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Authors: Charles Dickens

Oliver Twist (27 page)

BOOK: Oliver Twist
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A punto estaba de tirarse al suelo resuelto a intentar un esfuerzo supremo para salvar su temprana vida, cuando se encontró frente a una casa solitaria casi en ruinas. No tenía más que un solo piso, y a uno y otro lado de la puerta había una ventana. No se veía, sin embargo, luz alguna. La casa era obscura, desmantelada, tétrica, y según todas las apariencias, estaba deshabitada.

Sikes, sin soltar la mano de Oliver se acercó a la puerta y levantó el picaporte. Abrióse aquélla sin resistencia y nuestros viajeros se perdieron inmediatamente en su interior tenebroso.

Capítulo XXII

El robo

—¿Quién va? —gritó una voz bronca no bien hubieron entrado en la casa.

—Menos ruido y más luz, Tomás —contestó Sikes, corriendo los cerrojos.

—¡Ah! ¿Eres tú, compadre? —preguntó la misma voz—. ¡Una luz, Barney de los demonios, una luz! ¡Enseña el camino a ese
caballero
y abre los ojos, si me haces el favor!

El que hablaba debió tirar una horma de zapato o algún objeto por el estilo a la persona a quien se dirigía, sin duda para disipar su somnolencia, pues se oyó claro y distinto al ruido de un artefacto de madera que chocaba con violencia contra una pared seguido de murmullos menos distintos como de hombre a quien despiertan en lo mejor de su sueño.

—¿Pero no me oyes? —repuso la misma voz—. ¡Ahí tienes en el pasillo a Guillermo Sikes sin que nadie le dé la bienvenida, mientras tú duermes como un tronco, ni más ni menos que si en las comidas te atiborraras de láudano! ¿Estás más despierto o hace falta que el candelero entable relaciones íntimas con tu cabeza para despabilarte?

A la interpelación siguió un ruido sordo como de alguien que caminase en zapatillas sobre el piso desnudo de la habitación de arriba, y segundos después, salía por una puerta situada a la derecha una vela primero y luego el individuo de quien dije que hablaba por la nariz y que ejercía el cargo de mozo de una taberna en Saffron-Hill.

—¡Señor Sikes! —exclamó Barney, con expresión de alegría, verdadera o fingida—. ¡Buenas noches, señor Sikes, buenas noches!

—¡Adelante! —dijo Sikes, empujando a Oliver—. ¡Deprisa, si no quieres que te dé algún pisotón!

Maldiciendo la lentitud del muchacho, Sikes empujó a Oliver y ambos entraron en una habitación de techo muy bajo, tétrica y ahumada, en la cual ardía un fuego que despedía más humo que calor, y tenía por todo mueblajes tres sillas rotas, una mesa desvencijada y un sofá respetable por su antigüedad. Tendido sobre este último mueble había un hombre fumando. Vestía una levita de corte irreprochable y color castaña, adornada con grandes botones brillantes, corbata color naranja, chaleco arco iris por la variedad de tonos y calzón gris. Poco cabello tenía el señor Crackit, que él era en persona, ni en la cabeza ni en la cara, pero la muestra era de color rojo y estaba divinamente peinada en tirabuzones, entre los cuales su propietario pasaba de vez en cuando los dedos sucios, cubiertos por descomunales sortijas de lo más ordinario. De estatura regular, más bien alto que bajo, parecía adolecer de cierta debilidad en las piernas, lo que no le impedía admirar sus botas, que contemplaba con satisfacción evidente.

—¡Mi querido Guillermo! —exclamó el del sofá, volviendo la cabeza hacia la puerta—. ¡Encantado de verte! Principiaba a temer que hubieras renunciado a la empresa, en cuyo caso, resuelto estaba a tentarla yo solo... ¡Hombre!..

Al lanzar la exclamación, con tono de inmensa sorpresa, clavados los ojos en Oliver, Crackit se incorporó vivamente y preguntó quién era aquel chaval.

