravillosas en lo que se refiere a hacer acopio de razones en virtud de las cuales nunca, y en ningún caso, pueden verse sus respetabilísimas personalidades obligadas a atemperar su conducta a las máximas por ellos sustentadas, que dicho se está, no deben ni pueden afectarles. Así, por ejemplo, a trueque de conseguir un gran bien, puede permitirse al filósofo la comisión de un mal pequeño, aunque redunde en perjuicio de tercero, toda vez que el fin ha de justificar los medios empleados, con doble motivo si se tiene en cuenta que la
cantidad
de malicia, como la
cantidad
de lo justo de la acción, y hasta la diferencia entre la bondad y malicia de la misma, son accidentes que competen de derecho al filósofo, nimiedades que ha de precisar y determinar su clara y profunda inteligencia previo estudio de cada caso particular, estudio que no puede menos de ser imparcial por lo mismo que se refiere a asuntos en los cuales es parte interesada el mismo que juzga.

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