—El niño que nos hace falta —contestó Sikes, acercando una silla a la lumbre.

—Uno de los aprendices de Fajín —terció, Barney sonriendo.

—De Fajín, ¿eh? —exclamó Crackit mirando a Oliver—. Una preciosidad para limpiar los bolsillos de las viejas en la iglesia, ¿verdad?

—Hablemos de otra cosa —dijo con impaciencia Sikes.

Seguidamente se inclinó sobre Crackit, pronunció en voz baja algunas palabras que arrancaron estrepitosas carcajadas a quien las escuchó y el del sofá favoreció a Oliver con una mirada que reflejaba asombro.

—Ahora —dijo Sikes volviendo a sentarse—, si mientras esperamos nos obsequiaras con algo que echar a perder en forma de comida y bebida, te aseguro que no nos vendría mal... a mí al menos. Tú, muchacho, siéntate y descansa, que aún tienes que salir esta noche, aunque no muy lejos.

Oliver miró a Sikes con muda sorpresa, acercó un banco a la lumbre y se sentó, descansando en sus manos su dolor de cabeza y sin saber dónde se encontraba ni darse cuenta cabal de lo que le sucedía.

—¡Brindo por el buen éxito de nuestra empresa! —gritó Crackit, poniéndose en pie, no bien Barney dejó sobre la mesa una botella y algo de comer.

Seguidamente dejó con mucha compostura su pipa en un ángulo de la mesa, llenó un vaso, y envasó entre pecho y espalda su contenido. Otro tanto hizo Sikes.

—Un vaso para el muchacho —repuso Crackit, llenándolo hasta la mitad—. ¡Bébete eso, inocente!

—No tengo... crea que yo... —balbuceó Oliver.

—¡Bebe, repito! —interrumpió Crackit—. ¿Te parece que no sé lo que te conviene? Dile que se lo beba, Guillermo.

—Bebe esto te digo —exclamó Sikes, llevando la diestra al bolsillo—. ¡Bebe, hijo mío, si no quieres que disminuya la familia de Fajín!... ¡Bebe, impío de los demonios!.. ¡Bebe!

Muerto de miedo ante los gestos amenazadores de los dos hombres, Oliver se tragó de una vez el contenido del vaso, e inmediatamente le acometió un acceso de tos que divirtió en extremo a Crackit y a Barney, y hasta hizo reír al terrible Sikes.

Satisfecho el apetito de Sikes (Oliver no pudo comer otra cosa que un mendrugo de pan que le obligaron a tragar a la fuerza), los dos hombres descabezaron un sueño en las sillas que ocupaban. Oliver continuó sentado en su banco junto a la lumbre y Barney, arrebujado en una manta, se tendió sobre el santo suelo cerca de la chimenea.

Durmieron, o aparentaron dormir, durante algún tiempo. Nadie se movió, excepción hecha de Barney que se levantó una o dos veces para echar carbón en la chimenea. Oliver había caído en un sopor profundo y soñaba que vagaba por tétricas callejuelas, que rondaban por lúgubres cementerios, cuando le despertó Tomás Crackit al ponerse en pie de un salto y declarar a grito herido que era la una y media.

Fue obra de un instante ponerse en pie los otros dos durmientes, quienes inmediatamente dieron comienzo con ejemplar actividad a los preparativos de la expedición. Sikes y su compañero se abrigaron el cuello y parte inferior de la cara con anchas bufandas negras y el cuerpo con sendos abrigos, mientras Barney, abriendo un armario, sacó diversos objetos que fue colocando en los bolsillos.

—Dame las
ladradoras.
Barney —dijo Crackit.

—Aquí están —contestó Barney, entregándole un par de pistolas—, cargadas por ti mismo.

—Muy bien —repuso Crackit guardándolas—. ¿Y los
convincentes?

—Los tengo yo —contestó Sikes.

—¿Va todo? Ganzúas, berbiquíes, palanquetas, destornilladores, linternas sordas... ¿no se olvida nada? —preguntó Crackit, suspendiendo de su cintura una palanqueta.

—Está todo —contestó su compañero—. No nos faltan más que las
batutas...
Dánoslas, Barney.

Barney entregó un garrote a cada uno.

—En marcha —dijo Sikes, tomando a Oliver por la mano.

El muchacho, rendido de resultas de la marcha, mareado por el ejercicio y más que nada por el alcohol, puso maquinalmente su mano en la que Sikes le tendía.

—Cógele la otra, Tomás, y tú, Barney, da un vistazo por fuera.

Salió el criado a la puerta y volvió segundos después anunciando que todo estaba tranquilo. Los dos ladrones salieron llevando a Oliver en medio, y Barney, luego que cerró la puerta de la casa, envolvióse de nuevo en la manta y no tardó en dormirse.

La obscuridad era profunda. La niebla, muchísimo más espesa que en las primeras horas de la noche, saturaba de tal suerte de humedad la atmósfera, que a los pocos minutos de haber salido de la casa, aunque no llovía, los cabellos y cejas de Oliver parecían púas aceradas por efecto de la cristalización del rocío en ellos depositado y helado. Cruzaron el puente y caminaron en derechura a las luces que antes había visto Oliver. La distancia no era grande, y como caminaban a buen paso, poco tardaron en llegar a Chertsey.

—Atravesaremos la población —dijo en voz baja Sikes—; a estas horas y con esta noche no creo que encontremos perro que nos ladre.

Como Tomás no opuso objeción alguna, penetraron por la calle principal de la población, completamente desierta. En alguna que otra casa se filtraban débiles hilos de luz por las rendijas de algún balcón, y de vez en cuando interrumpían el silencio de la noche ladridos de perros, pero en las calles no tropezaron alma viviente los nocturnos viandantes, que dejaban a sus espaldas la población en el momento que en el reloj de la iglesia sonaban las dos.

Apretaron el paso tomando un camino a la izquierda, y al cabo de un cuarto de milla de recorrido, hicieron alto frente a una casa aislada, cuyo jardín estaba cercado por un muro. Tomás Crackit, sin detenerse para tomar aliento, trepó hasta lo alto del caballete en un abrir Y cerrar de ojos.

—¡El muchacho ahora! —dijo Tomás—. Alárgamelo; yo te ayudaré desde arriba.

Antes que el desdichado Oliver tuviera tiempo de mirar en torno suyo, se encontró entre los brazos de Sikes, y no habrían pasado cuatro segundos, cuando se vio al lado de Tomás en la parte opuesta del muro. Sikes apareció en el acto y los tres juntos comenzaron a deslizarse cautelosamente en dirección a la casa.

Hasta entonces no había comprendido Oliver que el objetivo de la expedición era nada menos que penetrar con fractura en una casa para robar, y quizá para asesinar. El espanto, el pánico le enloquecieron. Retorciéndose desesperado las manos dejó escapar involuntariamente un grito ahogador de horror. Ante sus ojos pasó una nube rojiza, sudor helado inundó su cadavérico rostro, flaqueáronle las piernas, y cayó desplomado en tierra.

—¡Levántate! —rugió Sikes, sacando una pistola del bolsillo—. ¡Levántate, o te dejo los sesos pegados a la hierba!

—¡Por amor de Dios, déjeme marchar! —exclamó Oliver—. ¡Déjeme que huya lejos, muy lejos, que muera solo y abandonado en medio de los campos! ¡Jamás me acercaré a Londres... nunca, nunca! ¡Apiádese de mí, y no me obligue a ser ladrón! ¡Por todos los ángeles del Cielo, por lo que más querido le sea en el mundo, tenga lástima de mí!

El miserable a quien dirigió la ferviente plegaria lanzó una blasfemia horrenda y había amartillado ya la pistola dispuesto a cometer un asesinato, cuando Tomás se la arrancó de la mano y, tapando la boca al muchacho, le arrastró hacia la casa.

—¡Chitón! —gruñó—. No es tiempo de suplicar. Si pronuncias una palabra más, te abro la cabeza con el garrote, que es la manera de despacharte sin ruido, con mayor seguridad y con menos escándalo. Haz saltar el postigo, Guillermo, que con eso tiene bastante el muchacho. Otros he visto de más edad que él que en noches de frío han seguido el mismo camino en un par de minutos de tiempo.

Sikes, renegando entre dientes de Fajín y maldiciendo de la mala ocurrencia del viejo al enviarle a Oliver para la expedición que entre manos llevaba, manejó con vigor pero sin ruido la pesada palanqueta, no tardando en dejar abierto el postigo.

Era una ventana pequeña, abierta a cinco pies del suelo a espaldas de la casa, y que daba a una especie de bodega. Tan poca luz tenía la ventana en cuestión, que los habitantes de la casa no estimaron necesario defenderla con alguna reja. Bastaba, sin embargo, para dar paso al cuerpo de Oliver.

—Ahora, muñeco, escucha bien y procura no olvidar palabra de lo que voy a decirte —dijo Sikes, sacando del bolsillo una linterna sorda y proyectando su luz sobre la aterrada cara de Oliver—. Vas a entrar por esa ventana. Toma esta linterna. Subirás sin hacer el menor ruido la escalera que encontrarás dentro, atravesarás el pasillo hasta llegar a la puerta principal, y la abrirás.

—La puerta tiene en la parte superior un cerrojo al que tal vez no alcances —observó Tomás—. En el vestíbulo encontrarás sillas. Súbete sobre el asiento de una y llegarás perfectamente. Hay tres, Guillermo, tres; todas ellas con su correspondiente unicornio azul sobre campo de oro, que son las armas de la señora.

—¡Quieta la lengua, si es que puedes! —replicó Sikes, dirigiendo a su compañero una mirada terrible—. La puerta de la habitación está abierta, ¿no es verdad?

—Completamente —contestó Tomás, después de mirar por la ventana—. Lo bueno del caso es que siempre la dejan abierta para que el perro, que duerme allí, pueda entrar y salir a su antojo. ¡Ja, ja, ja! Barney ha tenido la buena idea de librarnos de semejante estorbo.

Aunque Tomás pronunció las palabras anteriores en voz que parecía un susurro, y rió muy por lo bajo Sikes le ordenó imperiosamente que callara de una vez y pusiera mano a la obra. Obedeció Tomás, sacando ante todo su linterna y dejándola en tierra, después de lo cual apoyó su cabeza contra la pared, debajo de la ventana, y las manos sobre las rodillas, con lo que quedó convertido en banco viviento. Sikes saltó inmediatamente sobre su espalda, hizo pasar a Oliver por la ventana, llevando delante los pies, y no le soltó hasta dejarle sano y salvo en e suelo.

—Toma la linterna —dijo mirando al interior—. ¿Ves la escalera que tienes delante?

—¡Sí... se... ñor! —balbuceó Oliver, más muerto que vivo.

Sikes le señaló la puerta de entrada con el cañón de la pistola, advirtiéndole que lo tendría siempre a tiro, y que si tropezaba o vacilaba, lo mataría en el acto.

—Es cosa de un minuto —añadió Sikes en voz baja—. En cuanto te suelte, avanza en línea recta y ¡cuidado!

—¿Qué pasa? —susurró Tomás y prestó oído.

—No es nada —dijo Sikes, soltando a Oliver—. En marcha.

En el breve espacio de tiempo de que dispuso Oliver para coordinar sus ideas, resolvió irrevocablemente dar la voz de alarma al llegar a lo alto de la escalera, aun cuando le costase la vida. Con este propósito, echó a andar con resolución.

—¡Atrás! —gritó con todas su fuerzas Sikes—. ¡Atrás! ... ¡Atrás!

Presa de un pánico horrible Oliver al oír el grito que ponía fin al silencio aterrador de la noche y al rasgar los aires otro vocerío que al primero hizo eco, dejó caer la linterna y no supo si avanzar o retroceder.

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